Desde las demandas históricas del pueblo mapuche -cuya lucha ejemplar e
indomable causa admiración-, hasta las sorprendentes acciones de los deudores
habitacionales en los centros urbanos, la protesta social anuncia que la
paciencia y la resignación han llegado a su fin.
Manuel Cabieses Donoso /
Revista Punto Final
El pueblo chileno en la jornada de protesta del pasado 28 de junio. |
Cuando un pueblo comienza a pensar su presente y a discutir su futuro,
el sistema de dominación se pone a temblar: es un síntoma claro que vienen
grandes cambios en la sociedad. Eso es lo que está sucediendo en Chile. El pueblo ha comenzado a reflexionar. Empieza a mirar cara a cara su
realidad, sin intermediarios ni vendedores de espejismos. Aunque todavía no es
una categórica y organizada mayoría, son cada día más los sectores que logran
sustraerse al embrujo de la tarjeta de crédito y escapar a la dictadura
ideológica de la televisión comercial.
El artífice de este cambio -que va ganando terreno- es la protesta
social, que comenzó con los “pingüinos” y que más tarde resurgió en Magallanes.
La protesta desató el año pasado las movilizaciones de estudiantes
universitarios y secundarios más grandes que registra la historia del país. La
ira, fruto del pensamiento que hurga en la realidad, se rebeló también en
Aysén, Freirina, Pelequén y Coronel, y detona casi a diario en el campo y en
las ciudades, motivada por los reclamos más diversos.
Desde las demandas históricas del pueblo mapuche -cuya lucha ejemplar e
indomable causa admiración-, hasta las sorprendentes acciones de los deudores
habitacionales en los centros urbanos, la protesta social anuncia que la
paciencia y la resignación han llegado a su fin. Ya no son válidas las
intermediaciones políticas. La humillación y el dolor acumulados durante años,
incuban un ¡ya no más! que se expresa dramático en el calvario que tiene lugar
en los consultorios, postas y hospitales, incapaces -por más esfuerzos que
hagan sus funcionarios- de entregar la atención de salud que necesitan niños y
ancianos. Así también ocurre con las humillantes condiciones del transporte
público en Santiago -“¡nos tratan como animales!” es el grito crispado de
multitudes atascadas en el Metro, y en la superficie lo repiten miles de hombres
y mujeres que pierden gran parte del día esperando movilizarse en el
Transantiago-.
A la creciente protesta social se une la exigencia de los trabajadores
de un salario mínimo que permita ir emparejando la desigualdad. El
sindicalismo, sin embargo, es el sector que aparece más retrasado en este
proceso de recuperar la identidad luchadora que lleva adelante el resto del
pueblo. Es probable que se deba a la extrema facilidad con que el empresariado
puede hoy castigar con la cesantía a trabajadores “alborotadores”. Pero esa
relativa pasividad tiene también su origen en la grave ofensa a la dignidad e
independencia de la clase trabajadora que constituye el maridaje de la CUT con
el empresariado. La “Declaración de voluntades” que las directivas de la CUT y
la Confederación de la Producción y el Comercio (CPC) dieron a conocer en
marzo, es uno de los episodios más sucios en la historia de la CUT y, sin duda,
un tremendo factor de desaliento y confusión para los trabajadores.
La protesta social necesita mostrar todavía mucha más fuerza para
imponer sus exigencias, que pueden resumirse en más democracia y más igualdad.
Hacia allá apunta la magnífica movilización de los estudiantes universitarios y
secundarios del jueves 28 de junio. Fue una vibrante demostración de que el
movimiento estudiantil no sólo no ha perdido fuerza, sino por el contrario,
ahora articula a nivel nacional a la mayoría de los alumnos de la educación
pública y privada. Revela también el ejemplar proceso de maduración colectiva
que produce la protesta social. En este caso lo representan las cinco
exigencias fundamentales que el movimiento estudiantil universitario y
secundario hace al gobierno y al Parlamento (ver págs. 8 y 9 de esta edición).
El documento merece ser conocido por millones de ciudadanos, porque permite
comprender que la crisis de la educación guarda estrecha relación con las demás
manifestaciones de la crisis institucional, política, cultural y social que
vive Chile.
Se trata de un país escindido por la desigualdad, donde la clase dominante
se atrinchera en sus privilegios mediante una tupida red en que la
mercantilización de las relaciones sociales está garantizada por los
instrumentos de coerción del Estado. Los intereses privados -mientras más
cuantiosos más influyentes- han desplazado al bien común de la naturaleza y
estructura del Estado y de su Constitución Política. La desigualdad ha
adquirido carta de ciudadanía y es el eje rector de la sociedad chilena.
El verdadero poder no radica en las instituciones del Estado sino en la CPC
y los gremios empresariales que representan a la minería, el comercio, la
agricultura, la industria, la construcción y los bancos e instituciones
financieras. Basta ver cómo el presidente de la República y sus ministros de
Hacienda y Economía han debido dar todo tipo de seguridades a la CPC sobre
reforma tributaria, salario mínimo, flexibilidad laboral, etc., primero en sus
propias oficinas y luego al conjunto de los gremios empresariales en La Moneda.
El gran empresariado no parece estar contento con el desempeño del empresario
Piñera como gobernante. Sus medios de comunicación -que son casi todos-
traslucen una crítica persistente al gobierno. Lo acusan de debilidad e
ineptitud que han permitido que aflore la crisis institucional que la
Concertación mantenía más o menos a raya a través de la cooptación clientelar
de sus partidos, sindicatos y organizaciones sociales.
Por eso no sería extraño que en las próximas elecciones presidenciales
el empresariado entregara su apoyo a la candidatura de la Concertación. Sin
embargo, ya es tarde para “comprar” la paz social que necesita la explotación
capitalista. La crisis del sistema seguirá avanzando porque no tiene solución
en los estrechos marcos del Estado actual. Lo demuestra la profundidad
propositiva del documento de los estudiantes. Sus cinco exigencias
fundamentales abarcan el conjunto de la desigualdad y la ausencia de
participación democrática de los ciudadanos. Solucionarlo significarían un
cambio social y político profundo, que sólo puede intentarlo una alternativa
popular, democrática y socialista. Hay que jugarse a esa opción de esperanza.
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