Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde
Puebla, México
Este 11 de septiembre
de 2013, se cumplen cuarenta años del derrocamiento del gobierno de la Unidad
Popular en Chile, encabezado por el insigne Salvador Allende. La efemérides se
ha visto ahora opacada porque también se comparte con el aniversario de los
atentados terroristas en Nueva York y Washington. Para Latinoamérica es
importante recordar este hecho porque marcó profundamente a la región y al mundo entero. La lucha de Allende al lado de los partidos
Socialista, Comunista, Radical y el Movimiento de Acción Popular Unitaria
(MAPU) fue expresión de una búsqueda de la transformación revolucionaria de Chile que se alejaba de fórmulas ajenas a la propia realidad de Chile.
Y esta indagación sobre la especificidad
chilena llevó a las fuerzas integradas en la Unidad Popular a plantearse
una vía pacífica y democrática de lucha por el poder del estado y a
pensar, como le gustaba decir al
mismo Allende, en una revolución enfilada
al socialismo con sabor a “empanadas y vino tinto”.
Salvador Allende
encabezó un movimiento que se alejaba de las experiencias del primer ciclo
guerrillero observado en América latina después del triunfo de la revolución
cubana. No en balde Ernesto Che Guevara le dedicó su libro “Guerra de
Guerrillas” con una dedicatoria en la que escribió “A Salvador Allende, que por otros medios
trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che”. Al optar por una vía distinta a la lucha armada en el
esfuerzo por un orden social justo e
igualitario, la izquierda chilena y particularmente el propio Allende también
propugnaron por una sociedad socialista que se distinguiera del canon
soviético. El reto fue la construcción de un orden socialista en el contexto de
una profundización democrática. Pese al embate ultraderechista y de las cúspides
empresariales más recalcitrantes, pese a los paros camioneros, el desabasto, la
inflación provocada por el boicot, los asesinatos políticos y las
provocaciones, el gobierno encabezado por Salvador Allende avanzó en la lucha
por una mayoría electoral que lo fortaleciera. Si en septiembre de 1970,
Allende ganó la presidencia con el 36.6% de los votos, en las elecciones
legislativas de 1973 la Unidad Popular triunfó con un 44.11% de los votos y
frustró así los planes de la oposición
de derecha encabezada por la Democracia Cristiana y el Partido Nacional de
lograr los dos tercios en el Senado para
de esta manera destituirlo. Este triunfo electoral de la Unidad Popular
convenció a la derecha chilena de que la única salida para deshacerse de
Allende era a través del golpe de estado.
Cercado en el Palacio
de la Moneda con sus más cercanos colaboradores, Allende cumplió su palabra.
Excluida la salida institucional y democrática para destituirlo, solamente
muerto habrían de sacarlo de la presidencia. Todos estos años transcurridos,
desde aquel lejano septiembre de 1973 cuando siendo un joven participé en las
manifestaciones de protesta que se hicieron con motivo de su derrocamiento, he
imaginado a Allende pensando que no le sucedería lo mismo que a Arbenz, el antecedente más inmediato de un golpe de estado contra un
gobierno revolucionario electo democráticamente. El proyecto pinochetista,
dictadura y neoliberalismo, entró en
crisis unos años después en materia de régimen político. Esto se evidenció en
el plebiscito nacional de 1988 cuando el 56% de los votantes optó por el “No” a
la continuación de Pinochet en el gobierno hasta 1997. Pasarían muchos años más
antes de que el proyecto económico neoliberal de la dictadura haya empezado a
mostrar sus primeras grietas. Esto ha acontecido desde la “rebelión de los
pingüinos” (estudiantes de secundaria) en 2006 y las gigantescas movilizaciones
estudiantiles de 2011 y 2012.
Enterrado en la
calumnia y el olvido durante muchos años, hoy Salvador Allende camina por toda
América Latina.
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