Si bien los momentos
históricos del peronismo y del chavismo son distintos, hay muchos factores
comunes que pueden permitir vincularlos. En ambos casos todo el proceso
político-social-cultural en juego se vertebra en torno a la figura exclusiva
del conductor. Sin caer en la simplificada y maniquea visión de la derecha que
ve en ellos “autócratas peligrosos”, lo cierto es que esa estructura denota,
básicamente, una debilidad estructural.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Dar a conocer estas
reflexiones puede traerme más problemas que otra cosa. Más aún en un contexto
pre-electoral como el que ahora vive Venezuela. De todos modos las considero
imprescindibles. En definitiva, debatir críticamente con altura y honestidad
buscando alternativas y soluciones a lo que se entrevé como problema es lo
mejor que podemos hacer quienes aportamos desde este siempre mal definido e
incómodo papel de la “intelectualidad”. Siendo quizá ampuloso, podría decir que
la pretensión aquí presente no es sino la de Martín Fierro: “Y si canto de este modo / por encontrarlo
oportuno / no es para mal de ninguno / sino para bien de todos”.
La derecha podrá
encontrar esto como “muy pro Chávez, muy
de izquierda”. Alguien de izquierda lo podrá ver quizá como “reaccionario, haciéndole el juego al
imperialismo”. Y un consumado chavista (en Venezuela) o peronista (en
Argentina) lo podrá juzgar como “antipopular”.
Pero, insisto: esto no pretende ser más que una visión crítica de un fenómeno
que, además de despertar esperanzas en todo el campo popular, al mismo tiempo
también puede ser peligroso para quienes aún conservan ideales de
transformación social. Una vez más, pecando de ampulosos y tomando el título de
un trabajo de Ricardo Galíndez, de la organización venezolana Corriente
Socialista Revolucionaria - El Topo Obrero, la idea es que “Alguien tiene que decírselo al presidente Chávez”.
Pero, ¿qué tiene que
decirle? Que la historia pasa facturas. Expresado de otro modo: hacer la
invitación a ver el proceso venezolano en el espejo del peronismo argentino,
salvando las distancias del caso, por supuesto, pero conservando las notas
definitorias.
Cuenta la historia que
alguna vez venía por un camino el vehículo de Lenin, cuando de pronto llega a
una bifurcación. El chofer, entonces, le pregunta al camarada presidente para
dónde seguir; la respuesta fue inequívoca: “ponga
la luz de giro a la izquierda y doble a la izquierda, camarada”. Instantes
después llega a la misma bifurcación Ronald Reagan; preguntado por su chofer
qué camino tomar, la respuesta fue igualmente contundente: “ponga la luz de giro a la derecha y, por supuesto, doble a la derecha”.
Llegado a ese punto Juan Domingo Perón, ante la pregunta del chofer la salida
fue “ponga la luz de giro a la izquierda
y doble a la derecha”. El chavismo está haciendo eso mismo.
II
El peronismo representó
una enorme transformación político-social en la Argentina de mediados del siglo
XX. Sin lugar a dudas cambió la fisonomía del país, llevándolo de nación
agroexportadora a potencia industrial regional, desarrollando una enorme clase
obrera urbana con políticas de beneficio social inobjetables. De hecho, para la
visión conservadora de la oligarquía argentina y para Washington, que para ese
entonces ya manejaba los hilos de toda Latinoamérica, el peronismo resultaba
una piedra en el zapato. Por eso terminaron cortando de cuajo la experiencia
con un cruento golpe de Estado que intentó descabezar al movimiento popular y
sindical. El exilio de Juan Domingo Perón por décadas no hizo más que
engrandecer su figura de líder indiscutido y referente para las grandes masas
argentinas, que siguieron siendo “peronistas”, y lo continúan siendo al día de
hoy, más de medio siglo después de terminado el proyecto popular de los 40/50,
momento de mayor participación de los sectores populares en la apropiación de
la riqueza nacional. Hoy, siendo peronistas también, participan cada vez menos
del producto nacional; en otros términos: están cada vez más pobres.
Sin ningún lugar a
dudas ese movimiento (“Justicialista” en términos oficiales, pero “peronista”
en los hechos, asumiendo así que la figura clave en todo ello era la presencia
omnímoda del general Perón) dejó huellas indelebles en la historia argentina.
Con el peronismo creció la organización popular, la participación sindical, los
beneficios a las grandes masas de trabajadores. Pero había límites: el
peronismo no fue una propuesta de transformación social de raíz. No tocó nunca
–no pretendió hacerlo, por supuesto– la estructura económica de base: no había
un proyecto de expropiación de los medios de producción, control obrero de la
producción, reforma agraria, construcción de una sociedad socialista. El
ideario peronista bien puede resumirse en el ejemplo del vehículo ante la
bifurcación: un discurso medianamente popular (o populista), elementos de
antiimperialismo, pero jamás una crítica real de la estructura económica de
base con propuestas de cambio revolucionario. Utilizando un lenguaje actual
podría llamársele una socialdemocracia.
Salido de escena Juan
Domingo Perón, sus “herederos” entraron en una disputa interminable. ¿Quién es
el verdadero heredero de ese legado peronista? “El pueblo”, como un tanto ampulosamente dijo el mismo Perón en
alguna oportunidad, no. Eso no pasa de un discurso efectista, mediático. La
capitalización política del enorme potencial que creó el movimiento peronista
en varias décadas de dominio de la escena argentina dio lugar a controversias,
duras luchas internas –muchas veces dirimidas a balazos– y ninguna
participación de las grandes mayorías, a no ser con la emisión de un voto cada
seis años en el famélico esquema de las democracias representativas. Hay
peronismo de izquierda, incluso de vía armada, como fue la organización
Montoneros en los años 70 del pasado siglo. También son peronistas grupos
abiertamente fascistas, neonazis, profundamente anti-judíos y con un lenguaje
anticomunista visceral. Son peronistas las burocracias sindicales de corte
mafioso, ligadas a negocios cuestionables, así como también un empresariado
nacional modernizante. En nombre del peronismo un personaje como Carlos Menem (“¡Síganme. No los voy a defraudar!”
decía en su campaña) introdujo las reformas neoliberales más profundas de la
historia Argentina, ahondando de manera monstruosa la destrucción del Estado
nacional y llevando al paroxismo el capitalismo salvaje iniciado por la
dictadura militar instaurada en 1976. ¿Qué dejó el peronismo entonces? Las
últimas administraciones de los esposos Kirchner han sido peronistas, y sin la
virulencia explícita de las medidas neoliberales de años atrás, continúan con
un proceso de polarización social empobreciendo más a los pobres, enriqueciendo
más a los ricos y aceptando sin críticas el papel de monoproductor sojero que
los grandes poderes mundiales asignaron al país para los próximos años en su
inserción en un mundo global, más allá de mantener un discurso con tinte
social. De hecho, la actual presidente peronista Cristina Fernández habla
explícitamente de un “capitalismo serio” (¿cuál será el contrario?), mientras
el descenso de vida de las grandes mayorías continúa sin parar.
En definitiva, el
peronismo fue un muy intenso proceso político-social que abrió expectativas de
cambio, pero que por sus límites ideológicos no pudo pasar de ser un huracán
que, considerado históricamente, no cambió nada en la estructura de base. Sin
dudas que la historia reciente de Argentina no puede entenderse por fuera del
peronismo, pero eso en sí mismo no dice mucho en relación a los ideales de
transformación. El capitalismo salvaje está ahí, más allá del discurso
reformista que pueda alentar.
III
Terminada la
experiencia de socialismo soviético y derrumbado el muro de Berlín, para la
década de los 90 del pasado siglo se produjo un enorme retroceso en el campo
popular a nivel global. Se perdieron conquistas sociales conseguidas con
esfuerzo en décadas de lucha, el capital avanzó triunfante sobre los
trabajadores, las condiciones de vida de las grandes masas del planeta se
empeoraron y la globalización financiera fue abriendo un nuevo escenario donde
parecía que ya no quedaba lugar para la esperanza de transformación, de un
mundo no-capitalista. El descenso en las luchas populares fue enorme. En medio
de ese mar de desconcierto y desesperanza apareció un movimiento renovador: la
Revolución Bolivariana de Venezuela.
En realidad surgió más
como sorpresa para propios y extraños, como rebelión palaciega proviniendo de
la casa de gobierno, desde arriba hacia el pueblo, que como genuino proceso
popular desde abajo. Pero ello no impidió que rápidamente fuera tomando
aceptación masiva, y cuando la derecha –local e internacional– intentó sacarla
de en medio, fue justamente la espontánea y masiva movilización de las masas
populares la que la defendió a capa y espada. En pocos años el proceso abierto
por el presidente Hugo Chávez fue consolidándose como una nueva opción de
izquierda. Con un programa de gobierno amplio, difuso, contradictorio en cierta
forma, apoyándose en el Che Guevara así como en la Biblia, se comenzó a hablar
de socialismo del siglo XXI como una forma de superar los errores del
socialismo real, burocrático y autoritario conocido hasta la fecha. Las
esperanzas estaban de regreso. El campo popular y la mayor parte de la
izquierda del mundo saludaron este movimiento como una buena noticia.
Sin dudas, igual que el
peronismo en su momento, las mejoras sociales se dejaron sentir rápidamente.
Sin plantearse como un proyecto de transformación revolucionaria –el socialismo
del siglo XXI sabe lo que no quiere ser, pero no tiene un programa concreto que
lo defina– fueron apareciendo beneficios para la población que llevaron el
proceso bolivariano a una aceptación muy grande, con alrededor de un 60% de la
población venezolana siguiéndolo con pasión. Esos beneficios eran, en realidad,
el resultado de una más justa repartición de la histórica renta petrolera del
país. Todo el proceso comenzó a girar en torno a la figura cada vez más omnipresente
de Chávez.
14 años después de
iniciada la Revolución Bolivariana, el proceso en curso abre muchos
interrogantes. En realidad no hay un ideario socialista genuino, ni del siglo
XXI ni de ningún tipo. Es cierto que se han dado importantes mejoras en las
condiciones de vida de la gran masa de venezolanos, pero siempre desde una
óptica socialdemocrática y reformista. La propiedad privada de los grandes
grupos de poder, nacionales y multinacionales, no se ha tocado, ni nada indica
que se vaya a tocar. No ha habido proceso de reforma agraria. El capital
financiero hace sus negocios tranquilamente, y luego de unos años de relativa
bonanza para las mayorías populares, las condiciones generales de vida no
siguen mejorando porque la acumulación capitalista las frena. En forma
creciente la participación de los sectores más desposeídos en la renta nacional
baja, en tanto los sectores económicamente más poderosos, en cuenta el sector
financiero, se tornan más beneficiados. La producción nacional no se ha diversificado,
siendo excesivamente grande la dependencia de las importaciones (70% de los
alimentos, por ejemplo). Se llegó a hablar, incluso, de “socialismo petrolero”.
Sabiendo que los procesos de transformación del Estado en una revolución
socialista nunca son fáciles (el siglo XX dio varios y ricos ejemplos), en
Venezuela, después de 14 años, no hay una clara ideología socialista que vaya
barriendo con los vicios y prácticas culturales del capitalismo. Por el
contrario, la corrupción y el autoritarismo siguen estando a la orden del día.
En muy buena medida el Estado petrolero sigue siendo un botín para sectores
que, amparados en un discurso chavista vacío, no se dedican sino a hacer
negocio.
Todo el proceso depende
exclusivamente de la figura del comandante, lo cual es una debilidad tremenda.
No hay opciones de recambio; no se ha construido un verdadero y genuino poder
popular de base. Si faltara Chávez todo indica –aunque nadie lo reconozca en
voz alta– que el proceso muy probablemente se vendría abajo (¿castillo de
naipes?). Distinto a lo que sucedió en Cuba, donde salió de escena la figura
carismática de Fidel Castro y pese a ello la revolución socialista siguió
incólume, en el actual proceso venezolano todo indica que ello no sería así.
Quizá en las próximas elecciones vuelva a triunfar Chávez con todo su aparato
electoral; pero eso debe abrir importantes cuestionamientos. Siempre “se está yendo hacia el socialismo”,
pero parece que nunca se llega. ¿Cuánto faltará? ¿Se llegará alguna vez? Los
marcos de la democracia representativa son una camisa de fuerza para
transformaciones profundas en la estructura de poder. Más allá que la derecha
presente la Revolución Bolivariana como un “demonio comunista”, la realidad
indica que, igual que el peronismo en sus mejores momentos, no se va más allá
de un planteamiento reformista.
IV
Si bien los momentos
históricos del peronismo y del chavismo son distintos, hay muchos factores
comunes que pueden permitir vincularlos. En ambos casos todo el proceso
político-social-cultural en juego se vertebra en torno a la figura exclusiva
del conductor. Sin caer en la simplificada y maniquea visión de la derecha que
ve en ellos “autócratas peligrosos”, lo cierto es que esa estructura denota,
básicamente, una debilidad estructural. Un proceso político de transformación
profunda no puede asentar sólo en las espaldas de un líder. Eso no es
revolución popular. Un líder puede ser importante, imprescindible incluso; en
muchos casos la posibilidad de un proceso masivo asienta en la presencia de un
conductor que puede llevar la dirección correcta. Ese es un proceso que hay que
entender, inclusive, en clave de Psicología Social. Pero la edificación
política de una nueva sociedad derrumbando viejos esquemas muestra sus límites
cuando todo depende de una única cabeza. Eso es lo más contrario a la idea de
revolución socialista. Un genuino pensamiento revolucionario no puede aceptar
la idolatría de un mito, el culto a la personalidad. Y, aunque no lo vayan a
aceptar nunca sus seguidores, eso es lo que ha sucedido tanto en Argentina como
en Venezuela. Es más: en la Venezuela actual con una elección presidencial a la
vuelta de la esquina, podría parecer inadecuado decir esto justo en este
momento. Pero ¿y la autocrítica? ¿Debemos seguir dejando las cosas importantes
en nombre de las urgencias?
La izquierda argentina
no estuvo con el peronismo en el momento de su explosión popular en la década
del 40-50 del siglo pasado. Por eso mismo fue considerada –al menos desde las
filas peronistas– como “antipopular, reaccionaria, gorila”. Esto no quita, por
supuesto, el análisis crítico del papel que jugó esa izquierda, que no fue el
de promover el avance popular precisamente; en Argentina la izquierda no apoyó
nunca al peronismo. Algo distinto sucede en la Venezuela actual: la izquierda,
en términos generales, apoyó el surgimiento del movimiento bolivariano y se ha
sumado al proceso. Pero, al igual que lo sucedido en la historia del peronismo,
al surgir voces críticas al chavismo provenientes de genuinos planteamientos de
izquierda, se corre el riesgo de ser consideradas –desde el chavismo, claro
está– como reaccionarias y haciendo el juego a la derecha. Y ahí radica un
problema mayúsculo. La fuerza pasional de estos movimientos es tan grande que
divide las aguas irremediablemente en “seguidores” y “enemigos”. La
construcción de alternativas a los modelos sociales vigentes es algo
infinitamente más compleja que “amor” u “odio” por el líder. Pero en esas
dicotomías sin salida cayeron ambos movimientos: “o están conmigo o están con el imperio”, llegó a decir Chávez. Eso
puede ser tan cuestionable (¿peligroso?) como aquel “¡Viva el cáncer!” pintado con odio visceral en alguna pared de
Buenos Aires cuando la enfermedad mortal de Eva Duarte.
Sin dudas la
movilización masiva de tantas voluntades es algo que inquieta a la derecha, a
las posiciones conservadoras, a todo aquel que teme a los pueblos en
movimiento. Por eso ambos procesos despertaron inmediatamente grandes temores
en las clases dirigentes. Si bien ninguno de ambos –más allá de declaraciones
más pirotécnicas que reales: “socialismo nacional” pudo llegar a decir el
peronismo, “socialismo del siglo XXI” el chavismo– se planteó como verdadero
proceso de transformación radical del modelo social vigente, los dos fueron vistos
como potenciales enemigos de clase para los sectores dominantes. Lo curioso es
que en los dos se dieron procesos ambiguos, confusos, “perversos” si se lo
quiere ver de otro modo (luz de giro para un lado doblando en realidad hacia el
otro): con discursos que llaman a la movilización popular, permitieron al mismo
tiempo la continuidad del sistema capitalista, y más aún, el surgimiento de
empresariados afines: burguesía nacional industrial en Argentina, empresas
bolivarianas en Venezuela. Pero más allá de retruécanos y crípticos juegos de
palabra, el capitalismo es capitalismo, no importa de qué siglo, y es siempre
capitalismo, no importa si “serio” o poco serio. La explotación del trabajo de
los verdaderos productores de riqueza, los trabajadores, siguió inalterable.
Buenos, regulares o
malos programas de asistencia social pueden ser útiles en algún momento, pero
no cambian la situación de base. Y si bien para posiciones conservadoras ver
las plazas llena de “cabecitas negras” o “tierrúos” felices y contentos por ser
tenidos en cuenta puede producir escozor, lo que cuenta en términos políticos
finalmente es el lugar real de esas masas en la estructura socioeconómica. Una
cosa es la plaza llena de gente vitoreando al líder (que es lo que pasó en
ambos movimientos); otra es el control obrero y campesino de la producción, las
asambleas de base, las milicias populares armadas.
V
Ambos procesos, en su
momento, significaron grandes posibilidades para iniciar procesos profundos de
cambio social. El peronismo, sin dudas, transformó la historia de Argentina.
Pero al día de hoy, muchas décadas después de esa explosión popular que barrió
la sociedad argentina a mediados del siglo XX, su influencia como fermento
transformador es absolutamente inexistente. Se podría preguntar si se perdió
una gran oportunidad histórica para cambiar el país y caminar hacia una
sociedad más justa. La respuesta no es fácil; en realidad, el movimiento
justicialista daba para todo: para desarrollar un empresariado nacional con
aspiraciones de potencia regional (Argentina, por décadas, jugó el papel de
potencia en Latinoamérica, con una considerable producción industrial), para
cobijar grupos pro nazis visceralmente anticomunistas, para alzar planteos de
tinte socializante y antiimperialista, para desplegar negocios mafiosos a la
sombra de la estructura estatal. Qué habrá tenido en su cabeza Juan Domingo
Perón es difícil de decir. Y el solo hecho de plantearlo así ya marca un límite
insalvable: ¿acaso todo el proceso político-social en Argentina dependía de lo
que pensaba el líder? Los procesos políticos de cambio tienen que incluir a las
mayorías como actor efectivo, no sólo para llenar plazas. Confiar ciegamente en
un líder no es, precisamente, el fomento de la mejor ética posible.
La Argentina, años
después de haberse visto dividida tajantemente entre peronistas y
antiperonistas, retrocedió en términos socioeconómicos. De ser la primera
economía regional con una producción que representaba el 50% del producto
interno bruto de Latinoamérica para la década de los 60 del pasado siglo, hoy
es la cuarta economía, viviendo un proceso de pauperización que no para,
habiendo perdido la gran mayoría de los logros sociales obtenidos en años de
lucha. Y lo más dramático: mucho de ese retroceso se hizo también en el marco
de administraciones peronistas. Decir que “eso no era peronismo” es, también,
un juego de palabras. ¿Qué fue (o es) el peronismo entonces? El paso a la
revolución socialista, al poder popular, a la sustantiva mejora de las
condiciones de vida de la población, parece que no. ¿Un partido más que entra
en el juego de la democracia representativa? Quizá eso, y no más. Hoy, en el
contexto actual de descenso de las luchas populares, de pavorosa presencia
neoliberal y achicamiento de los Estados nacionales, podría llegar a decirse
que es… “¿lo menos malo?”
Difícil precisar qué es
lo “menos malo”, pero si así fuera (cosa que no aseguramos, por supuesto, y que
nos llevaría por otros derroteros igualmente complejos, o quizá más complejos
aún), eso no hace más que marcar el retroceso fenomenal que ha tenido el campo
popular. ¿Apoyar lo menos malo? Triste, patético, bochornoso. ¿Ese podría ser
acaso el programa de acción de un auténtico planteamiento socialista de
transformación social? Por supuesto que no.
¿Qué es –y qué podrá
terminar siendo– el chavismo? ¿También lo “menos malo” dentro del panorama
político de Venezuela? Una vez más: ¡terrible, patético! ¿Cultura de la
resignación entonces?
Definitivamente las
ideas de cambio social por vía revolucionaria, con el pueblo en la calle
movilizado –caso Rusia, China, Cuba o Nicaragua en sus respectivos momentos–
hoy parecieran haber salido de escena. A nadie se le ocurre plantearlas. Es
más: parecen rémoras de un pasado remoto, lejano, ido para no volver. En todo
caso, las izquierdas –en muy buena medida al menos– están dedicadas hoy a las
prácticas electorales. Sin quitarles a esa instancia su relativa importancia
como un posible frente más de lucha, todo indica que la vía electoral dentro de
los estrechos marcos de las democracias formales no lleva muy lejos.
Experiencias al respecto sobran. ¿Pretenderá la Revolución Bolivariana cambiar
las estructuras de base de esa manera? Si la apuesta es sí, parece que las
cosas no van muy viento en popa, pues se pueden ganar elecciones, pero dentro
de esos marcos hay límites insalvables para construir alternativas novedosas. “Es una locura hacer la misma cosa una y
otra vez esperando obtener diferentes resultados”, nos enseñó Einstein. Por
cierto: no se equivocaba.
En el momento político
actual, a muy pocos meses de las elecciones, levantar críticas en relación al
proceso venezolano podría entenderse como peligroso, no pertinente. Más aún, no
faltará quien diga que eso es “antirrevolucionario, hacerle el juego a la derecha
y al imperialismo”. ¡Una traición a la causa! en definitiva. Sería, según
cierto criterio al menos, “darle servida a la derecha una posible derrota”. Sin
embargo, valen aquí más que nunca las palabras de una genuina revolucionaria
como Rosa Luxemburgo cuando decía que una revolución es como una locomotora
cuesta arriba: mientras el motor siga funcionando, aunque sea con esfuerzo,
avanza. Pero en el momento en que el motor se detiene, irremediablemente
comienza a descender. Y la única posibilidad real de seguir construyendo
alternativas en un proceso revolucionario es siendo autocrítico, avanzando
hacia adelante. El “¡Ordene mi
comandante!” no puede servir para esto.
Es probable que el
chavismo (que no es lo mismo que la revolución socialista) vuelva a triunfar en
octubre. Todo indica que, de hacerlo, se seguirá manteniendo el histórico 60%
de adeptos contra el 40% de antichavistas. Saludamos ese posible triunfo, y eso
sin dudas mantiene la posibilidad de seguir haciendo avanzar la locomotora.
Pero viendo que ese avance es demasiado lento, que no llega nunca, que llega
muy mediatizado, con tremendos problemas –no sólo por los ataques reales de una
derecha conservadora y profundamente antipopular–, que a 14 años de iniciado el
proceso hacia el socialismo no se pasa de declamaciones, en tanto el gran
capital sigue haciendo felizmente sus negocios, se hace necesaria una genuina
visión autocrítica. ¿Todo depende sólo del ataque del imperialismo?
La Revolución
Bolivariana aún puede ser una esperanza para el campo popular, para los
venezolanos por supuesto, y para todos los que quieran/puedan mirar ahí un
ejemplo a seguir. Por eso mismo, para rescatar ese espíritu revolucionario que
por allí aún puede andar, es necesario no dejar de mirarse en el espejo del peronismo
argentino. ¿Para dónde va la revolución en Venezuela: para el poder popular o
para las maletas cargadas de dólares pasadas de contrabando? ¿Para dónde camina
el proceso: hacia la profundización de ideales socialistas –que no tienen
calificativo de siglo: XIX, XX o XXI, no importa– o hacia un “capitalismo
serio”? (empresas bolivarianas, boliburguesía). ¿Es realmente esperanzador
aceptar la postura de “lo menos malo”? Pensar que los líderes (Perón o Chávez)
son los super héroes infalibles y los atrasos en la construcción del paraíso se
deben a sus entornos obstaculizantes, corruptos y malignos es, cuanto menos,
ingenuo.
Si es cierto que la
historia debe servir para aprender de ella y no repetir errores, sería muy
pertinente mirarse en el espejo del peronismo argentino: mirar la movilización
popular que rescató a Juan Domingo Perón en aquel heroico octubre de 1945,
similar al ferviente abril de 2002 en Caracas y la movilización que evitó el
golpe de Estado, pero no en los políticos “profesionales” que hicieron una acto
de fe aquello de “de la casa al trabajo y
del trabajo a su casa”. Si el peronismo tuvo algo de revolucionario, fue
por el llamado a la movilización de los “descamisados”, por los “cabecitas
negras” tomándose las plazas, así como en Venezuela el chavismo significa que
el país “ahora es de todos”, por lo que las fuerzas conservadoras tiemblan,
porque con eso huelen revolución. Pero cuidado: el peronismo pudo terminar
avalando el “capitalismo serio”. ¿En eso terminarán las “empresas bolivarianas”?
No dejemos nunca de tener presente el relato con el que empezó este escrito:
¿para dónde ponemos la luz de giro y para dónde giramos realmente?
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