Es importante que el
Papa Francisco sea un Juan XXIII del Tercer Mundo, un «Papa buono». Sólo así
podrá rescatar su credibilidad perdida y ser un faro de espiritualidad y de
esperanza para todos.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
La grave crisis moral
que atraviesa todo el cuerpo institucional de la Iglesia ha hecho que el
Cónclave eligiese a una persona con autoridad y coraje para hacer reformas
profundas en la Curia romana y presidir la Iglesia en la caridad, y menos en la
autoridad jurídica debilitando a las Iglesias locales. Fue lo que señaló
Francisco en su primera alocución. Si sucede eso, será el Papa del tercer
milenio e iniciará una nueva “dinastía” de papas venidos de las periferias de
la cristiandad.
La figura del Papa es
tal vez el mayor símbolo de lo sagrado en el mundo occidental. Las sociedades
que por la secularización exiliaron lo sagrado, la falta de líderes
referenciales y la ausencia de la figura del padre como aquel guía, orienta y
muestra caminos, concentraron en la figura del Papa estos viejos anhelos
humanos, que se podían leer en los rostros de los fieles que estaban en la
plaza de San Pedro. En ese espíritu, rompió los protocolos, se sintió como uno
más del pueblo, pagó la cuenta de su albergue, fue en un automóvil corriente a
la Iglesia de Santa María Mayor y conserva su cruz de hierro.
Para los cristianos es
irrenunciable el ministerio de Pedro como aquel que debe «confirmar a los hermanos
y hermanas en la fe», según lo dispuesto por el Maestro. Roma, donde están
enterrados Pedro y Pablo, fue desde el principio, la referencia de unidad, de
ortodoxia y de celo por las demás Iglesias. Esta perspectiva la acogen también
otras Iglesias no católicas. El problema es la forma como se ejerce esta
función. El Papa León Magno (440-461), en el vacío de poder imperial, tuvo que
asumir el gobierno de Roma para enfrentar a los hunos de Atila. Tomó el título
de Papa y Sumo Pontífice, que eran del Emperador, e incorporó el estilo de
poder imperial, monárquico y centralizado, con sus símbolos, vestimentas y
estilo palaciego. Los textos referidos a Pedro, que en Jesús tenían sentido de
servicio y de amor, se interpretaron al estilo romano como estricto poder
jurídico. Todo culminó con Gregorio VII, que con su Dictatus Papae (la
dictadura del Papa) se arrogó para sí los dos poderes, el religioso y el
secular. Surgió la gran Institución Total, obstáculo a la libertad de los
cristianos y al diálogo con el mundo globalizado.
Este ejercicio
absolutista siempre fue cuestionado, sobre todo por los reformadores, pero
nunca se suavizó. Como reconocía Juan Pablo II en su documento sobre
ecumenismo, este estilo de ejercer la función de Pedro es el mayor obstáculo a
la unión de las Iglesias y a su aceptación por los cristianos que vienen de la
cultura moderna de los derechos y la democracia. No basta la
espectacularización de la fe con grandes eventos para suplir esta deficiencia.
La actual forma
monárquica deberá ser reconsiderada a la luz de la intención de Jesús. Será un
papado pastoral y no profesoral. El Concilio Vaticano II estableció los
instrumentos para ello: el sínodo de los obispos, hasta ahora sólo consultivo,
cuando fue pensado para ser deliberativo. Se crearía un órgano consultivo que
con el Papa gobernaría la Iglesia. Mediante el Concilio se creó la colegialidad
de los obispos, es decir, las conferencias nacionales y continentales tendrían
más autonomía para permitir el enraizamiento de la fe en las culturas locales,
siempre en comunión con Roma. No es impensable que representantes del Pueblo de
Dios, desde cardenales hasta mujeres pudiesen ayudar a elegir un Papa para toda
la cristiandad. Es urgente una reforma de la Curia en la línea de la
descentralización. Sin duda, lo hará el Papa Francisco. ¿Por qué el
Secretariado de las religiones no cristianas no podrían trabajar en Asia? ¿El
Dicasterio para la unidad de los cristianos en Ginebra, cerca del Consejo
Mundial de las iglesias? ¿El de las misiones en alguna ciudad de África? ¿El de
los derechos humanos y la justicia en América Latina?
La Iglesia Católica
podría convertirse en una instancia no autoritaria de valores universales, de
los derechos humanos, los de la Madre Tierra y de la naturaleza, contra la cultura
de consumo y a favor de una sobriedad compartida. La cuestión central no es la
Iglesia sino la humanidad y la civilización, que pueden desaparecer. ¿Cómo la
Iglesia ayuda a preservarlas? Todo esto es posible y factible, sin renunciar en
nada a la esencia de la fe cristiana. Es importante que el Papa Francisco sea
un Juan XXIII del Tercer Mundo, un «Papa buono». Sólo así podrá rescatar su
credibilidad perdida y ser un faro de espiritualidad y de esperanza para todos.
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