El 6 de agosto de 1945
la aviación estadounidense dejó caer la bomba en la indefensa Hiroshima y el 9
del mismo mes se repitió la acción contra Nagasaki. El Emperador japonés se vio
obligado a aceptar la rendición incondicional ante la visión apocalíptica de
220 mil muertos en ambas ciudades. Se iniciaba la era nuclear, la era del
terror nuclear. El mayor acto terrorista de la historia de la humanidad se
había consumado.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
Hiroshima: la devastación después de la bomba atómica |
En agosto de 1945,
Japón estaba militarmente derrotado, la guerra en Europa había terminado 3
meses antes con la derrota de los aliados del Imperio del Sol Naciente,
los fascistas italianos y los nazis
alemanes habían sido desplazados del poder ante el empuje de las fuerzas del
Ejército Rojo soviético y las tropas de Occidente que habían irrumpido en el
continente europeo por Normandía en
Francia y por el sur de la bota italiana. La resistencia heroica de
los pueblos europeos recibió desde el este,
el oeste y el sur el apoyo necesario
para su liberación.
Años antes, en 1941, Japón había subestimado la reacción de
Estados Unidos ante un ataque a su territorio. El 7 de diciembre había lanzado una gigantesca ofensiva aérea
contra la flota estadounidense del Pacífico basificada en Pearl Harbor, en la isla Oahu de Hawái.
Aunque algunos historiadores han afirmado que el objetivo de la acción era
liberar al imperio nipón del bloqueo económico a que era sometido y crear
condiciones para una negociación en mejores condiciones, es difícil suponer eso
en el año 1941. Parece más acertado suponer que con la destrucción de la flota
estadounidense pretendía reasumir el
control y la consiguiente hegemonía sobre
el Océano Pacífico y ocupar los
territorios coloniales de Estados Unidos y Europa en ese vasto territorio,
estratégico para un país insular como Japón.
Desde la otra cara de
la moneda, lo que Estados Unidos ha querido presentar como una sorpresa, no lo
fue tanto. Desde 1932, había estado preparado para un ataque sorpresa contra
Pearl Harbor y había entrenado a sus
tropas para esa eventualidad que
consideraba como la “mejor manera” de atacar la isla.
En 1939 la Oficina de
Inteligencia Naval (ONI) había redactado un informe secreto que contenía ocho
medidas para inducir a Japón a atacar a Estados Unidos. El presidente Roosevelt
puso en marcha las ocho medidas propuestas por la ONI en su informe. La primera
de ellas consistía en situar a la flota en Hawái como cebo dentro del radio de
alcance de los portaviones nipones. La implementación de estas medidas produjo
resistencias y opiniones contrarias de diversos funcionarios, incluso entre
algunos miembros de las Fuerzas Armadas. Todos ellos fueron oportunamente
removidos de sus cargos y desplazados a otros sin relación con el tema.
A partir de ese momento se comenzó a montar una de las operaciones de
inteligencia mejor implementadas de la historia. Una de los argumentos que se
ha utilizado es que las fuerzas atacantes mantuvieron un estricto silencio de radio, lo cierto es que desde agosto de 1940 la inteligencia naval de Estados Unidos
interceptaba y descifraba los mensajes de los diplomáticos y militares nipones.
Estudiosos del tema afirman que “entre el 16 de noviembre y el 7 de diciembre
de 1941 Estados Unidos interceptó 663 mensajes por radio entre Tokio y la
fuerza de ataque, o sea, aproximadamente uno cada hora, entre ellos uno del
almirante Yamamoto, Comandante en Jefe de la Flota
Combinada de la Armada Imperial Japonesa, no dejaba ninguna duda de que Pearl Harbor sería el
blanco del ataque japonés.
El 27 y 28 de
noviembre de 1941, Roosevelt ordenó expresamente al almirante Kimmel y al
general Short, los más altos mandos militares de Estados Unidos en Hawái
permanecer a la defensiva pues “Estados Unidos desea que Japón cometa el primer
acto abierto”.
Inmediatamente después del ataque, Roosevelt anunció que Estados Unidos
se lanzaría a la guerra: "Nuestro pueblo, nuestro territorio y nuestros
intereses están en grave peligro... He pedido que el Congreso declare que desde
que Japón lanzó este cobarde ataque sin provocación alguna el domingo 7 de
diciembre, Estados Unidos y el Imperio japonés están en estado guerra".
El secretario de
Guerra escribió en su diario: "Cuando recibimos la noticia del ataque
japonés, mi reacción inicial fue alivio porque la indecisión había terminado y
ocurrió de tal manera que podría unificar a todo nuestro pueblo. Ese
sentimiento persistió a pesar de las noticias de catástrofes. Este país, si
está unido, no tiene nada que temer. Por otro lado, la apatía y las divisiones
que fomentaban personas antipatrióticas eran muy desalentadoras".
Era la guerra que el gobierno de Estados
Unidos quería. Como siempre necesitaban argumentos para mostrarse ante su
pueblo como víctima de una agresión extranjera.
De esa manera, se justificaba su respuesta “en defensa de la integridad
de América”. Así se fraguó la entrada de Estados Unidos en la guerra en contra
de lo que expresaba su propia opinión pública, adversa a tal decisión. Así,
también se comenzó a diseñar la manera en que debía concretarse la peor
venganza de la historia. Con ello, el imperio estadounidense quiso sentar las
bases de una hegemonía sustentada en el horror y el terror que produce el eso
indiscriminado de la fuerza.
Fue el propio Emperador Hirohito quien el
22 de junio de 1945 en una sesión del Consejo Supremo de Guerra, declaró lo que otros
altos dignatarios no querían o no se atrevían a insinuar: “el Japón debía
hallar un medio para terminar la guerra, porque no hay forma de continuar con
este estado de cosas. Oleadas tras oleadas de bombarderos estadounidenses
reducen a cenizas las principales ciudades del Japón. El bloqueo se hace sentir
en todos los aspectos de la vida. Acecha el hambre y las enfermedades, no hay
combustibles, la distribución de agua es intermitente, no hay energía
eléctrica, la distribución de alimentos está llegando a niveles trágicos y los
servicios de salud atienden sólo casos de gravedad”. No era esta la situación
de una potencia fortalecida y desafiante.
Por el contrario,
buscaba desesperadamente negociar. Ya lo habían comenzado a hacer con la Unión
Soviética. Mientras tanto, se incrementaban los bombardeos de Estados Unidos
contra el inerme territorio japonés, destruyendo lo poco que quedaba de su
poderío militar y naval. Se trataba de “ablandarlo” antes del golpe decisivo,
que nadie imaginaba de tal magnitud. En otro orden, Estados Unidos recelaba de
las conversaciones y acuerdos a los que pudiera llegar Japón con la Unión
Soviética, los que le podrían hacer quedar en una situación complicada en la
región del Pacífico de cara a un escenario mundial distinto en la posguerra.
En este contexto, los
triunfadores se reunieron en Potsdam, Alemania, en una reunión cumbre de los
mandatarios de las potencias vencedoras en la guerra. El tema de Japón estaba
presente como punto sobresaliente de la agenda. Estados Unidos, Gran Bretaña y
China (aún no había triunfado la revolución de 1949) proclamaron que la única
alternativa era la "rendición
incondicional". Además de ello, se exigía privar a Japón de todas sus ganancias territoriales
y posesiones fuera de las islas metropolitanas, y que se ocuparían ciudades del
Japón hasta que se hubiese establecido "un gobierno responsable e
inclinado a la paz" de acuerdo con los deseos expresados por el pueblo en
elecciones libres. Dos días después de publicada la Proclama de Potsdam, Japón
rechazó los términos de rendición incondicional.
Aunque existían muchos
puntos a resolver, había uno sobre el que los aliados no se habían manifestado
y que para Japón era de honor: el status de su Emperador, por el cual los
japoneses estaban dispuestos a las últimas consecuencias. El asunto no era
difícil de resolver toda vez que ninguna de las potencias se había manifestado
reacia a una decisión favorable a la continuidad de la monarquía. La única
línea de comunicación de Japón con los aliados era la Unión Soviética, que
aunque tenía información de inteligencia acerca de la posesión por Estados
unidos del arma atómica, se encontraba al margen de los preparativos bélicos de
sus aliados occidentales. Por su parte, Estados Unidos dudaba de las
negociaciones soviéticas e incluso suponía que la URSS, -en realidad- estaba
ganando tiempo para una acción bélica propia que les diera el control futuro
sobre Japón. En ese contexto, el nuevo presidente estadounidense Harry
Truman ordenó el lanzamiento de las
bombas atómicas.
El resto de la historia
es conocida, el 6 de agosto la aviación estadounidense dejó caer la bomba en la
indefensa Hiroshima y el 9 del mismo mes se repitió la acción contra Nagasaki.
El Emperador japonés se vio obligado a aceptar la rendición incondicional ante
la visión apocalíptica de 220 mil muertos en ambas ciudades. Se iniciaba la era
nuclear, la era del terror nuclear. El mayor acto terrorista de la historia de
la humanidad se había consumado.
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