Las reflexiones y
análisis rigurosos y comprometidos son imprescindible en este periodo
turbulento y caótico, en el cual las fuerzas antisistémicas tienen dificultades
para orientarse y definir un rumbo. Algunos de esos análisis han jugado un
papel destacado en los debates que realizan los movimientos, porque iluminan
los temas más importantes para orientarse en el largo plazo.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
Los trabajos del geógrafo
David Harvey, en particular aquellos que permiten comprender mejor los modos de
acumulación del capital, han sido incorporados por numerosos movimientos para
analizar la realidad que desean transformar. El concepto de “acumulación por
desposesión”, que puede traducirse también como acumulación por despojo,
formulado en su libro El nuevo imperialismo (Akal, 2004), es una de las
ideas-fuerza aceptadas por quienes integran organizaciones antisistémicas.
En otros trabajos Harvey
se empeña en comprender más a fondo los movimientos del capital y su impronta
en los espacios geográficos y en los territorios, destacando cómo han
reconfigurado la trama urbana en las últimas décadas. En El enigma del
capital y las crisis del capitalismo (Akal, 2012), constata la estrecha
relación entre urbanización, acumulación de capital y eclosión de las crisis.
Desde la posguerra (1945), apunta, la suburbanización jugó un papel importante
en la absorción de los excedentes de capital y de trabajo.
El consumo explica el 70
por ciento de la economía estadunidense (frente al 20 por ciento que
representaba en el siglo XIX), lo que lo lleva a concluir que “la organización
del consumo mediante la urbanización se ha convertido en algo absolutamente
decisivo para la dinámica del capitalismo” (p. 147). Consecuente con sus
trabajos anteriores, coloca en un lugar central la creación de nuevos espacios
y territorios, y los considera el aspecto fundamental de la reproducción del
capitalismo, destacando las categorías de “renta de la tierra” y “precio del
suelo” como las bisagras entre capital y geografía.
El análisis de la “lógica
territorial” del capitalismo, complementaria y convergente con los flujos del
capital que atraviesan los espacios con “una lógica más sistemática y molecular
que territorial” (p. 171), conduce a Harvey a abordar el poder, los estados y
las resistencias, recordando que en este periodo “el Estado y el capital están
más estrechamente entrelazados que nunca” (p. 182). Ingresa aquí en un terreno
mucho más delicado. Aunque parezca contradictorio con esa afirmación, defiende
“la utilización del Estado como instrumento principal de contrapoder frente a
capital” (p. 173).
En todo caso, Harvey hace
un reconocimiento a las juntas de buen gobierno zapatistas como organizaciones
territoriales capaces de crear un nuevo orden social. En este punto no
establece ninguna diferencia entre organización territorial y Estado, ni entre
poder instituido y contrapoderes. Aunque no trabaja en esa dirección, el debate
acerca de si todo poder territorial es sinónimo de Estado sigue abierto y aún
no hemos avanzado mucho al respecto.
No creo que sea lo más
adecuado continuar un debate de carácter ideológico sobre el Estado –aunque
sabemos la posición de Marx al respecto, siempre sostuvo la necesidad de
destruir el aparato estatal–, sin abordar previamente los caminos para salir
del capitalismo y transitar hacia un mundo diferente. En su más reciente
trabajo, Rebel cities ( Ciudades rebeldes, aún no traducido),
Harvey dedica un capítulo a “La creación de los comunes urbanos”, donde critica
frontalmente tanto la organización centralizada de inspiración leninista como
el “horizontalismo”, al que acusa de centrarse en prácticas de pequeños grupos
que resultan imposibles en escalas mayores y a escala global.
Harvey cuestiona también
las “autonomías locales” como los espacios adecuados para proteger los bienes
comunes, porque en los hechos “demandan algún tipo de cercamiento” ( enclosure,
p. 71). El razonamiento de Harvey está anclado en las “escalas”: tener un
huerto comunitario en tu barrio es algo bueno, dice, pero para resolver el
calentamiento global, la calidad del agua y del aire o problemas a escala
global, no podemos apelar a asambleas ni a las formas de organización que
tienen hoy los movimientos. Para eso no hay otro camino que apelar al Estado,
en escala nacional, regional o municipal.
Tres consideraciones al
respecto. Lo que propone Harvey se inscribe en una profunda tendencia histórica
que ha recobrado vigor en los últimos años. Aunque quien suscribe no la
comparta, el grueso de los movimientos latinoamericanos migraron de las
posiciones autónomas a las prácticas estatistas y electorales. No reconocer
esta tendencia no contribuye a profundizar los debates.
La segunda tiene que ver
con el carácter del Estado: ¿puede el Estado, que no es lo común sino la
expresión de una clase social, tener alguna utilidad para proteger lo común? La
comunidad, verdadera expresión de lo común, es la organización humana más
adecuada para proteger los bienes comunes. No es casual que allí donde esos
bienes han sido preservados es donde predominan los modos comunitarios en sus
más diversas formas.
En tercer lugar, es
necesario deshacer un malentendido que ha ganado enorme predicamento en los
últimos años: asumir la administración del Estado, el gobierno, se convirtió
para muchos activistas en el camino para transitar hacia un mundo nuevo. Más
allá de cómo se evalúan las gestiones de los gobiernos progresistas, no existe
en el mundo ninguna experiencia de construcción de nuevas relaciones sociales
desde el Estado heredado por el capitalismo.
“La clase obrera no puede
limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está
y servirse de ella para sus propios fines”, escribió Marx en 1872, al hacer
balance de la Comuna de París. Que aún no tengamos fuerza material para hacer
lo que recomendaba Marx no quiere decir que nuestro horizonte deba ceñirse a
luchar por administrar lo existente, porque de ese modo nunca superaremos el
capitalismo.
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