¿Peronismo?
¿Progresismo? ¿Nacionalismo? ¿Izquierdismo? Una aproximación situacional al
debate sobre una cultura política cargada de complejidades.
Ernesto Espeche / Agencia
Periodística del Mercosur
El kirchnerismo y lo nacional popular a debate. |
Éramos cuatro los
comensales. La cena tuvo lugar en uno de los pocos comederos populares de
Brasilia, el único que encontramos abierto a las 11 de la noche. Ese día se
formalizó el ingreso de Venezuela al Mercosur y nosotros, todos periodistas
argentinos, buscábamos algo de distracción gastronómica luego de una intensa
jornada de trabajo.
Pedimos al mozo
que nos sirviera lo que había: la cocina estaba cerrada y casi no teníamos
margen de elección. Finalmente llegaría una aceptable combinación de carne
vacuna con ensalada.
Entre chistes de
ocasión y vagos comentarios sobre la singularidad urbana que nos cobijaba,
compartimos las primeras impresiones periodísticas que nos quedaron del día. En
eso, una frase fuera de contexto cambió el tono del diálogo: “Cristina debiera
hacer más peronismo y menos progresismo”. Quien lanzó el dardo sabía que su filo
tocaría -de modo inevitable- las fibras de un debate laberíntico.
Se produjo un
silencio apenas llenado por el sonido difuso de un televisor colgado en lo alto
de la pared trasera. “Yo apoyo al gobierno, ojo, soy nacionalista, pero no me
gusta tanta retórica progre, eso no es peronismo”, agregó el mismo colega para
dejar en claro su punto de vista. En rigor, los cuatro confesamos nuestra
simpatía por la gestión de la Presidenta. El dilema estaba, entonces, en los
matices que salieron a la superficie: cómo dar cuenta de la tradición política
que envuelve al proyecto iniciado en 2003.
Los cuatro
recogimos el guante y nos hicimos cargo del problema que se servía sobre la
mesa junto a la comida. “Hace falta menos medidas del tipo `matrimonio
igualitario` y más planes sociales que lleguen al pobrerío”, ejemplificó el
promotor del cruce. ¿Acaso, el derecho consagrado de un travesti a tener un
documento que refleje su identidad de género no impacta sobre sus condiciones
materiales de vida?, me pregunté en silencio.
Ante la atónita
mirada de los empleados y los dueños del boliche -o quizás se trataba de los
mismos- nos subimos a una acalorada discusión con una batería de
gesticulaciones que subrayaron cada una de nuestras intervenciones.
Esa noche
volvimos al hotel cerca de las tres de la madrugada con la vaga promesa de
continuar la charla en algún bar de Buenos Aires. Intercambiamos contactos y
nos despedimos. Al otro día, cada cual retornó por su lado, según el itinerario
previsto.
¿El kirchnerismo
es peronismo, es un remozado modelo de progresismo “clasemediero”, es una
reedición del viejo nacionalismo plebeyo o es una vertiente de la izquierda? La
pregunta quedó flotando como una bruma absurda sobre las anchas avenidas de la
ciudad capital de un país que jamás se embarcaría en deliberaciones políticas
de ese tipo. Allí, como en la mayor parte del planeta, las cosas suelen ser más
simples, más claras.
Esa noche me
costó entregarme el sueño; le di vueltas al asunto y me detuve en un punto que,
al menos, me daba ciertas certezas. Los términos que se mencionaron en la
discusión funcionaron, en algún momento de la historia, como ordenadores para
el pensamiento político argentino. Se presentan en pares dicotómicos o en
juegos de opuestos para representar las miradas irreconciliables que signaron
el derrotero nacional.
Así, un proyecto
-como todos- sostenido desde la doble dimensión del relato simbólico y la
práctica concreta se reconoce como peronista o gorila-oligarca, progresista o
conservador, de izquierda o de derecha, nacionalista o cipayo.
Cada uno de esos
cuatro binomios es una totalidad en sí misma. Resulta, por ello, insostenible
pensar en un antagonismo peronismo-progresismo o, por caso, en una
contradicción definitiva entre progresismo-izquierda.
Las comparaciones
cruzadas son una suerte de extirpación de un concepto de la relación
conflictiva que le da sentido. Fuera de ella, los términos quedan sujetos a una
laxitud polisémica, a una peligrosa deshistorización.
En cambio, un
proceso político puede -y debe- someterse a cada una de las tensiones
antagónicas, pues ninguna dicotomía resuelve en sí misma las múltiples facetas
que intervienen en su constitución.
El Kircherismo,
entonces, interpela y se nutre de las mejores tradiciones nacionales, populares
y democráticas. Es peronismo porque recupera y actualiza el sentido de justicia
social, soberanía política e independencia económica; porque ostenta esa
capacidad única de interpretar el sentir popular y actuar en consecuencia.
También es
progresismo, porque asume como propias las ideas de transformación virtuosa y
reinventa el valor de la democracia hacia una dimensión que trasciende la mera
formalidad.
Es izquierda
porque se asume "no neutral" en la lucha por los intereses de las
grandes mayorías populares y enfrenta, desde ese lugar, a las corporaciones del
poder fáctico.
Es nacionalismo,
porque confronta los intentos predatorios de las potencias mundiales y
construye los caminos para concretar el sueño de la Patria Grande.
Finalmente, la
identidad del proyecto que gobierna el país desde 2003 define a un `otro` que
contiene, a la vez, al gorila, a la derecha, a los conservadores y los cipayos.
Por lo anterior,
es peronismo, pero no sólo peronismo. Es progresismo, pero no sólo eso. Es
izquierda, aunque no puede reducirse a esa definición. Es nacionalismo, pero no
cualquier nacionalismo. Es, más bien, la única experiencia de la historia que
logró la armoniosa combinación de todos esos elementos.
Es entendible,
como lo planteó el colega, que al gobierno nacional se le pida más peronismo, o
más izquierda, o más progresismo. Pero esas demandas no obedecen a supuestas
desviaciones o extravíos en las definiciones estratégicas más elementales. En
todo caso, son respuestas ante una gran virtud de generar expectativas en un arco
tan diverso en sus tradiciones como unívoco en su condición de derrotados por
el proyecto civilizatorio victorioso a fines del XIX.
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