Hoy día la producción
de armas no es un negocio marginal, ligado a circuitos delincuenciales que se
mueven en las sombras: es el principal sector económico de la humanidad. Y como
consecuencia, esto significa que cada minuto mueren dos personas en el mundo
por el uso de algún tipo de arma.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
“Prefiero
despertar en un mundo donde Estados Unidos sea proveedor del cien por ciento de
las armas mundiales”
Lincoln Bloomfield, funcionario del
Departamento de Estado de Estados Unidos
I
Cuando nuestros
ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a caminar erguidos en dos
patas hace dos millones y medio de años, por vez primera en la historia
fabricaron un objeto, un elemento que trascendió la naturaleza. Ese inicio de
la humanidad estuvo dado, nada más y nada menos, que por la obtención de una
piedra afilada; en otros términos: un arma.
¿Es que la historia de nuestra especie está signada entonces por ese inicio?
¿Las armas están en el origen mismo del fenómeno humano?
Sí, sin ningún lugar a
dudas. La violencia es humana, no es un “cuerpo extraño” en nuestra
constitución. Ahora bien: ¿cómo fuimos pasando de la agresión necesaria para la
sobrevivencia a la violencia humana, al desprecio del otro, a la industria de
la muerte actual? La organización en torno al poder igualmente es humana; los
animales, más allá de sus mecanismos instintivos de supervivencia, no ejercen
poderíos. Nosotros sí. En esa dialéctica (¿quién dijo que un “blanco” vale más
que un “negro”, o que una mujer es “menos” que un varón?..., pero esa
dialéctica marca nuestras relaciones), el uso de algo que aumente la capacidad
de ataque es vital. Lo fue en los albores, como necesidad para asegurar la
lucha por la sobrevivencia (la piedra afilada, el garrote, la lanza), y lo
sigue siendo hoy día. Ahora bien: las armas actuales en modo alguno están al
servicio de la supervivencia biológica; las armas actuales, desde que conocemos
que la historia dejó de ser la pura sobrevivencia en alguna caverna y en
constante lucha con el medio ambiente natural, las armas de las sociedades de
clases, entonces, están al servicio del ejercicio del poder dominante, desde la
más rústica espada hasta la bomba de hidrógeno.
Sigmund Freud en su
senectud, como reflexión más filosófica que como formulación de la práctica
clínica, con la sabiduría que puede conferir toda una vida de aguda meditación,
habló de una pulsión de muerte: retorno a lo inanimado. De allí que el
psicoanálisis pueda hablar de un malestar intrínseco a toda formación cultural,
a toda sociedad: ¿por qué hacemos la guerra? Se podrá decir que la organización
social vertebrada en torno a las clases sociales lleva inexorablemente a ellas
(y por tanto, a la producción de armas). Queda entonces en pie la pregunta:
¿pero por qué el ser humano construyó esas sociedades estratificadas y
guerreristas y no, por el contrario, organizaciones horizontales basadas en la
solidaridad? El socialismo es la propuesta que apunta a construir esas
alternativas. ¿Lo lograremos alcanzar? ¿Será realizable lo que proponía el
subcomandante Marcos en Chiapas: “tomamos
las armas para construir un mundo donde ya no sean necesarios los ejércitos”,
o la pulsión de muerte nos arrastrará antes a la autodestrucción como especie?
Salvo poquísimas,
insignificantemente pocas armas fabricadas para el ámbito de la cacería, la
parafernalia armamentística con que hoy contamos los seres humanos está
destinada al mantenimiento de las diferencias de clases. Es decir: seres
humanos matan a otros seres humanos para mantener su poder, y básicamente, para
defender la propiedad privada, para saquear a otros en nombre de la apropiación
privada. Y también para “resolver” conflictos de la cotidianeidad. Los
desquiciados que alguna vez, armas en mano, matan a otros congéneres como suele
suceder con bastante frecuencia en Estados Unidos, no es la pauta dominante.
Las armas están para otra cosa: ¿se fabrica un tanque de guerra o una mina
antipersonal para cazar lo que luego nos comeremos? Obviamente no.
Contrariamente al
espejismo con que –por error o por mala intención– se presentan las armas como
garantía de seguridad, es por demás evidente la función que en verdad cumplen
en la dinámica social: son la prolongación artificial de nuestra violencia. ¿De
qué estamos más seguros teniendo armas? Quienes nos matan, mutilan,
aterrorizan, dejan secuelas psicológicas negativas e impiden desarrollos más
armónicos de las sociedades son, justamente, las armas. O, dicho de otro modo, somos
seres humanos que hacemos todo eso valiéndonos de esos instrumentos a los que
llamamos armas, desde una pistola hasta un submarino con carga nuclear.
Pero las armas no
tienen vida por sí mismas, claro está. En realidad, son ellas la expresión
mortífera de las diferencias injustas que pueblan la vida humana, de la
conflictividad que define nuestra condición. Son los seres humanos quienes las
inventaron, perfeccionaron, y desde hace un tiempo con la lógica del mercado
como eje de la vida social, quienes las conciben como una mercadería más (¡vaya
mercadería!).
Y somos nosotros, los
seres humanos organizados en sociedades clasistas hondamente marcadas por el
afán de lucro económico individual que el capitalismo dominante en estos
últimos siglos impuso, quienes transformamos el negocio de las armas (que es lo
mismo que decir: el negocio de la muerte)
en el ámbito más lucrativo del mundo moderno, más que el petróleo, el acero o
las comunicaciones.
II
Cuando hoy decimos
“armas” nos referimos al extendido universo de las armas de fuego (aquellas que
utilizan la explosión de la pólvora para provocar el disparo de un proyectil),
el cual comprende un variedad enorme que va desde lo que se conoce como armas pequeñas (revólveres y pistolas
–las más comunes–, rifles, carabinas, sub-ametralladoras, fusiles de asalto,
ametralladoras livianas, escopetas), armas livianas (ametralladoras pesadas,
granadas de mano, lanza granadas, misiles antiaéreos portátiles, misiles
antitanque portátiles, cañones sin retroceso portátiles, bazookas, morteros de
menos de 100 mm.), a armas pesadas (cañones en una enorme diversidad con sus
respectivos proyectiles, bombas, explosivos varios, dardos aéreos, proyectiles
de uranio empobrecido), y los medios diseñados para su transporte y operativización
(aviones, barcos, submarinos, tanques de guerra, misiles), a lo que hay que
agregar minas antipersonales, minas antitanques, todo lo cual constituye el
llamado armamento convencional. A ello se suman las armas de destrucción
masiva, con poder letal cada vez mayor: armas químicas (agentes neurotóxicos,
agentes irritantes, agentes asfixiantes, agentes sanguíneos, toxinas, gases
lacrimógenos, productos psicoquímicos), armas biológicas (cargadas de peste, fiebre aftosa, ántrax), armas
nucleares (con capacidad de borrar toda especie de vida en el planeta).
Siendo amplios en la
definición, si hoy día los teóricos de la guerra pueden hablar de una “guerra
de cuarta generación” sin derramamiento de sangre, pero conflicto que da
resultados aún más promisorios para el ganador que todas aquellas armas que
provocan muerte y destrucción, habría que hacer entrar allí la enorme batería
de instrumentos que permiten esta guerra “en las mentes”, guerra mediática y
psicológica. ¿Son también los medios de comunicación, en toda su amplísima
gama, parte de ese arsenal? En algún sentido, sí: computadoras, internet,
televisores y teléfonos inteligentes son “armas” que sirven no para matar, pero
sí para neutralizar al enemigo. El tema es complejo, y al menos dejémoslo planteado
como interrogante. ¿Cómo hemos llegado a una guerra “sin efusión de sangre”
pero más victoriosa que cualquier invasión militar?
Toda esta cohorte de
máquinas de la muerte en modo alguno favorece la seguridad; por el contrario,
constituye un riesgo para la humanidad. El mito de la pistola personal para
evitar asaltos y para conferir sensación de seguridad es solamente eso: mito.
En manos de la población civil, muy rara vez sirve para evitar ataques; en
general, sólo ocasionan accidentes hogareños. Y en manos de los cuerpos
estatales que detentan el monopolio de la violencia armada, los arsenales
crecientes –cada vez más amplios y más mortíferos– no garantizan un mundo más
seguro sino que, por el contrario, hacen ver como posible la extinción de la humanidad
(de liberarse todo el potencial bélico atómico con que cuentan las fuerzas
armadas de la actualidad, la onda expansiva llegaría hasta la órbita de Plutón
haciendo fragmentar completamente el planeta Tierra, y pese a ese
extraordinario poder de disuasión, no estamos más seguros, sino justamente todo
lo contrario). ¿Por qué los misiles nucleares estadounidenses serían “buenos”
(¿pacíficos?) y los de Corea del Norte o los de Irán no?
No obstante la cantidad
de vidas cegadas y el dolor inmenso que producen estos ingenios infernales que
la especie humana ha inventado, la tendencia va hacia el aumento continuo de su
producción y hacia el perfeccionamiento en su capacidad destructiva. Así
entendidas las cosas, no puede menos que decirse que el negocio de la muerte
crece. Crece, y mucho, porque es rentable. ¿Se entiende el sentido de la tesis
freudiana entonces?
III
El
negocio de las armas no se parece a ningún otro. Debido a su relación con la
seguridad nacional y la política exterior de cada país, funciona en un ambiente
de alto secretismo y su control no está regulado por la Organización Mundial
del Comercio, sino por los diferentes gobiernos. En general –y esto es lo
preocupante– los gobiernos no siempre están dispuestos o son capaces de
controlar las ventas de armas de forma responsable. Asimismo, lo más frecuente
es que las legislaciones nacionales en la materia, si la hay, sean inadecuadas
y estén plagadas de vacíos legales. Además, los mecanismos existentes no son
obligatorios y apenas se aplican. ¿Quién de quienes ahora puedan estar leyendo
este texto conoce en detalle cuántas y cuáles armas dispone el gobierno del
país en que vive? ¿Alguna vez fue informado de ello? Muchos menos aún: ¿alguna
vez se le consultó algo al respecto?
El negocio de las armas
no es transparente. Por no ser de conocimiento público se maneja con extrema
cautela sin estar sujeto casi a ninguna fiscalización. Por eso, las diversas
iniciativas internacionales de la post Guerra Fría para fiscalizar este tipo de
transacciones han resultado inútiles. Los intereses económicos, políticos y de
seguridad hacen de este rubro un sector misterioso y peligroso, intocable en
definitiva.
Desde
el año 1998 los gastos en armas han comenzado una tendencia alcista después de
haber llegado a su nivel más bajo en la era de la post Guerra Fría. En el 2000
éstos fueron de alrededor de 798.000 millones de dólares (25.000 dólares por
segundo); a partir de allí comenzaron a trepar aceleradamente, y la fiebre
antiterrorista desatada después del 11 de septiembre del 2001 los ha
catapultado en forma espectacular, sobrepasando ampliamente el billón de
dólares anual. Por lejos, hoy en día constituyen el rubro comercial más
infinitamente rentable entre todos, el que más volúmenes de dinero mueve y el
que más rápido crece en términos de investigación científico-técnica.
En
el campo de las armas todo es negocio, tanto fabricar un submarino nuclear como
una pistola. Incluso las llamadas armas pequeñas, con un poder de fuego más
bajo que otras de las tantas armas que llegan al mercado, son un filón
especialmente rentable. Más de 70 países en el mundo fabrican armas pequeñas y
sus municiones, y nunca faltan compradores, tanto gobiernos como personas
individuales (fundamentalmente varones). Las ventas directas de armas pequeñas
(pistolas, revólveres y fusiles de asalto) a otros gobiernos o entidades
privadas corresponden al 12 % de las ventas totales de armas en todo el
planeta. El resto está provisto –¿astucias de la razón o burlas de la historia?
diría Hegel– por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, aquellos que se encargan (¿se encargan?) de la paz y seguridad
del mundo: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China. Estados Unidos
es en la actualidad el principal productor y vendedor mundial de armamentos, de
todo tipo, con un 50 % del volumen general de ventas (aunque el sueño de más de
algún funcionario de Washington, como lo dice nuestro epígrafe, sea aumentar
ese porcentaje).
Ante
todo esto: ¿qué hacer? ¿Comprarnos una pistola para defendernos? Apelar a
campañas de desarme y de no uso de armas, al menos las pequeñas (pistolas y
revólveres), es loable. Pero vemos que eso no alcanza para detener el
crecimiento de un negocio poderosísimo. Apelar a la buena conciencia y al
fomento de la no violencia es una buena intención, pero difícilmente logre su
cometido de terminar con las armas ¿Con eso detendremos a multinacionales de
poder casi ilimitado como Lockheed Martin, Raytheon, IBM, General Motors?, ¿o a
gobiernos que basan sus estrategias de desarrollo nacional en la
comercialización de armas? Cada nueva guerra que comienza (y continuamente está
comenzando una) responde a frías estrategias mercadológicas pensadas en
desapasionados términos comerciales. ¿Pulsión de muerte o no?
IV
La
lucha contra la proliferación de las armas es eminentemente política: se trata
de cambiar relaciones de poder. No es posible que los mercaderes de la muerte
manejen el destino humano. No es posible…., pero sucede. Eso es lo que marca la
dinámica internacional. Ahora bien: dado que es así, confiando en que otro
mundo sí es posible, que las utopías son posibles, debemos plantearnos
alternativas. Naturalmente el ser humano, desprovisto de alas, no vuela. Pero
gracias a nuestro inconmensurable deseo de lograrlo ¡ya llegamos al planeta
Marte! Y eso no se detiene. Cada vez, sin alas propias, volamos más lejos.
Plantearse las utopías es lo que nos hace caminar (o volar…, para el caso).
Como decía alguna pintada memorable del Mayo francés de 1968: “Seamos realistas. Pidamos lo imposible”.
Hoy
día la producción de armas no es un negocio marginal, ligado a circuitos
delincuenciales que se mueven en las sombras: es el principal sector económico de la humanidad. Y como
consecuencia, esto significa que cada minuto mueren dos personas en el mundo
por el uso de algún tipo de arma (casi 3.000 al día, mientras que el siempre
mal definido e impreciso “terrorismo” internacional, si hablamos en términos
estadísticos, produce 11 decesos diarios). Desmontar esta tendencia humana del
uso de armas se ve como tarea titánica, casi imposible: es terminar con la
violencia, es terminar con las injusticias. Y ahí la reflexión freudiana cobra
sentido, en cuanto nos permite ver la magnitud monumental de la temática en
juego. ¿Se trata de luchar contra nuestra naturaleza? ¿Cómo ir contra esta
energía primaria, original?
Que
la muerte sea un destino ineluctable, de raigambre natural incluso, es una
elucubración. Quizá sí (es una hipótesis teórica, y como tal puede servir para
explicar el mundo. O tal vez no, y haya que desecharla); quizá sí, decíamos, y
la destrucción completa del planeta nos espera a la vuelta de la esquina por la
catástrofe termonuclear que podría producirse. Se supone que somos “muy”
racionales, aunque no se sabe qué “loco” puede dar la orden de lanzar el primer
ataque nuclear. ¿No podrá haber errores? Los actos fallidos (apretar un botón
por error, por ejemplo) son lo más normal de nuestra especie. Pero pese a que
la magnitud de la tarea propuesta pueda ser titánica, es absolutamente vital
seguir planteándosela como requisito para la permanencia de la especie, y para
una permanencia más digna. Quizá sea imposible terminar con la violencia como
condición humana, aunque eduquemos para la convivencia tolerante. Los países
más “educados” son los que más hacen la guerra, y con las armas más letales.
Pero es imprescindible seguir luchando contra las injusticias y apuntando a una
convivencia solidaria. Lo contrario es avalar el darwinismo social y la
supervivencia del más fuerte.
Plantear
que “otro mundo es posible” no significa que se terminará la conflictividad,
que viviremos en un paraíso bucólico libre de contradicciones y que el amor sin
límites se derramará generoso sobre todos los habitantes del planeta (¿alguien
se creerá eso todavía?). Pero sí alerta sobre que es necesario apuntar a una
sociedad que se avergüence, y por tanto reaccione, ante el negocio de la
muerte. La causa de la justicia no puede aceptar la muerte como business. ¿O sí? ¿Triunfará finalmente
la pulsión de muerte entonces? Apostemos firmemente porque sí es posible
cambiar el curso de la historia. Si pudimos llegar al planeta Marte y liberar
la energía del átomo, o domesticarnos y dejar de ser animales, ¿no será posible
plantearnos no seguir matándonos?
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