No será la guerra, estoy convencido, lo que nos llevará a encontrar el
cofre mágico de la convivencia. Una negociación firme y clara, con la
participación protagónica de los poderes, que ponga a Colombia por encima de
odios y facciones, es la única alternativa para vislumbrar un camino. Y exige,
de todos los bandos, a la vez humildad y grandeza.
William Ospina / EL
ESPECTADOR
Álvaro Uribe pudo haber logrado la negociación política del conflicto
que diezma a Colombia desde hace medio siglo.
Tenía lo principal, lo que caracteriza a sus enemigos: verticalidad,
firmeza, capacidad de persistir en una posición. Nunca podrá negociar con la
guerrilla quien cambie de actitud y de perspectiva al ritmo de sus emociones o
de las circunstancias. Y lo que ha impedido ese acuerdo, además de la extrema
crueldad y desconfianza de los insurgentes, es la volubilidad de gobiernos que
un día dialogan y otro bombardean, que llegan a acuerdos por encima de la mesa
y mueven sombras por debajo de ella, que declaran aceptar las reglas del juego,
por ejemplo la Unión Patriótica, y después permiten su exterminio.
Tal vez no estaba en manos de Belisario Betancur, ni de Virgilio Barco,
ni de César Gaviria, ni de Ernesto Samper, controlar esas fuerzas desbocadas
que siempre frustran el esfuerzo de la negociación. Pero Uribe sí habría podido
hacerlo.
¿Qué lo impedía? La convicción de Uribe y sus consejeros no sólo de que
la guerrilla quiere todo el poder, sino de que podría conseguirlo, que Colombia
podría convertirse en un país comunista. Ello, a mi ver, revela que estos
señores, como los guerrilleros, viven todavía bajo el Frente Nacional.
Después de 1989 la amenaza comunista es lo que Marx había presentido
desde 1848: un fantasma. Después de la caída de la Unión Soviética, el único
país de intención comunista en América Latina, Cuba, espera que Estados Unidos
termine su absurdo bloqueo, para beneficiarse de la proximidad del más grande
mercado mundial. Nada ha favorecido tanto la persistencia del modelo
económicamente ineficaz y políticamente asfixiante de la sociedad cubana, como
ese bloqueo alimentado por los fantasmas de la guerra fría.
Uribe teme también que Colombia se convierta en otra Venezuela. Pero el
experimento venezolano es único y si en algún país no podría aplicarse es en
Colombia. ¿Qué puede tener de comunista un régimen que invoca todos los días a
la Virgen María, y que mantiene, así sea precariamente como cualquier país
latinoamericano, las instituciones de la democracia, la libertad de prensa, el
régimen de partidos, el sistema electoral? ¿Qué puede tener de amenazante para
el capitalismo un país que vive de venderles petróleo a las grandes economías?
Si uno quiere comprender el fenómeno de Chávez, tiene que ir a Caracas y
comprobar que lo más escandaloso que ocurrió allí, el crecimiento en los cerros
de rancherías pobres, la miseria, es un fenómeno muy anterior a Chávez. Y el
exceso de rejas de seguridad y cerraduras en las puertas es también herencia de
los gobiernos anteriores. Lo escandaloso es que la pobreza y la miseria hayan
crecido durante décadas en un país que nadaba en petróleo, con una de las
rentas más exorbitantes del continente. ¿A dónde iban a parar esos recursos?
Nadie ignora los niveles de opulencia de las élites petroleras: esos son los
causantes del fenómeno Chávez.
La casi idolatría popular por este presidente es resultado del egoísmo
de la vieja dirigencia, y si Chávez no ha acabado con la pobreza, aunque la ha
reducido de un modo notable, y si no ha acabado con la criminalidad, ni
resuelto todos los problemas, es porque el poder económico y político no lo
puede todo: se requiere un proyecto muy amplio de cultura, de debate, de
diversificación de la economía, de iniciativa juvenil, para corregir los males
incontables de las sociedades latinoamericanas.
Pero digo que lo de Venezuela no podría ocurrir en Colombia porque en
Venezuela la principal riqueza es del Estado: quien logra el poder político
tiene el poder económico. En Colombia la riqueza es de los particulares, de los
empresarios, los dueños de la tierra, incluso los narcotraficantes, de manera
que alcanzar el poder político puede equivaler a no tener poder alguno, si no
lo sustenta el poder económico. El poder enorme de los medios, más que en
Venezuela, está en Colombia en manos de la riqueza privada y sabe trabajar en
su defensa.
Es difícil encontrar dos países más parecidos y más distintos. El que
quisiera hacer en Colombia lo que se hace en Venezuela desataría un baño de
sangre mayor que los que ya padecimos. Y sin embargo Colombia necesita, con más
urgencia todavía, reducir la pobreza, incorporar a las mayorías a un proyecto
de dignidad, de educación, de cultura contemporánea. Y al mismo tiempo
incorporar a la dirigencia nacional a un proyecto de sensibilidad, de respeto
democrático, de valores humanos. Porque la dirigencia colombiana, salvo casos
admirables y honrosos, es la más egoísta, mezquina y carente de valores
profundos de todo el continente.
Y es por ello, aunque Uribe y sus hombres no lo crean, que el país se
ahoga en el resentimiento, en un infierno de mezquindad y de intolerancia.
Una negociación verdadera, leal y firme, con todos los ejércitos, sería
de verdad el comienzo de un país donde una nueva dirigencia establezca un pacto
de dignidad con su pueblo, al que ahora castiga y envilece, envilece y castiga.
No será la guerra, estoy convencido, lo que nos llevará a encontrar el
cofre mágico de la convivencia. Yo entiendo la guerra como nuestra maldición,
entiendo que el Estado debe librarla y sé que es un recurso desesperado de
supervivencia. Pero una negociación firme y clara, con la participación
protagónica de los poderes, que ponga a Colombia por encima de odios y
facciones, es la única alternativa para vislumbrar un camino. Y exige, de todos
los bandos, a la vez humildad y grandeza.
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