William Ospina / El
Espectador
La dirigencia
colombiana, que creía conocer el país y tener la fórmula para seguirlo
dominando, parece desconcertada, da palos de ciego en sus respuestas y en sus
decisiones.
El más desconcertado
parece ser el presidente. Pero es que para él es más difícil que para los
demás: no porque le estén estallando en las manos todos los problemas, sino
porque él tiene un libreto que debe obedecer, y Colombia parece cada vez más
insatisfecha con ese libreto.
Se diría que es injusto
que un gobierno padezca la herencia de todas las crisis acumuladas. Pero este
presidente ha sido parte de todos los gobiernos anteriores: ¿cómo no va a ser
justo que le toquen las consecuencias?
El libreto es la
política neoliberal. Un modelo diseñado por los grandes poderes mundiales para
serle recetado al planeta entero. Y es de una simpleza que causaría risa si no
fuera la causa del sufrimiento y la desgracia de millones de personas.
Consiste en que en este
mundo sólo tienen derecho a existir un modelo de economía y un modelo de orden
social, el que han alcanzado las naciones de gran poderío industrial, militar y
tecnológico. Todos los países deben ingresar en ese esquema al que hace tiempo
ya se llama el desarrollo, el progreso, la sociedad de consumo.
Abarca todo: la
gastronomía, la salud, el entretenimiento, la cultura. Y está diseñado sólo
para el auge del capital financiero y la satisfacción de unas élites mundiales. Estos países
periféricos sólo pueden ser consumidores de la
industria multinacional, productores de materias primas para su poderío
comercial y tecnológico.
Y así se abren camino
esos contratos leoninos que se llaman tratados de libre comercio, mediante los
cuales pequeñas economías mal planificadas, sistemáticamente debilitadas por
gobiernos venales o faltos de carácter, tienen que abandonar toda agricultura,
toda industria local, todo rasgo cultural y toda relación original con sus
territorios. Entrar en el carnaval del consumo de remanentes del gran sistema
mundial, y sólo producir lo que ese sistema necesita, lo que esos mercados
estén dispuestos a comprarles.
La publicidad y la
manipulación mediática descalifican las tradiciones locales, y pregonan la
moda, los hábitos, las adicciones y los espectáculos del poder planetario. Una
red tentacular de juguetes fascinantes, de espectáculos deslumbrantes, de
entusiasmos evanescentes reemplaza en todo el mundo valores y costumbres. La
modernidad consiste ya en una avalancha de sutiles órdenes de la publicidad y del
comercio. Todos los países deben ser tributarios de unas sociedades centrales;
dóciles imitadores de sus modelos.
Colombia ha vivido el
progresivo desmonte de su agricultura y de su industria. Los tratados no
toleran siquiera pequeñas salvedades culturales: el todopoderoso socio dice al
final: “Lo toma o lo deja”, y los vendidos gobiernos deben firmar los tratados
que redactó el más fuerte.
Allí se decide si los
campesinos pueden o no utilizar las semillas que nos legó una tradición
milenaria; si tenemos derecho a producir nuestros alimentos o si tenemos que
resignarnos a un menú diseñado por las tiranías de la geopolítica. No importa
si estamos acostumbrados a producir arroz o flores, cumbias o mitologías: el
mercado mundial decidirá qué vive y qué muere en las sociedades.
La economía se limita a
los precios, no a los equilibrios sociales, no a la satisfacción de las
comunidades, al trabajo, al conocimiento, o a los valores sagrados de la
memoria y del territorio. Todo lo que no sea ciego lucro será llamado atraso y
superstición.
Y no importa que ese
modelo sea precisamente el que está destruyendo al planeta. Arrasa los bosques,
degrada los ríos, envenena los mares. Argumenta que viene a salvar a la
humanidad del atraso, la pobreza y la desdicha. Pero produce hastío para sus
propios ciudadanos, violencia e infelicidad para los ajenos, degradación del
mundo, y basura, mucha basura.
Antes nos preguntábamos
si un modelo era viable para la humanidad; ahora nos preguntamos si la
humanidad es viable para el modelo. Y parece que no, que no es viable. Aquí,
por ejemplo, los campesinos no caben en la economía.
Colombia despierta
presa de un extraño malestar. La sospecha de un orden en el que todos
terminemos siendo indeseables. Si protestamos, seremos declarados rebeldes; si
nos irritamos, nos llamarán enseguida el cartel de los vándalos. Si queremos
tener un país, seremos la encarnación del atraso y de lo premoderno. Si
queremos una cultura propia, seremos declarados extraterrestres.
Como antes Gaviria y
Pastrana y Uribe, Santos es el encargado de velar por que la orden se cumpla. Y
está desencajado porque el país le está diciendo que no. Al comienzo eran los
campesinos de una región: los declaró infiltrados. Después los de varias
regiones: los declaró inexistentes. Bloquearon las vías: los declaró rebeldes y
envió la represión. Entonces la ciudad se solidarizó con el campo: monumentales
manifestaciones de estudiantes y ciudadanos sorprendieron a Colombia.
El país no obedece al
libreto: opina, reacciona, los jóvenes reclaman la memoria que les han negado,
la gente comprende que los gobiernos están desmantelando el país que tuvimos y
no han sido capaces de construir algo a cambio.
La realidad se ha
vuelto enigmática: no puede ser leída, tiene que ser descifrada. Y no sabemos
si el Gobierno está descifrando lo que pasa. Y no sabemos cómo será lo que
sigue.
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