Una revolución
popular como la venezolana polariza a aquellos sectores sociales que,
pretextando la escasa diferencia en votos, ha despertado su “odio de clase”,
enfilándolo contra lo que represente al “chavismo”.
Juan J. Paz y Miño Cepeda / El Telégrafo
La reacción de
los violentos opositores al triunfo electoral del presidente Nicolás Maduro,
encabezada por la derecha radical venezolana, tiene profundas raíces
históricas.
Cuenta el rabioso
anticubanismo, inducido sobre América Latina a raíz del triunfo de la
Revolución Cubana (1959), que siempre ha tenido el propósito de impedir otro
proceso similar en la región. Asimilar cualquier gobierno de izquierda con el
peligro “comunista” ha sido una constante en Latinoamérica contemporánea, que
durante la década de 1970 derivó en las dictaduras terroristas de Chile y el
Cono Sur, que pretendieron aniquilar todo izquierdismo. Los “antichavistas”
atacaron a los CDI (Centros de Diagnóstico Integral), a los médicos cubanos, y
lanzaron consignas anticomunistas, llenas de odio y xenofobia.
Se suma la
tradicional resistencia de las clases dominantes latinoamericanas a cualquier
reformismo social que afecte sus intereses, como puede demostrarse a cada paso
de la historia de la región. Por eso, los antichavistas cuestionan el “modelo”
económico venezolano, el poder político basado en el apoyo popular y la
institucionalidad de una democracia que dejó de responder a los intereses de
los capitalistas internos y externos.
Pesa, sobre
todo, la enorme diferenciación social que en América Latina provocó la
concentración de la riqueza en élites poderosas, que históricamente
subordinaron a las clases populares y trabajadoras. Cualquier ascenso social
despertó siempre el temor y la inquietud de los sectores oligárquicos, que
tradicionalmente han visto a las masas como “chusma” insurgente y peligrosa.
Por eso, los antichavistas se lanzaron contra dirigentes populares y amenazan
las Misiones, los Consejos Comunales, las obras y servicios estatales a favor
de los pobladores.
Una revolución
popular como la venezolana polariza a aquellos sectores sociales que,
pretextando la escasa diferencia en votos, ha despertado su “odio de clase”,
enfilándolo contra lo que represente al “chavismo”. También se unen a esa
reacción las ultraderechas latinoamericanas, los medios de comunicación aliados
con ellas y, sin duda, las diplomacias imperialistas, pretendiendo crear un
clima internacional antivenezolano.
Pero ese odio
de clase es un fenómeno que también está latente en Ecuador y en los países
latinoamericanos con gobiernos de la Nueva Izquierda, que disgustan
precisamente por haber instaurado democracias que desplazaron a los antiguos
poderes elitistas.
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