No habrá paz sin una
comunidad que la apoye y la exija, que la vigile y la acompañe. Y no será
pequeña recompensa la posibilidad de dejar atrás el país mezquino que sacrifica
sus jóvenes y gasta todos sus recursos en una guerra sin horizontes, y que
mientras tanto tiene las carreteras de hace 50 años, los puertos de hace 80,
los puentes de hace 100, y las ideas de hace más de 200.
William Ospina / El
Espectador
El último conflicto
armado del hemisferio podría estar a punto de terminar. Colombia necesita que
cese el conflicto para que comience a construirse una paz verdadera y durable.
Y podemos decir que de todos los procesos de diálogo que se han emprendido en
los últimos 30 años, ninguno había llegado tan lejos como el que actualmente se
adelanta en La Habana.
Si el expresidente
Uribe, su más tenaz opositor, se muestra tan encarnizado en contra de este
proceso, es porque lo está viendo posible. Y hay que saber que detrás de sus
aparentes obsesiones y rencores no hay sólo una psicología sino unos sectores
que siempre vieron en la paz un peligro para sus privilegios, el temor a la
llegada de la modernidad social en términos de justicia y equidad.
Por su parte, el
expresidente Pastrana ahora reconoce que en el proceso del Caguán no estuvo tan
interesado en la paz sino en lo mismo que les reprocha a sus adversarios: en
ganar tiempo y fortalecerse para la guerra. Pareciera que sólo siente el
malestar de ver triunfar a otros donde él no pudo, pero también él representa
intereses precisos que temen verse amenazados por unos acuerdos, que no quieren
que se modifiquen algunas de las condiciones que han hecho al país tan proclive
a la violencia y a la exclusión.
No todo es pequeñez y
vanidad; algunos encarnan posiciones contrarias a lo que Colombia requiere para
alcanzar una paz verdadera. Muchos poderes egoístas de adentro y de afuera
saben que una paz que abra horizontes a nuestra sociedad será un freno para sus
ambiciones particulares. Por eso quieren bloquear el camino de los acuerdos y
tratan de impedir que el proceso en cualquier momento cruce la línea de no
retorno.
Como decía Víctor Hugo,
hay regiones donde la tierra todavía está blanda y mojada del diluvio. Colombia
todavía padece en todo el cuerpo los quemonazos de la vehemencia guerrerista.
No está lejos aquella política que concebía la paz sólo como redes de
informantes, delaciones, intercepciones telefónicas, y falsos positivos.
Todavía padecemos la pesadilla de los asaltos guerrilleros, los campos minados,
el fuego en toda la línea.
El expresidente Uribe
sabe por qué lo enfurece la posibilidad de que el país alcance la paz con que
soñamos hace décadas, una paz que su política no podía alcanzar, aunque se le
concedieran muchos períodos presidenciales. Y el expresidente Pastrana sabe por
qué deplora que otros logren lo que a él le fue negado o en realidad nunca
quiso. Pero si ellos sienten que la paz que este país requiere para ser grande
los perjudica, ¿quién los podrá salvar para la historia?
Ahora lo importante es
la paz. Vuelvo a oír el rumor de que el tiempo es escaso, de que las próximas
elecciones pueden ahogar el proceso, de que se está luchando contra el reloj.
Aunque a todos nos
gustaría un acuerdo rápido y definitivo, el talento de los estadistas radica en
ser capaces de dar a cada cosa su tiempo y su ritmo. Pertenece al reino de
fábulas de las Mil y una Noches el arte riesgoso de construir una gran torre en
un día. Lo verdaderamente importante es construir una torre que no se caiga, y
la paz es, para decirlo con palabras de Rimbaud, la canción de la torre más
alta.
Lo que deberían estar
haciendo con urgencia las delegaciones que están sentadas en La Habana, y
quienes las dirigen, es darle verosimilitud y prestigio al proceso. A nadie
puede interesarle un acuerdo improvisado y endeble, que no brinde garantías,
pero el país necesita saber que los pasos se van dando con firmeza, que el proceso
avanza con madurez. No es conveniente que se termine a cualquier precio en
tiempo récord, pero es fundamental que tenga credibilidad y muestre resultados.
Ello no es cuestión de tiempo sino de voluntad.
Los que siempre han
ganado y algo pueden perder no dejarán de poner el grito en el cielo porque se
cambien unos hábitos políticos y económicos que han desgarrado al país durante
siglos y que a ciertos poderes les parecen leyes naturales.
¿Por qué tendría que
concluirse el proceso de paz en este período presidencial? Si empieza a mostrar
resultados, es muy difícil que la comunidad lo abandone. Las elecciones del
próximo año no dejarán de convertirse en un gran plebiscito sobre el proceso, y
si hay resultados convincentes, el país sabrá recompensar a quien abra
horizontes a su futuro.
Lo que buscan los
profesionales del desaliento y los palos en la rueda de quienes temen a la paz,
es acaso paralizar a los protagonistas del diálogo e impedir que empiecen a
mostrar resultados convincentes. Pero si bien la paz no puede ser una feria de
vanidades tampoco puede ser un ceremonial en una cripta hermética.
Así como los enemigos
de los acuerdos exhiben con franqueza su hostilidad y su vehemencia, los que
sabemos que la paz es necesaria, y que podría estar a las puertas, tenemos que
dejar de ser espectadores de tercera fila, debemos tomar iniciativas y asumir
posiciones. Hay momentos en que la historia exige actuar; jornadas decisivas
que reclaman la presencia en la arena. Y lo que no hacemos en el día adecuado,
podemos deplorarlo por décadas.
No habrá paz sin una
comunidad que la apoye y la exija, que la vigile y la acompañe. Y no será
pequeña recompensa la posibilidad de dejar atrás el país mezquino que sacrifica
sus jóvenes y gasta todos sus recursos en una guerra sin horizontes, y que
mientras tanto tiene las carreteras de hace 50 años, los puertos de hace 80,
los puentes de hace 100, y las ideas de hace más de 200.
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