Las iniciativas para construir la tan
ansiada aproximación entre nosotros mismos, la integración, son posibles por la
presencia de una nueva generación de políticos con conciencia
latinoamericanista.
Rafael
Cuevas Molina /Presidente AUNA-Costa Rica
La unión hace la fuerza en nuestra América. |
La reciente integración de Venezuela al
MERCOSUR permite la conformación de un bloque económico poderoso regido por
aspiraciones latinoamericanistas como no se había visto nunca en nuestro
subcontinente.
Es, por lo tanto, uno de los signos más
esperanzadores de los tiempos que vivimos.
Desde el siglo XIX, cuando accedimos a
la independencia política de España y se conformaron los estados nacionales en
nuestras tierras, una desiderata ha estado presente siempre, la de una unión
similar a la que pudieron mantener los territorios otrora bajo dominio
lusitano, pero que en nosotros no fue posible.
Las fuerzas centrípetas que ya venían de
la administración colonial, los interés creados en las mismas guerras de
independencia y los estrechos horizontes de los mandamases regionales (aquellos
a los que Martí ridiculizó en su ensayo Nuestra América: “Cree el aldeano
vanidoso que el mundo entero es su aldea…”) dieron al traste con lo que era una
de las aspiraciones máximas del Libertador quien, al morir en Santa Marta en
diciembre de 1830 y ver la fragmentación y las pugnas de todos contra todos,
solo atinó a decir: “He arado en el mar”.
Eran, además, los tiempos en que el
coloso del Norte iniciaba su andar de Gigante de Siete Leguas, como le llamó a
Martí a los Estados Unidos. Sintiéndose predestinado por Dios para dominar a
todo el continente, antes de que Bolívar llegara al fin de sus días, el
presidente James Monroe puso las bases para un tipo de unidad que siempre ha
promovido, y que los entreguistas de siempre de nuestro subcontinente han
respaldado: el panamericanismo, que encontró expresión sintética en la frase
“América para los americanos”.
Muchos fueron, entonces, los esfuerzos de
los Estados Unidos para aglutinar bajo la consigna del panamericanismo, y de
torpedear todo lo que fueran los esfuerzo de integración o unión
latinoamericanista, es decir, de asociación entre nosotros sin “El Norte
revuelto y brutal que nos desprecia”. Y si no de torpedear, de aprovechar en su
favor lo que -hay que decirlo- nuestros sectores gobernantes muchas veces le
han servido en bandeja alegremente.
La Organización de Estados Americanos es
una de sus puntas de lanza. Nació cuando la voz norteamericana era potente y
estentórea y nadie osaba (o quería) levantar la voz en contra. Eran los tiempos
en los que se habían erigido como la primera potencia del globo después de la
Segunda Guerra Mundial.
Los esfuerzos que hizo posteriormente
toparon ya con una nueva era, en la que se enfrentó con una actitud
latinoamericana distinta. Su más estruendoso fracaso fue el rechazo de su
propuesta del ALCA, que lo obligó a negociar con sus adláteres, uno por uno,
con tal de no ver su idea totalmente arrojada al tacho de la basura.
Paralelamente, surgieron las iniciativas
latinoamericanas para construir la tan ansiada aproximación entre nosotros
mismos. Fue posible por la presencia de una nueva generación de políticos con
conciencia latinoamericanista, en las que un papel protagónico lo ha podido
jugar Hugo Chávez. Pero no se trata solo de él ni mucho menos pues, como todos
saben, seguramente nada habría sido posible sin la fuerza y el empuje del
Brasil de Lula y Dilma, de la Argentina de los Kirchner, de la Bolivia de Evo o
el Ecuador de Correa.
La integración de Venezuela al Mercosur
da una vuelta de tuerca más en este derrotero. Es posible por esas nuevas
condiciones que hemos mencionado pero, también, por la torpeza de la derecha
paraguaya y de los Estados Unidos que le dejaron el campo libre al MERCOSUR
para incorporarla, dando así una lección de ajedrez político a nuestro favor.
La unión hace la fuerza: ha nacido un
gigante. Felicitémonos.
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