Día a día las evidencias están ahí, poco a poco Occidente va renunciando
a sus propios valores y sustituyéndolos por el uso indiscriminado de la fuerza
como única ley del juego, o en otras palabras, otorga validez plena a la
barbarie como factor determinante de los hechos políticos y sociales
internacionales.
Miguel
Guaglianone / Barómetro Internacional
Para las potencias occidentales, el uso de la fuerza se convierte en el único camino. |
A estas alturas parece difícil negar que la humanidad esté atravesando
una profunda transformación global en toda su organización social. Si bien
algunos historiadores afirman que en cada momento histórico sus protagonistas
se han sentido viviendo en una situación crítica, parece bastante evidente que
lo que llevamos del Siglo XXI está constituyendo no solo un período de grandes
cambios sociales y culturales, sino también una época de grandes caídas y
nuevos alzamientos en un entorno en crisis progresiva.
Parte del pensamiento de izquierda ha definido esa característica de
nuestra contemporaneidad como una crisis terminal del sistema capitalista. A
pesar de la teórica económica de los ciclos –comúnmente aceptada por los
economistas de izquierda– que define a este sistema en constante crisis
estructural desde su nacimiento, que solo va alternando etapas, la verdad es
que la situación de la economía global –sobre todo la de los centros de poder–
se mantiene desde hace unos años en una trayectoria de caída y desintegración
que a estas alturas parece ser irrefrenable y no sólo constituir otra vuelta
más de la espiral.
Algunos creemos que esta crisis abarca bastante más allá del sistema
económico, de los medios de producción y la acumulación de capital. Pensamos en que estamos atravesando una crisis civilizatoria, un proceso de
desintegración de nuestra civilización Occidental y Cristiana.
No es un pensamiento gratuito, junto (o precediendo) a la crisis
económica viene dándose desde hace tiempo el progresivo deterioro en los
sistemas de valores, en las expectativas y creencias y en la propia concepción
del mundo que generó nuestra cultura actual.
Uno de los más importantes aspectos en el cual es relativamente fácil
percibir el deterioro, tiene que ver con el abandono sistemático de los valores
“humanistas” con que Occidente fue reconociéndose a partir del Iluminismo.
Los conceptos por ejemplo de “derechos del hombre y el ciudadano”,
“democracia”, “libertad”, “igualdad” o “autodeterminación de los pueblos”, que
nacieran en el entorno de la Revolución Francesa y que en adelante el nuevo
status quo resultante reconociera como principios motores en su óptica del
mundo, han venido perdiendo su vigencia, convirtiéndose paulatinamente en
conceptos “vacíos” hasta llegar finalmente al reconocimiento público de su
obsolescencia.
No estamos exagerando, lo vemos constantemente a nuestro alrededor. Lo
vemos cuando el presidente de la mayor potencia del planeta reconoce y califica
de “beneficioso para el mundo” el asesinato
selectivo, a partir de la “muerte” de Bin Laden, y aparece simultáneamente
en un video junto a su Secretaria de Estado contemplando muy interesados los
asesinatos en “tiempo real”; cuando aparece en prensa internacional la noticia
de que éste es un procedimiento usual manejado desde la Casa Blanca (ya no
desde los oscuros centros de decisión de la “inteligencia”) y que es el
presidente personalmente quien aprueba a partir de un listado cuales se
ejecutarán; cuando vemos al Secretario General de las Naciones Unidas –que
debería en teoría ser un gran conciliador preocupado por el beneficio de toda
la humanidad– operar francamente como ministro de colonias en beneficio de las
potencias centrales; cuando los voceros diplomáticos de esas grandes potencias
pueden calificar sin pestañear siquiera como “dictadores” a jefes de Estado
elegidos por sus pueblos en votaciones limpias, mientras a la vez califican de
“democráticos” a regímenes dominados por monarquías absolutistas hereditarias;
o cuando la tortura legalizada por la “Ley patriota” de George W. Bush (que
continúa vigente en los EE.UU y que arrasa con toda la legislación que protege
los derechos de los ciudadanos) sigue ejerciéndose con el reconocimiento, la
aprobación y complacencia del grueso de la sociedad. Y estos son sólo un puñado
de los hechos que nos están mostrando cotidianamente el fin de ese sistema de
valores y de las instituciones que en ellos se sustentan.
En los últimos días los sucesos alrededor del asilo concedido por el
Estado de Ecuador a Julian Assange, refugiado en su embajada en Londres,
revelan con plena transparencia el final de la vigencia de otros valores e
instituciones que se supone son comunes y reconocidos a nivel global. Las
acciones del gobierno de la Gran Bretaña, amenazando primero con invadir la
embajada –supuestamente protegidos por una ley inglesa– y sus declaraciones
posteriores de que no concederán un
salvoconducto al asilado, dejando sobre el tapete la amenaza de violar
territorio soberano de otro estado (como se supone que son todas las
embajadas); echan por tierra décadas y décadas de creer en la existencia de un
cierto “derecho internacional”, en el “sistema diplomático internacional” o en
la validez de las convenciones de Viena y de Ginebra, que se supone son
compartidas y aceptadas por todas las naciones del mundo.
Día a día las evidencias están ahí, poco a poco Occidente va renunciando
a sus propios valores y sustituyéndolos por el uso indiscriminado de la fuerza
como única ley del juego, o en otras palabras, otorga validez plena a la
barbarie como factor determinante de los hechos políticos y sociales
internacionales.
Mientras tanto, surgen nuevas alternativas en el panorama global. Una
cultura milenaria como la china se hibrida con la producción industrial
capitalista, para constituir un nuevo polo de poder y proponer nuevas reglas
del juego a las relaciones internacionales, una cultura acorralada como el
Islam, se resiste con todas sus fuerzas a Occidente (y provoca su miedo y su
satanización), y los pueblos jóvenes de América Latina intentan nuevas formas
de organización social y de integración continental en la búsqueda de su
autodeterminación. Desde las periferias comienzan a perfilarse distintas
respuestas a la crisis de Occidente.
En definitiva, que si es cierto como creemos, que los grandes cambios
sociales se originan en cambios profundos en los sistemas culturales (los que
tienen predominancia –o por lo menos la misma importancia– que los cambios
económicos), parece ser verdadero que estamos totalmente sumergidos en una época de cambios, o más aún, como dice
Rafael Correa presidente de Ecuador, estamos
viviendo un cambio de Época.
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