Chávez fue un demócrata
cabal. De ahí su condición polémica. Como se lo veía siempre ante un abismo, y
no poco contribuía a ello su constante desafío a los poderes mundiales,
sostenido en su amotinada ínfula oratoria, fue
blanco persistente de una cosmovisión política fatigada o caduca, que lo veía
peligroso.
Horacio González / Página12
Le gustaba jugar con
los grandes nombres de la historia. Fue capaz de sacar a Bolívar de su efigie
escolar, con calmas rememoraciones administradas por el Estado, para
convertirlo en lo que fue su “moderno príncipe”, para él, para millones de
venezolanos, y para todos quienes seguimos su trayectoria con simpatía y que
recibimos con tristeza su momento agónico. Revivió leyendas, retomó historias
perdidas que tenían libretos opacos o profesorales, y expuso de nuevo los nudos
del pasado con otros énfasis y otra voz. Golpea ahora con un repentino
estrépito saber que no volveremos a escuchar esas frases que tenían remotos
énfasis de cuarteles, pero infinitamente entreveradas con el asombro ante un
mundo intelectual que brindaba palabras inesperadas, a la vez nunca
desprendidas de una alegre rimbombancia con cadencia de bolero. Se lo podía
escuchar citando a Gramsci con un candor de estudiante y luego percibir que sin
abandonar las napas profundas del habla popular caribeña, dejaba saber que
hacía flotar sobre la contemporaneidad venezolana la antigua palabra
socialismo.
La vestía nuevamente,
le daba una y otra vez aspectos cambiantes que ni resignaban cierto aire
evangélico ni el uso de la lengua bañada de un gracioso desafío –admirablemente
divertida–, como cuando se refería a los dueños del poder mundial con
desenfadados exorcizos. No es fácil decir en este momento, absortos por este brusco
manotazo con que los caprichos de la historia nos anotician de nuestra absurda
fragilidad, qué lugar le dejamos a la zozobra pública, aunque no ha de ser la
del culto resignado, sino el de la pregunta por el carácter que irá adquiriendo
su legado. Chávez escribió el capítulo donde su mensaje se presentaba siempre
amigo de las grandes celebraciones épicas; tendrá su nombre asociado a ellas.
No se privó de abrir el ataúd de Bolívar para buscar explicaciones señeras,
pues las que había le aparecían bajo señales que consideraba falsas. Quizás un
cristianismo que no había perdido su dramatismo originario podía inspirarle un
horizonte escénico donde lo que se escuchaban no eran plegarias pueriles, sino
una vibración extraña y contundente, cual era la de las masas populares que
cargaban, en otros idiomas y con otros conjuros, solicitaciones políticas que
grandes líderes de las izquierdas mundiales habían ya pronunciado. Sin
habérselo propuesto, o a lo menos, nunca lo dijo así, encarnó con su idioma no
militarista, aunque sí de una juvenilia militar, la reconciliación de Bolívar
con Marx.
Un ocurrente collage
presidía sus discursos extensos, y él mismo era el fruto de una pedagogía donde
reinaban, como en los mitos vivientes de la política, la inagotable recomposición
de piezas arcaicas, memorias independentistas del siglo XIX e insondables
desafíos de este siglo que exigía descifrar con inteligencia suprema un nuevo
rompecabezas. Chávez pudo ser desdeñado por quienes pensaban que la política
son trazados conservadores, primero, y una división de trabajo entre
economistas y políticos timoratos, después. Ni aceptó ver la historia bajo su
luz conservadora –al contrario, la vio como fuente permanente de inquietudes–
ni aceptó ninguna división conceptual entre economía y política. A su manera,
mientras citaba a figuras de la cultura popular venezolana como el cantante Alí
Primera, escribió las líneas latinoamericanas primerizas de una nueva crítica
de la economía política. No fue jeque petrolero, coronel fragotista o conspirador
profesional. Pensó el petróleo con frases de Oscar Varsasky, el profesor
argentino que innovó en el pensamiento tecnológico y Chávez escuchó como
aprendiz avanzado, y pensó las frases sobre la cuestión intelectual que había
escuchado en las clases que había tomado sobre la obra gramsciana, casi como un
ingeniero de petróleo.
Ni nos será alcanzable
la posibilidad de ignorar esta ausencia que duele, ni nos será inapropiado
mantener una serena preocupación que también nos inspire para mantener esta vibración
promesante que exige la prosecución de los procesos democráticos que escapan de
las rutinas preestablecidas, no para vulnerar instituciones, sino para
renovarlas bajo nuevas sensibilidades colectivas. Chávez fue un demócrata
cabal. De ahí su condición polémica. Como se lo veía siempre ante un abismo, y
no poco contribuía a ello su constante desafío a los poderes mundiales,
sostenido en su amotinada ínfula oratoria –esta sí, verdaderamente heredada de
las menciones del propio Bolívar sobre su ensueño al subir al Chimborazo–, fue
blanco persistente de una cosmovisión política fatigada o caduca, que lo veía
peligroso, fuera de cuajo. Chávez gozaba con su interesante intuición teatral,
en esos momentos en que aparecía envuelto en polémicas y altercados, que
enfrentaba como un dotado comediante de plaza pública. No autócrata. No tapando
los poros de la sociedad. No envolviéndolo todo con su nombre. Al contrario, su
nombre era un gran juego panteítico. Se cansó de dar, tomar, devolver e invocar
nombres ajenos. Tomó muchos de la Argentina. Los libros que citaba, incesantes
citas, por cierto, los convertía en “libros vivientes”, como decía también su
reverenciado Gramsci, el encarcelado italiano que había escrito unas pocas
líneas sobre Argentina y ninguna sobre Venezuela.
Chávez ha muerto.
Interpeló a muchos poco, a otros nada y a muchos mucho. La política es muchas
cosas, pero también una interpelación silenciosa sobre la muerte. Quizá no se
notaba en su estilo proclamativo, en su activismo, que no se permitía menos que
altisonancias fundadas en floridos fraseos. Pero si algunos pudieron
disgustarse o hasta manifestar con sigilos ominosos alguna alegría por su
enfermedad, harían bien en reparar en que actuó como un gran personaje trágico.
Indicó a su sucesor con una dying voice, la voz moribunda de los grandes
momentos funestos de la literatura. Ahora esperamos que su legado, como todo
gran legado, sepa que en el combate hay porciones rituales necesarias, pero
siempre abriéndose a los temas renovados, a la severa vida que sigue, y que
reclama fidelidades no de rutina sino abiertas a lo que aun no conocemos,
abiertas también al “o inventamos o erramos” de Simón Rodríguez, otro de los
maestros errantes que inspiraron su latinoamericanismo de pedagogo popular.
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