Las experiencias
latinoamericanas, aunque todavía estén incompletas, dejan claro que el
Estado-nación resultó debilitado por el tsunami neoliberal pero, como el propio
Hobsbawm observa, eso no lo hizo innecesario ni ineficaz. El Estado, o
cualquier otra forma de autoridad política que represente el interés público,
es ahora tanto más indispensable para remediar las injusticias sociales y las
depredaciones ambientales causadas por la economía de mercado.
Nils Castro / Contexto Latinoamericano
Algunos
acontecimientos, como el deshielo de fines de los años 50 y las
revoluciones del 68, ayudaron a mover la losa estalinista que había entumecido
al caudal mayoritario del marxismo. Sin embargo, eso liberó sobre todo el
ángulo relativo a la dialéctica. Las más de las veces lo que toca al materialismo
siguió trancado en la reducción positivista que la época soviética le imprimió.
Sin ancla en la
objetividad de los juicios ni la verificación material, en el siguiente período
no escasearon ―a nombre de la
dialéctica―, los discursos
especulativos y crípticos, alejados del quehacer ciudadano y la lucha de
clases. En ese devaneo descollaron los teóricos franceses. En contraste, a
muchos nos deleitó leer a sus colegas ingleses, tan apegados a la
fundamentación histórica de sus posiciones y la claridad de su lenguaje, más
abocado a comunicar ideas que a epatar al lector.
Hoy intentaré comentar
a Eric Hobsbawm como pensador político y desde un punto de vista
latinoamericano. Pero, en homenaje al materialismo, antes deseo reconocer que
su consistente búsqueda de la universalidad de sus conclusiones descansa en el
examen de los hechos aportados por la historia, es decir, en el suceder de la
realidad, no en la especulación ideológica.
Aun así, Hobsbawm no
deja de ser un intelectual muy europeo ―más europeo que otros académicos ingleses―. Así que en ocasiones la luz con que aborda a esta
parte del mundo se empaña al caracterizar algunos procesos y personajes de
nuestra América. Es decir, que a este lado del Atlántico su lectura debe
acompañarse de la necesaria sal y pimienta.[1]
En las páginas que
siguen he preferido parafrasear a Hobsbawm en vez de citarlo, incluso
entremezclando frases que tomo de diferentes textos suyos, junto con
acotaciones y matizaciones mías, para reconsiderar algunos de sus dichos no
solo en clave latinoamericana sino reciente, cuando él ya no está aquí para
decirlo o contradecirme (si de esa combinación salen errores, solo a mí se me
podrán atribuir). Al efecto, las ideas que así pretendo glosar son algunas
relativas a los conceptos de situación revolucionaria, reforma y revolución ―temas que hoy ocasionan no pocas discusiones en las
izquierdas latinoamericanas― y provienen de unas
pocas páginas de la Historia del siglo XX[2], varias de Revolucionarios[3] y algunas otras de Cómo cambiar el mundo[4].
Para situarnos en época
recordaré ―muy resumidamente― que, bajo el impacto de un conjunto de
acontecimientos entre los cuales descolló la Revolución cubana, en los años 60
y 70 del siglo pasado las motivaciones e ideas revolucionarias tuvieron un
importante auge en América Latina. En ese período ellas desarrollaron no una
sino varias formas de lucha, como grandes movilizaciones sociales, guerrillas
rurales y urbanas, el intento de revolución por medios pacíficos encabezado por
Salvador Allende, y los regímenes militares nacional-revolucionarios de Perú,
Panamá y Bolivia. Además, en ese período el trabajo intelectual de nuestras
izquierdas alcanzó notable relevancia.
No obstante, desde los
tempranos 80 ese fenómeno declinó, erosionado por divisiones de las izquierdas
a escala internacional, fatiga socioeconómica y repliegue político de la Unión
Soviética, cambio de la política exterior china, reveses de los proyectos
guerrilleros, la contrarrevolución en Chile y la desaparición de los regímenes
militares progresistas. Al inicio de los 90 a eso se agregarían la implosión
del “socialismo real” y el subsiguiente “período especial” cubano.
A la par, tuvimos la
ofensiva neoconservadora iniciada por los gobiernos de Reagan y la señora
Tatcher y la entronización del neoliberalismo, no solo en su condición de
política económica dominante sino de embestida ideológico‑cultural instrumentada
en múltiples planos, en los medios de comunicación, universidades,
organizaciones laborales y ciudadanas, etc., que incluyó la degradación y
desideologización de los grandes partidos populares latinoamericanos, así como la
capitulación del socialismo europeo y la socialdemocracia internacional, que se
plegaron al dictado neoliberal.
En América Latina eso
acumuló una doble serie de consecuencias. Por un lado, la desorientación y
repliegue de las izquierdas criollas y, por el otro, la emersión de un
creciente malestar e inconformidad sociales que, desde los años 90,
precipitaron el descrédito de las instituciones políticas tradicionales y
desataron protestas sociales que derribaban gobiernos sin disponer de
propuestas alternas. El inicio de un nuevo capítulo histórico quedó marcado,
emblemáticamente, por tres sucesos venezolanos: el “caracazo”, el alzamiento
liderado por el teniente coronel Hugo Chávez y, poco más tarde, por la elección
de Chávez y la Constituyente, que a su vez despejarían el camino a la aparición
de procesos revolucionarios y de gobiernos progresistas en otros países, que
reconfiguraron el mapa político de nuestra región.
Este cambio se dio a
través de diferentes tipos de proceso político según las respectivas
condiciones nacionales. Sobre ese trasfondo general de repudio a las secuelas
neoliberales y a sus portavoces locales, en algunos lugares eso alentó procesos
revolucionarios que pudieron cambiar la constitucionalidad preexistente, y en
otros la elección de gobiernos progresistas dentro la institucionalidad
preestablecida. En uno u otro casos, los gobiernos que ahora allí tenemos no
son el producto de revoluciones en el sentido clásico del término ―como la soviética, la china o la cubana― ni pueden hacer todo lo que esas revoluciones
pudieron. Pero esto no significa que se trate de casos o procesos cerrados.
Esas experiencias nos
han traído a un peculiar período de transición donde las razones de protesta
social y los motivos para cambios políticos pasaron a ser muy fuertes, pero las
ideas revolucionarias habían perdido cohesión y brío. En general, la cultura
política dominante se anquilosó sin que todavía se desarrollaran las propuestas
político‑ideológicas adecuadas a
la nueva época. A la inversa de los años 60, al final del siglo XX las
condiciones objetivas para una revolución se habían incrementado, mientras que
las subjetivas se habían retraído. Eso dio pie a una situación donde el rechazo
a los efectos del neoliberalismo llevó a grandes masas a repudiar la política y
los políticos que había, a debilitar la gobernabilidad y votar por ciertas
opciones de izquierda, sin que aún las izquierdas como tales hubieran
construido y arraigado un nuevo proyecto de mayor alcance.
Ese estado de cosas
emplaza determinadas cuestiones. Entre otras, la de si en América Latina están
en curso procesos de reformas o revolucionarios, de cómo las fuerzas e ideas
establecidas actúan al respecto, y de cómo las izquierdas pueden situarse
dentro de la diversidad de situaciones nacionales y etapas históricas en que
todo eso está ocurriendo. Lo que igualmente demanda rediscutir los conceptos
con que tradicionalmente analizamos estas situaciones, aprendidos cuando la
realidad mundial y las disyuntivas latinoamericanas todavía no eran las que hoy
vemos.
Comentar a Hobsbawm
desde el punto de vista de la actual coyuntura latinoamericana implica
reconocer que ella no es igual en los distintos parajes de un Continente tan
multicolor como este. Así, uno de los primeros temas que saltan a la vista es
el de los tránsitos entre situaciones reformistas y revolucionarias, y las
formas de entender el concepto de situación revolucionaria, cuya definición
usual más de una vez dificultó percibir que esa situación puede surgir en un
momento efímero, que puede darse sin que la hayamos previsto y desvanecerse
antes de que sepamos reaccionar.
Hobsbawn sintetiza cómo
esos tránsitos y momentos se han presentado en diferentes circunstancias
históricas y lo primero que advierte es que las revoluciones nacen de
situaciones políticas, conclusión que encierra varias implicaciones.
“Para Marx ―señala―
la cuestión no era si los partidos obreros eran reformistas o revolucionarios,
ni siquiera lo que estos términos implicaban. No reconocía conflicto alguno en
principio entre la lucha diaria de los obreros para la mejora de sus
condiciones bajo el capitalismo y la formación de una conciencia política que
presagiaba la sustitución de una sociedad capitalista por una socialista, o las
condiciones políticas que conducían a ese fin. Para él la cuestión era vencer
los diversos tipos de inmadurez que retrasaban el desarrollo de los partidos
proletarios de clase […] desviándolos de la necesaria unidad de la lucha
económica y política”.
Pero la política es
obra humana. “Marx y Engels ―continúa Hobsbawm― no confiaban en la intervención espontánea de las
fuerzas históricas, sino en la acción política dentro de los límites de lo que
la historia permitiera”. La política debía concebirse en el marco del
desarrollo histórico dado, pues “las perspectivas del esfuerzo político
socialista dependían de la fase alcanzada por el desarrollo capitalista, tanto
globalmente como en países concretos”.
Según Marx ―prosigue―,
la política es crucial, pues para triunfar la clase obrera ha de estar
organizada políticamente y apuntar a la transferencia del poder político, a
través de una transición a realizarse bajo la autoridad del proletariado. “Así
pues, la acción política era la esencia del papel del proletariado en la
historia. Operaba a través de la política, es decir, dentro de los
límites establecidos por la historia: elección, decisión y acción consciente”.
En consecuencia, ―continúa Hobsbawm― “Marx y Engels rechazaban los modelos programáticos a
priori y la tendencia a concebir modelos operativos fijos, por ejemplo, a
determinar la forma exacta del cambio revolucionario, declarando ilegítimos a
todos los demás”. No se puede en Ecuador o Paraguay hacer la revolución como en
Rusia o en China, ni en Uruguay como en Cuba. Por eso ellos colocaron la acción
del movimiento en el contexto del desarrollo histórico. “La forma del futuro y
las tareas de la acción solo podían discernirse descubriendo el proceso de
desarrollo social que conduciría a ellas […] en una cierta fase del
desarrollo”.
Por otra parte, una
revolución importante ―o un proceso
revolucionario significativo― no puede suscitarse
sin grandes motivos de malestar social y cultural, prontos a emerger al menor
estímulo. Las personas se vuelven revolucionarias cuando empiezan a estimar que
sus expectativas de la vida cotidiana son irrealizables sin que ocurra una
revolución. Y lo que las lleva a hacerse revolucionarios conscientes no es lo
ambicioso de sus objetivos, sino la percepción de que todas las vías alternas
fracasan, de que todas las puertas se cierran. Sin embargo, uno se lanza contra
una puerta cuando tiene la expectativa de que ella cederá. Es decir,
convertirse en revolucionario implica no solo cierto grado de desesperación,
sino también de esperanzas fundadas en un nuevo modo de concebir la situación.
Desde que detonó la
crisis global iniciada en el 2008 ha reaparecido, como en los tiempos de la
Gran Depresión, una percepción de que el sistema se puede derrumbar. El
neocapitalismo y el neocolonialismo no han resuelto el problema sino que lo
continúan agravando. No obstante, lo que hace atrayente la revolución no es
tanto la previsión de una inminente caída de la economía y el orden social,
sino la crueldad del creciente abismo entre las personas y los países ricos y
los pobres, junto al ostensible fracaso crónico de todas las alternativas de
reforma al sistema.
Pero las personas
tienen que basarse en sus pasadas experiencias para comprender la nueva
situación. Su lucha comienza según viejas costumbres y orientaciones políticas
y demandas reformadoras. Esa reacción genera tanto la experiencia de opciones
como visiones anticipadas de un futuro factible más que resultados prácticos
inmediatos, y eso ayuda a formar una nueva cultura política, una contracultura,
en el sentido que Gramsci le dio al concepto.
Al cabo, lo que de
hecho convierte a hombres y mujeres al marxismo ―comenta Hobsbawm―
es precisamente la acuciante necesidad de una crítica fundamental de la
sociedad burguesa y de las formas más evidentes de desigualdad e injusticia
existentes en ella, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Poniéndolo en
términos latinoamericanos, nos enfrentamos a una situación que por motivos
morales nos indigna y nos hace tomar la decisión de ayudar a cambiarla. Y lo
que le da legitimidad a esa decisión es que tiene una fuerte raíz moral y
solidaria.
Según Hobsbawm, para
que suceda una revolución deben combinarse: la sensación de que todas las vías
están cerradas, el anhelo de mejorar la vida cotidiana, y un sentimiento de
urgencia que supera los llamados a la resignación o a la paciencia. Pero en
todo esto hay muchos componentes subjetivos ―estados de ánimo, convicciones o meras creencias
circunstanciales― que por lo tanto
pueden resultar volubles o descarriarse.
Por consiguiente, la
función que una ideología revolucionaria tiene en los movimientos de masas
consiste en ayudar a sus miembros a reconocer sus mejores objetivos y superar
su dependencia de tales fluctuaciones. Les da consistencia y perseverancia.
El sistema cultural
vigente, y en particular los mecanismos políticos establecidos y los grandes
medios de comunicación, juegan con esas fluctuaciones, con extraviar o disipar
la indignación. Así pues, en un proceso revolucionario se entremezclan la lucha
social, la lucha política y también una revolución cultural contra las formas
de manipulación, integración y control de las conductas personales.
La calidad de una
ideología revolucionaria y la calidad de su arraigo en el movimiento son tanto
más necesarias cuando el enemigo ya no es una persona o categoría visible, sino
el sistema, que carece de rostro y no es siquiera una cosa o institución sino
un conjunto de relaciones despersonalizadas, la explotación, la alienación.
Todos estos temas han
sido objeto de abundante tratamiento teórico. Pero, aunque el desarrollo de la
ideología alcance una gran amplitud de temas de interés socioeconómico,
político y cultural, al acercarse la coyuntura revolucionaria es necesario
focalizarse en determinados objetivos concretos, para evitar que la fuerza de
las energías revolucionarias se disperse.
Esa coyuntura
cristaliza en determinada circunstancia, tanto si la izquierda es parte del
gobierno como si está en la oposición. Cuando se da esa suma de malestar y
desesperación sociales, un acontecimiento específico puede desatar un conjunto
de fuerzas. Es necesario tener la perspicacia de detectarlo en el momento
preciso, pues hace falta prever el mecanismo de arranque que ponga en marcha el
motor de la revolución ―el motor chico que
encienda al motor grande―.[5]
Sin embargo, el
malestar social por sí solo, y el desgaste del sistema político vigente, pueden
ocasionar un movimiento popular que no alcance a ser político sino
apenas subpolítico o antipolítico, y que por consiguiente puede desenvolverse
en direcciones equívocas o dispersarse. Por otro lado, ese género de movimiento
puede, asimismo, ser capitalizado por la derecha, como sucedió cuando el
nazismo se adelantó a canalizar a su favor el descontento social en Alemania,
como contrarrevolución preventiva, en los años de la Gran Depresión.
Una vez puestas en
marcha, las revoluciones tienden a multiplicar sus propios activistas. Pueden
empezar sin que haya todavía muchos revolucionarios, en tanto que haya
descontento, fermentación popular y militancia en el contexto de una crisis
económica y política del régimen. Pero hay que haber sembrado la necesaria
consistencia ideológica y organización popular. De lo contrario, no sucederán
más que expresiones de descontento y desórdenes periódicos.
Todo ello ocurre en el
ámbito de un país donde existe cierta autoridad –material y psicológica– del
Estado. La revolución se da en el contexto de una crisis no solo socioeconómica
sino política, cuando el régimen vigente pierde domino de la situación. El
progresivo desmoronamiento de la autoridad del gobierno ―o la de su contrincante― deja un vacío en cual el trasfondo oculto de la
dominación política se hace visible. Como apuntó José Martí, en la política lo
real es lo que no se ve; en esas circunstancias, la crisis acaba con la
política postiza de los cálculos electorales y deja a la vista la política real
de los poderes efectivos.
Así las cosas, el banco
de prueba de un movimiento revolucionario no es su capacidad de desatar
protestas y trastornos callejeros, sino su aptitud para percibir acertadamente
cuándo dejan de actuar las condiciones normales de la rutina política, y asumir
la conducta que corresponde a la nueva situación. Consiste en percibir el
momento en que sus oponentes pierden la autoridad y la ocasión de recuperar la
iniciativa. Cuando ello ocurre la espera es fatal; quien pierde la iniciativa
pierde la partida.
Con todo, el estallido
social no prueba que una revolución puede triunfar, sino que ella puede
producirse. De allí en adelante su éxito y sostenibilidad dependerán de otros
factores. Antes de lanzarse, hay que calcularlos.
En muchos de nuestros
países, hoy está ocurriendo una gran mutación, de una vieja sociedad oligárquica
a otra más modernamente burguesa y tecnocrática. Eso engendra conflictos y
disidencias no solo en su seno, sino también en su periferia. En ese contexto
también ha tomado cuerpo un tipo de movimiento social que busca adaptarse a una
nueva economía, y que tiene ocasionales puntos de contacto con el movimiento
popular.
Ya antes del presente
renacimiento del espíritu revolucionario de los años 60, había venido dándose
una rápida transformación tecnológica y social, que se ha agregado a la
evidencia de que la respuesta que el capitalismo le da al problema de la
escasez y la desigualdad revela un persistente incremento de las
contradicciones y problemas del sistema. Cada vez hay más conocimientos y
recursos técnicos para resolver los problemas sociales, pero menos aptitud del
capitalismo para solucionaros.
Por lo tanto, se
necesita cambiar tal situación. No estamos apenas ante la necesidad de una
readaptación dentro del marco del sistema existente, sino ante importantes
dificultades del sistema mismo para reproducirse y para cumplir sus
responsabilidades.
El capitalismo ha
entrado en una fase tanto de acelerado desarrollo científico‑técnico, como de
grandes y prolongadas dificultades económicas. Más aún, en una crisis que es
global no solo por su dimensión planetaria sino porque también es crisis
energética, alimentaria, ambiental, política y cultural. Como se ha visto a lo
largo de la historia, los movimientos revolucionarios suelen detonar en
circunstancias de crisis económica. Y esta suma de crisis económica y
desintegración social puede resultar más explosiva que la de la Gran Depresión.
Pero no debe perderse
de vista que en aquella oportunidad en Europa la extrema derecha logró obtener
más ventajas que la izquierda revolucionaria. Ahora, en nuestro caso, ante el
hecho de que las izquierdas asumen más gobiernos en América Latina ya estamos
frente a una amplia contraofensiva de las derechas transnacionales y locales.
La revolución social clásica no es la única salida que la historia puede darle
a estas situaciones. Además, cuando la crisis del 30 al otro lado de Europa
había una perspectiva socialista como modelo alterno; ahora no. Lo que hoy
remplaza a aquel ideal es una combinación de aleccionadores resentimientos
contra la sociedad existente y nuestra incipiente propuesta de nuevas
alternativas socialistas.
Por otra parte, el
portador potencial de esta propuesta ya no es solo la clase obrera sino el
“pobretariado”, los desposeídos, marginados y explotados de varios ámbitos
sociales, así como la clase media asalariada, que estructuralmente tiene
motivos para compartir preocupaciones sociales y morales con “los pobres de la
tierra”. Un arco social más amplio pero menos integrado.
Se sugiere ―dice Hobsbawm― que esa clase media “es una fuerza reformista efectiva,
que es revolucionaria en la medida en que se contemple una transformación
gradual y pacífica, aunque fundamental, de la sociedad”. Pero ante eso hay una
cuestión crucial: la de si es posible tal transformación y, en caso de serlo,
si puede ser considerada como una revolución. Con un tono sombrío, Hobsbawm
comenta que algunos proponen quedarse donde están y hacer algo más dentro del
sistema existente (en el supuesto ―ironiza― de que allí se puede hacer más de lo que los
revolucionarios suponen). En cambio, hay otros que demandan remplazar enseguida
el sistema.
¿Pero cuál es este
remplazo? Y, de saberlo, ¿es ahora posible emprenderlo en países aislados? Y
ante el poderío que aún detenta el imperialismo, una vez emprendido ese
remplazo ¿podrá sostenerse? ¿Con el respaldo efectivo de qué fuerzas sociales y
aliados externos?
Ya en su tiempo Rosa
Luxemburgo puntualizó que “la reforma social y la revolución no son […]
diversos métodos del progreso histórico que a placer podamos elegir en la
despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la
sociedad de clases”[6]. En otras palabras, no siempre es posible
emprender una revolución en el sentido clásico del término, pero esto no
significa que todas las opciones quedan cerradas. A eso se refirió Hugo Chávez
al dejar sentado que
“No creo en
los postulados dogmáticos de la revolución marxista. No acepto que [ahora]
vivamos en un período de revoluciones proletarias. Todo eso debe revisarse; la
realidad nos lo dice día con día. ¿Aspiramos hoy en Venezuela a la abolición de
la propiedad privada o a una sociedad sin clases? No lo creo. Pero si me dicen
que por esa realidad no podemos hacer nada por los pobres, por la gente que ha
hecho rico a este país con su trabajo […] entonces digo: «aquí nos apartamos».
Nunca aceptaré que no pueda haber redistribución de la riqueza en la sociedad
[…] Creo que es mejor morir en la batalla que levantar un estandarte muy
revolucionario y muy puro y no hacer nada… Esa posición me ha parecido muy
convenenciera, una buena excusa… Intentamos hacer una revolución […] avanzar un
poco, aunque sea un milímetro, en la dirección correcta, en vez de soñar
utopías”[7].
Lo que, a su vez, no le
impidió a Chávez promover objetivos socialistas a alcanzar por otra ruta, a
otro compás. Esto es, a concebir su búsqueda como un proceso, que se puede
materializar en la medida en que el apoyo popular haga suyas unas metas más
ambiciosas.
Ciertamente, comenta
Hobsbawm, al final de los años 80 los socialistas ―marxistas o no―
nos quedamos temporalmente sin una alternativa al capitalismo, al menos hasta
que volviésemos a reflexionar sobre lo que proponemos y lo que vamos a
construir con nuestra oferta de “socialismo” y, además, hasta superar la
presunción de que la clase obrera ―la
de los trabajadores manuales― necesariamente tiene
que ser el agente fundamental de esa transformación social.
No obstante, al otro
lado de la barrera, desde el año 2008 también los fundamentalistas del mercado
perdieron sus últimos argumentos. En contraste, pese a nuestras deficiencias,
hoy las izquierdas podemos mostrar lo que estamos logrando a América Latina;
las derechas, por su parte, solo exhiben los escombros de su fiasco. Las
teorías en que se basaba la escolástica neoliberal, por vistosas que fuesen,
tenían poco que ver con la realidad.
Al respecto, Hobsbawm
observa: “puede que no esté en el horizonte un sistema alternativo sistemático,
pero la posibilidad de una desintegración, incluso de un desmoronamiento, del
sistema existente ya no se puede descartar”.
Y enseguida observa que
(visto desde Europa) el siglo XX finalizó con un desorden global de naturaleza
poco clara, y sin ningún mecanismo aceptado para poner fin al desorden o
mantenerlo controlado. A lo que agrega que la causa de esa impotencia no reside
solo en la profundidad de la crisis y su complejidad, sino también en el
patente fracaso de todos los programas, nuevos o viejos, para manejar o mejorar
los asuntos de la especie humana.
Es decir, la fantasía
opuesta a la soviética también estaba en quiebra. Era la fe teológica en una
economía que pretendía asignar totalmente los recursos a través de un
mercado sin restricciones, y en una situación de competencia ilimitada. El
fracaso del modelo neoliberal le ha confirmado a los socialistas la creencia,
bastante más razonable, de que los asuntos humanos, entre ellos la economía,
son demasiado importantes para dejarlos al juego del mercado.
Esa reflexión conduce a
Hobsbawm a aseverar que una vez más “resulta obvio que […] «el mercado» no
tiene respuesta al principal problema al que se enfrenta el siglo XXI: que el
ilimitado crecimiento económico cada vez más altamente tecnológico en busca de
beneficios insostenibles produce riqueza global, pero a costa de un factor de
producción cada vez más prescindible, el trabajo humano [y a costa también, hay
que añadir] de los recursos naturales del globo”.
Las experiencias
latinoamericanas, aunque todavía estén incompletas, dejan claro que el
Estado-nación resultó debilitado por el tsunami neoliberal pero, como el propio
Hobsbawm observa, eso no lo hizo innecesario ni ineficaz. El Estado, o
cualquier otra forma de autoridad política que represente el interés público,
es ahora tanto más indispensable para remediar las injusticias sociales y las
depredaciones ambientales causadas por la economía de mercado y ―agregamos nosotros― para articular nuevas perspectivas de mayor alcance.
Para detener la
inminente crisis ecológica es imprescindible que no sea el mercado quien se
ocupe de asignar los recursos. De lo cual se deduce que, de una u otra forma,
en esta fase del nuevo milenio el destino de la humanidad dependerá de la
restauración de las autoridades públicas, de su legitimidad y de su autoridad
moral.
Si estas décadas
demostraron algo ―concluye Hobsbawm―, ha sido que el principal problema del mundo
(incluyendo al mundo desarrollado) no es cómo multiplicar la riqueza de las
naciones, sino cómo distribuirla en beneficio de todos sus habitantes. Por lo
tanto, la distribución social y no el crecimiento es lo que dominará las
políticas del nuevo milenio. Lo que también exige, añadimos, mejores
instrumentos de participación y fiscalización social.
Estamos en una de esas
coyunturas en las que uno vuelve a la pregunta clásica: ¿Qué hacer? y
donde una vez más la respuesta no puede ser igual para cualquier lugar y
momento, aunque todos tengan mucho en común. Durante los preparativos para
asaltar el cuartel Moncada, Fidel Castro le recomendó a su segundo, Abel
Santamaría, leer el famoso libro de ese título. Naturalmente, la lectura de
Fidel y la de Abel ya no podían ser la misma que hicieron los compañeros de
Vladimir Lenin en vísperas de la más difícil de las revoluciones. Varios
lustros más tarde, el cadete Hugo Chávez ocultaría el mismo libro entre sus pertenencias
y, seguramente, lo estudió con los ojos propios de otra circunstancia. Una que
ya no sería igual, tampoco, algunos años después, cuando Chávez salió de la
cárcel y decidió emprender un camino distinto para abrirle paso a la misma
esperanza. Uno más adecuado a las posibilidades de su realidad y momento.
Pero la pregunta sigue
ahí, a medio transcurso de la siguiente etapa del trayecto, y allí volverá a
replantearse cada vez que el acontecer nos demande darle otra vuelta a la
historia ―y una nueva lectura a
esas páginas―, puesto que en la
marcha de los tiempos y lugares ellas nunca se dejarán leer dos veces de igual
manera.
NOTAS
[1]. Como es el caso, por ejemplo, de su equivocada
identificación ideológica de personajes como Getulio Vargas, Juan Domingo Perón
y Jorge Eliécer Gaitán, de quienes dice que fueron ejemplos de la influencia
del fascismo en América Latina, lo que implica un serio error de interpretación
de los movimientos sociopolíticos que ellos representaron, y del papel
histórico que estos movimientos desempeñaron, cuyas secuelas llegan hasta
nuestros días.
Asimismo, la errónea
interpretación de las izquierdas nacionales, o del “patriotismo de izquierda”
en América Latina, cuyo surgimiento él atribuye a la influencia de los Frentes
Populares que la III Internacional promovió contra el fascismo, como si la
aparición de estas izquierdas hubiese derivado de una decisión tomada en Moscú,
cuando de hecho se trataba de corrientes y personalidades de izquierda críticas
de las actuaciones soviéticas.
No obstante, esos y
otros deslices de Hobsbawm se presentan al hacer alusiones marginales, en
textos que no son sobre América Latina ni para lectores latinoamericanos,
dentro del cuerpo de razonamientos generales que, sin embargo, son acertados.
[2]. Crítica, Barcelona, 1995.
[3]. Biblioteca de Bolsillo, Barcelona, 2010.
[4]. Crítica, Buenos Aires, 2011.
[5]. Por ejemplo, recuerda Hobsbawm, durante un largo
período la Rusia zarista reclamó una revolución social, pero solo de vez en
cuando tuvo situaciones revolucionarias.
[6]. En Reforma social o revolución y otros
escritos contra los revisionistas, Distribuciones Fontamara S.A., México,
D.F., 1989, pp. 118‑119.
[7]. Tariq Alí, Hugo Chávez y yo, en La Jornada,
México, 10 de Marzo de 2013.
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