Una reflexión sobre la necesidad de cultivar el diálogo
en nuestras sociedades, para abrir desde ahora el camino a un tiempo mejor.
Guillermo Castro
H. / Especial para Con
Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
En su libro The Rethorics of Reaction.
Perversity, futility, jeopardy*, Albert Hirschman hace suya la tesis de la
existencia de tres momentos de acción transformadora de la moderna sociedad
liberal –primero, la institución de la ciudadanía civil, en el siglo XVIII;
segunda, la institución de la ciudadanía política en el siglo XIX, y por
último, la del Estado benefactor, en el siglo XX. A cada uno de esos
momentos de acción progresista, agrega, siguió uno de reacción conservadora.
El primero se opuso a la afirmación de la igualdad
antes ley y de los derechos civiles en general (en Panamá, la esclavitud sólo
vino a ser abolida en 1851). El segundo se opuso a la universalización del
sufragio (en Panamá, sólo se extendió a una parte de las mujeres a partir de
1940). El tercero desplegó (y mantiene) una activa crítica al Estado
benefactor, acompañada de un constante esfuerzo por deshacer o reformar algunas
de sus medidas (como viene ocurriendo en Panamá de 1980 a nuestros días).
Cada uno de esos momentos de reacción, además,
desplegó un estilo de argumentación y una retórica característica. A lo largo
del tiempo, esos estilos se fusionaron en una retórica de la reacción que, al
decir de Hirhsman, utiliza tres tesis principales para oponer resistencia al
cambio:
1. La tesis de la perversidad, o del efecto perverso,
según la cual “toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político,
social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea
remediar. Así, “Las tentativa de alcanzar la libertad harán que la sociedad se
hunda en la esclavitud, la búsqueda de la democracia producirá oligarquía y
tiranía, y los programas de seguridad social crearán más y no menos pobres.
Todo es contraproducente.”
2. La tesis de la futilidad,
según la cual “las tentativas de transformación social serán inválidas”, pues
terminarán por ser capaces de hacer mella en el orden establecido. Así, “la
tentativa de cambio es abortiva, [pues] de una manera u otra todo pretendido
cambio es, fue o será en gran medida de superficie, de fachada, cosmético, y
por tanto ilusorio, pues las estructuras “profundas” de la sociedad permanecen
intactas”. Y, finalmente,
3. La tesis del riesgo, según la
cual “el costo del cambio o reforma propuesto es demasiado alto, dado que pone
en peligro algún logro previo y apreciado”. Así, “el cambio propuesta, aunque
acaso deseable en sí mismo, implica costos o consecuencia de uno u otro tipo
inaceptables.”
Hirschman explora en profundidad y detalle las
estructuras mentales y los procedimientos argumentales que subyacen a esta
retórica de la reacción, siempre en busca de los medios más adecuados para
promover un debate realmente democrático. En esa búsqueda, aborda a su vez los
problemas que plantea la confrontación entre las retóricas reaccionaria y
progresista para la formación de verdadero consenso en tiempos de crisis. Al
respecto, contrasta ambas retóricas a partir de los siguientes ejemplos de
contra – argumentación:
1. La posición reaccionaria plantea que
la acción prevista “traerá consecuencias desastrosas”, mientras la progresista
arguye que no llevar a cabo la acción prevista traerá consecuencias
desastrosas.
2. La posición reaccionaria plantea que
la nueva reforma pondrá en riesgo la anterior, y la progresista arguye que la
nueva y la vieja reforma se reforzarán mutuamente. Y, finalmente,
3. Si la posición reaccionaria plantea
que la acción prevista “intenta cambiar unas características estructurales
(“leyes”) del orden social [y] está destinada por tanto consiguiente a ser
enteramente inefectiva, fútil”, la posición progresista arguye que la acción
prevista “está respaldada por poderosas fuerzas históricas que están ya “en
marcha” [y] oponerse a ellas sería profundamente fútil”.
“Una vez demostrada la existencia de estas parejas
de argumentos”, añade Hirshman,
Las tesis reaccionarias se degradan, por decirlo así:
se tornan, junto con sus contrapartidas progresistas, en simples afirmaciones
extremas de una serie de debates imaginarios muy polarizados. De esta manera
quedan efectivamente expuestas como casos límite, que necesitan a fondo,
en la mayoría de las circunstancias, ser calificados, mitigados o enmendados de
alguna otra manera.
En todo caso, concluye,
Los modernos regímenes pluralistas
aparecieron típicamente […] no debido a algún amplio consenso persistente en
los “valores básicos”, sino más bien debido a que diversos grupos que habían
estado agarrándose mutuamente el pescuezo durante un período prolongado
tuvieron que reconocer su mutua incapacidad de dominar. La tolerancia y la
aceptación del pluralismo resultaron de un empate entre grupos opuestos
acerbamente hostiles.
El problema, por tanto, consiste en llegar desde los
conflictos de la realidad efectivamente existente -y no a pesar de ellos- a una situación en la cual “un régimen democrático
alcanza la legitimidad en la medida en que sus decisiones resultan de una
deliberación plena y abierta entre sus principales grupos, cuerpos y
representantes.”
Para pasar de la confrontación al diálogo de sordos,
y de allí al consenso, concluye, conviene reconocer a tiempo las señales de
riesgo que presentan “argumentos que son en efecto invenciones hechas específicamente
para hacer imposible el diálogo y la deliberación.” Tarea nada fácil en
todas y cada una de las sociedades de nuestro tiempo, pero imprescindible si
acaso queremos abrir desde ahora el camino a un tiempo mejor.
Panamá, octubre
2008 / marzo 2013
* Hay una edición en español, del Fondo de Cultura
Económica (México, 1991), con el título Retóricas de la Intransigencia.
El cambio de palabras en el título es en sí mismo un tributo a la cultura
política que llevó al poder a Carlos Salinas de Gortari en aquel país.
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