El Papa Francisco parece haber
optado de lleno por los riesgos de la transición, como optaron de lleno sus predecesores
inmediatos por los de la resistencia al cambio. De esos riesgos, el mayor no
consiste en que cambie el mundo: este es un proceso que ya está en marcha, más
allá de cualquier voluntad individual. El riesgo mayor consiste en cambiar con
el mundo.
Guillermo Castro H. / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
En Cerdeña, Italia, el Papa Francisco denunció las injusticias y desigualdades del orden económico global. |
La lectura de las declaraciones que
viene haciendo el Papa Francisco sugiere un elemento de continuidad histórica
entre su visión de la realidad contemporánea, y las de sus antecesores:
Francisco de Asís, cuyo nombre adoptó, e Ignacio de Loyola, de quien es
discípulo. En lo que hace a Francisco, ese vínculo tiene su expresión más
visible en las continuas referencias del Papa a la pobreza –y su consecuencia
social, la desigualdad- como un mal mayor de nuestro tiempo. En cuanto a
Ignacio de Loyola, se trata sobre todo de los deberes y tareas de la propia
Iglesia en un mundo en transformación, en el que esa desigualdad fomenta el
enfrentamiento de los seres humanos entre sí.
La pobreza no era una cosa nueva en
la historia humana cuando Francisco de Asís hizo de ella un objeto de tan
especial preocupación, en la transición entre los siglos XII y XIII. Aun así,
la pobreza que movió a Francisco tenía dos rasgos distintivos. Uno era su
carácter urbano, masivo y visible, como resultado de la migración del campo -donde existía dispersa, y contaba con el amparo de la vida familiar en
comunidad- a las primeras ciudades manufactureras. Otro, el hecho de que esa
pobreza urbana se asentara allí donde era mayor su contraste con la nueva y
creciente riqueza que caracterizó a la sociedad feudal en el momento en que
alcanzaba su mayor grado de desarrollo, y empezaba a dar de sí la simiente de
la germinaría el capitalismo ya en el transcurso del siglo XVI
"largo" (1450 - 1650), que sería también el de la fundación y primer
ascenso de la Compañía de Jesús.
Francisco e Ignacio simbolizan,
así, el inicio del largo camino de ingreso de la Iglesia al mundo moderno. Al
respecto, para comprender mejor la dimensión ignaciana del Papa Francisco,
tiene el mayor interés lo observado por Perry Anderson sobre la Iglesia en su
pequeña gran obra clásica Transiciones de la Antigüedad al Feudalismo:
Una sola
institución, sin embargo, abarcó todo el período de transición de la Antigüedad
a la Edad Media en una esencial continuidad: la Iglesia cristiana. La Iglesia
fue, desde luego, el principal y frágil acueducto a través del cual las
reservas culturales del mundo clásico pasaron al nuevo universo de la Europa feudal,
cuya cultura se había hecho clerical. La Iglesia, extraño objeto
histórico par excellence, cuya peculiar temporalidad nunca ha
coincidido con la de una simple secuencia de un sistema económico o político a
otro, sino que sea superpuesto y sobrevivido a muchos en un ritmo propio, nunca
ha recibido un tratamiento teórico en el marco del materialismo histórico.[1]
En esa perspectiva, agregaba, no
había que buscar la razón de tal eficacia autónoma de la Iglesia “en el ámbito
de las relaciones económicas o de las estructuras sociales – donde a veces se
ha buscado equivocadamente -,”
sino en toda la
limitación y la inmensidad de la esfera cultural situada por encima de
aquéllas. La civilización de la Antigüedad clásica se definía por el desarrollo
de unas superestructuras de una complejidad y sofisticación sin igual, situadas
sobre unas infraestructuras materiales de una tosquedad y simplicidad
relativamente invariantes: en el mundo grecorromano siempre existió una
dramática desproporción entre la bóveda del cielo intelectual y político y la
estrechez del suelo económico. Cuando llegó su colapso final, nada era menos
obvio que el hecho de que su legado superestructural – ahora inmensamente
distante de las inmediatas relaciones sociales – habría de sobrevivirle, por
muy suavizada que fuera su forma. Para ello era necesaria una vasija
específica, suficientemente alejada de las instituciones clásicas de la
Antigüedad y, sin embargo, moldeada en su seno y, por tanto, capaz de librarse
de la hecatombe general para transmitir los misteriosos mensajes del pasado a
un futuro menos avanzado. La Iglesia cumplió objetivamente esa
función.[…]Ninguna otra transición dinámica de un modo de producción a otro
revela la misma difusión en el desarrollo superestructural; ninguna otra
contiene tampoco una institución de tanta envergadura.[2]
En otro pequeño gran texto clásico[3],
Sergio Bagú insistía en su tiempo en que el cristianismo había aportado a
Occidente una visión de la igualdad - de todos los pueblos, de todas las clases
sociales, y de todos los humanos entre sí -, que le había otorgado una
capacidad de persistencia ante el cambio más allá de toda desviación doctrinal
y política. Ese derecho original a la salvación igual para todos – convertido
después en el derecho igual para todos a buscar en el mercado la libertad y la
felicidad -, es una de las grandes víctimas de la desintegración en curso de la
civilización creada a escala mundial por el capital.
No sólo se trata de que nunca antes
hubiera existido tal cantidad de pobres en el mundo, ni que la desigualdad en
la concentración de la riqueza hubiera alcanzado nunca los extremos que conoce
hoy. Se trata, sobre todo, de que nunca había llegado a ser tan evidente como
hoy el carácter ilusorio de la esperanza de encontrar remedio a esos males en
un orden construido –precisamente– a partir de ellos. La implosión en curso
del moderno sistema mundial va precedida, cada vez más, de la bancarrota de la
geocultura liberal que una vez lo legitimó e hizo deseable su expansión. Su viabilidad
depende hoy de que no exista con qué sustituirlo: no persiste ya porque sea el
mejor de los mundos posibles, sino por ser el único que tenemos, por ahora.
En esa circunstancia de crisis
civilizatoria, todo sugiere que el Papa Francisco intenta renovar hoy la
capacidad de la Iglesia para persistir en la tarea de mantener ante nuestra
mirada la necesidad de dar una respuesta clara y tajante a la pregunta de Caín,
desde la cual se estableció hace cinco mil años el cimiento más profundo de
nuestra eticidad: "¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?". Una
respuesta positiva implica el riesgo de sacrificios como el que, en su forma
más extrema, debió afrontar Ignacio Ellacuría. Una negativa - que empieza por
el acto más simple de indiferencia frente al sufrimiento ajeno: mirar para otro
lado -, implica a su vez el riesgo - más terrible - de poner en peligro por
nuestros propios actos todo el proceso de formación y desarrollo de la vida en
la Tierra -y en el cosmos, hasta donde sabemos- del cual somos la única
especie consciente.
¿Podrá la Iglesia afrontar esta
nueva transición? Las posibilidades pueden ser buenas, si la necesidad es
reconocida y ejercida a tiempo. Como observa Anderson en otro momento de su
texto,
Procedente de una minoría étnica
postribal, triunfante en la Antigüedad tardía, dominante en el feudalismo,
decadente y renaciente bajo el capitalismo, la Iglesia romana ha sobrevivido a
cualquier otra institución – cultural, política, jurídica o lingüística –
históricamente coetánea suya. […] Su específica autonomía y adaptabilidad
regional –extraordinaria desde cualquier perspectiva que se adopte– todavía
tienen que ser seriamente exploradas.[4]
Para la Iglesia ha llegado, en efecto, el momento de una
nueva transición. Supo hacerse imperial en el Imperio romano, como supo
sobrevivir a la descomposición de éste, y constituirse en “el puente
indispensable entre dos épocas en una transición “catastrófica” y no
“acumulativa” entre dos modos de producción (cuya estructura divergió
necesariamente in toto de la
transición entre el feudalismo y el capitalismo”)[5].
Supo encontrar términos de convivencia con la geocultura liberal y, dentro de
ésta, mantenerse abierta a los conflictos del mundo y sus expresiones en el
terreno de las ideas, abriendo paso al desarrollo de una Teología de la
Liberación que, desde América Latina, ha venido renovando de la década de 1960
a nuestros días el compromiso de origen del cristianismo con la igualdad, la
libertad y la fraternidad humanas, trayéndolo a las realidades del reino de
este mundo.
Más allá de las que sean sus intenciones, el Papa
Francisco parece haber optado de lleno por los riesgos de la transición, como
optaron de lleno sus predecesores inmediatos por los de la resistencia al
cambio. De esos riesgos, el mayor no consiste en que cambie el mundo: este es
un proceso que ya está en marcha, más allá de cualquier voluntad individual. El
riesgo mayor consiste en cambiar con el mundo, si de lo que se trata es de
contribuir a que ese cambio se encamine a una verdadera transformación del
orden creado por el capital y para el capital a partir de aquel siglo XVI
“largo”, que dio de sí tanto al moderno sistema mundial, como a Ignacio de
Loyola y su Compañía de Jesús.
Panamá, 21 de septiembre de 2013
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