La respuesta
gubernamental mexicana a los hechos en Guerrero raya en el realismo mágico.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
Siempre he dicho que a
México se le conoce y se le entiende mejor por su literatura que por la
ensayística o la información periodística.
Quien haya leído la novela “La casa de bambú. Historia de agravios y
rebeliones”, de Saúl López de la Torre, podrá entender perfectamente las
razones que condujeron a la represión y posterior desaparición de los
estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en el municipio de Iguala
del Estado de Guerrero. No creo que López de la Torre pueda ver el futuro, pero
él mismo como estudiante de una escuela de estudiantes normalistas rurales
conoce desde adentro el intríngulis del fenómeno.
Uno de los
protagonistas de su novela, Camilo se transforma en dirigente de los estudiantes rurales, como lo fue el
mismo Saúl López. Un párrafo del Capítulo V del libro relata
que” En la normal rural los pobres entre los pobres aprendían los rudimentos
del conocimiento científico y las técnicas para organizar la comunidad a partir
de la escuela. Organizarla y capacitarla para liberarse de la garra de los
caciques, para ejecutar proyectos y programas de fomento productivo con
créditos a tasas subsidiadas de la banca oficial, y producir y comercializar
con mejores herramientas”. Acaso, ¿eso los hace enemigos de la sociedad y del
gobierno? En el libro sí y en la vida real del México del siglo XXI también,
vistos los hechos del 26 de septiembre pasado en ese municipio del sur profundo
mexicano.
Para entender la
actuación del Estado frente a los acontecimientos posteriores a esa aciaga
noche, baste recurrir a dos obras recientes de la literatura mexicana, “La silla del águila” de Carlos Fuentes,
y “La conspiración de la fortuna” de
Héctor Aguilar Camín, publicadas en 2003 y 2005 respectivamente. Las dos me permitieron entender como nada
antes lo había logrado, el funcionamiento del poder en México, a partir de sus
leyes no escritas que paradójicamente y en el mayor espíritu garciamarquiano son
más transparentes que las escritas.
En la novela de Aguilar
Camín, se podrá conocer la intriga y los vaivenes de la política mexicana. Como
explicó el crítico mexicano José Luis Gómez Serrano “es un fresco de la
realidad y la complejidad de la política mexicana, de las enormes oportunidades
que ofrece a unos privilegiados, y del engaño en que a la postre se convierten
esas oportunidades”.
El libro regresa en el
tiempo para describirnos el entramado de poder construido por el Partido de la
Revolución Institucional (PRI) en 60 años de gobierno. Aunque “cualquier
parecido con la realidad es pura coincidencia” el protagonista y su
familia saben aprovechar el mando: son
poseedores de una gran fortuna y propiedades, los hijos resultan privilegiados
en el manejo del poder, mientras la familia mantiene una conveniente relación
con el narcotráfico.
En palabras de Gómez
Serrano: “Si usted busca una ventana a la política en México que no mire desde
la perspectiva de un partido o de una ideología, este es un buen lugar.
Encontrará mexicanos de carne y hueso, bosques y sierras y ciudades, y hechos
como los que leemos en el periódico de hoy”.
Por el contrario, el
texto de Carlos Fuentes es una proyección de México al futuro y específicamente
de finales de la década actual. Incursiona en los ámbitos políticos y sociales,
nacionales e internacionales. En la
trama, México no ha variado mucho, es un país dependiente, cuyos gobiernos
siguen manifestando sumisión a Washington. El hilo de la novela se desarrolla a
partir de relatos sobre la vida de personajes corruptos, traidores, que se
valen de inauditas e inconcebibles relaciones de compadrazgo, compra y venta de
favores e hipocresía para obtener sus objetivos. En los dos libros, se
describen 80 años del pasado, presente y futuro de México.
Alguien podría afirmar
“eso es solo ficción”, pero cuando la literatura es sensible, tiene la
capacidad de reflejar los pormenores de la vida social de un país, dándonos a
conocer la historia y la política de forma entretenida. Al respecto, en 1995
Gabriel García Márquez señaló: “Dicen que yo he inventado el realismo mágico,
pero solo soy el notario de la realidad. Incluso hay cosas reales que tengo que
desechar porque sé que no se pueden creer”.
La respuesta
gubernamental mexicana a los hechos en Guerrero raya en el realismo mágico.
Apenas el 29 de octubre, más de un mes después de los hechos, el presidente
Enrique Peña Nieto se dignó en recibir a los padres de los jóvenes
desaparecidos. Tal vez sea casualidad, pero fue ese mismo día cuando el
presidente de Estados Unidos, Barack Obama informó a través de un vocero de la
Casa Blanca, que la situación en México era preocupante.
Posteriormente, el 7 de
noviembre, el Procurador General de la República (PGR) Jesús Murillo Karam informó que según las
declaraciones de tres testigos participantes en las acciones que derivaron en
la desaparición de los estudiantes, éstos “fueron asesinados después de que
policías de los municipios de Iguala y Cocula los entregaran al grupo criminal
«Guerreros Unidos». Sus cadáveres fueron después quemados, se depositaron los
restos en bolsas y fueron arrojados en un río cercano”. Con esto dio por
cerrado el caso.
La inmediata
movilización nacional e internacional denunció y rechazó tales declaraciones,
siendo, -esta vez- el propio Papa
Francisco quien ese mismo día dijera que quería “expresar a los mexicanos aquí
presentes y a los que están en la
Patria, mi cercanía en este momento doloroso de la legal desaparición, pero
sabemos asesinato de los estudiantes”. Dictamen santo. Sin comentarios.
Los acontecimientos son
aterradores. La búsqueda de los estudiantes ha significado encontrar hasta 32
fosas comunes con centenares de cadáveres,
aunque la cifra varía según la
fuente. El propio Murillo Karam no ha
sido capaz de dar datos precisos al respecto. Ante dos solicitudes hechas a la
PGR por la revista digital mexicana Real
Politik, previamente a los acontecimientos y en fechas diferentes, mismas que
fueron contestadas el 5 y 8 de septiembre, la institución garante de la
justicia y el Estado de derecho en México refirió en la primera ocasión “el hallazgo de 82 fosas clandestinas y mil
537 cadáveres entre 2009 y marzo de 2014; tres días después contestó a la otra
solicitud, afirmando que entre 2005 y marzo de 2014 —un periodo de tiempo más
amplio que en la primera petición— había localizado 32 fosas y 425 cadáveres,
es decir, una diferencia de 50 fosas y menos de una tercera parte de los
cuerpos referidos en la anterior solicitud”.
Esto no es ficción, es
la expresión concentrada de la putrefacción de un sistema de complicidades y
acuerdos que soslayan, cubren y protegen el delito. Sólo la movilización
popular y la exigencia de las familias y
amigos de los estudiantes así como de toda la sociedad decente del México
maravilloso que hemos conocido desde siempre, podrán impedir que este crimen
quede en el olvido como un suceso más de la milenaria vida del país de los
mayas y los aztecas. El espacio de la ficción, -cuando se habla de política-,
tiene un límite, pareciera que en México el mismo no existe. Recuerden al Gabo:
“…incluso hay cosas reales que tengo que desechar porque sé que no se pueden
creer”.
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