A 25 años del asesinato de los jesuitas
de la Universidad Centroamericana de El Salvador, la desigualdad, la impunidad,
la violencia y la alevosía impuestas por los grupos dominantes de Centroamérica
sigue campeando. En esas condiciones no puede haber desarrollo ni paz.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Afiche conmemorativo de la comunidad jesuita de Panamá (Tomado de Jesuitas Centroamérica). |
En la madrugada del 16 de noviembre de
1989, el Batallón Atlacatl, fuerza de choque especializada en guerra
contraisurgente del Ejército de El Salvador, ingresó en las instalaciones de la
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, entidad de educación superior
regenteada por jesuitas, y asesino a ocho personas, seis de ellas académicos de
dicha universidad, y dos mujeres que trabajaban en servicios domésticos con
ellos.
La masacre ahí perpetrada se dio en el
marco de la ofensiva que llevaba a cabo el Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional (FMLN) en San Salvador, la ciudad capital del país, y que
había llevado al régimen de Alfredo Cristiani a sentirse acorralado.
En un contexto más amplio, este
asesinato debe entenderse como parte de
la persecución que sufrieron en Centroamérica, durante los años de la guerra,
religiosos que, ante la evidencia insoslayable de la explotación e injusticias
a las que eran sometidos los pueblos centroamericanos, asumieron un compromiso
que los situó de su lado.
En esa asunción de compromiso jugó un
papel ideológico central las transformaciones que se originaron en la Iglesia
Católica con el Concilio Vaticano II (1962), convocado por el Papa Juan XXIII,
y las reuniones del episcopado latinoamericano de Medellín (Colombia, 1968) y
Puebla (México, 1979), que dieron pie al afianzamiento de la Teología de la
Liberación.
Muchos fueron los sacerdotes y seglares
que sufrieron consecuencias similares a las de los jesuitas en El Salvador,
pero en ese país se sucedieron algunas de las acciones represivas que, por el
rango y visibilidad de las víctimas, tuvieron mayor resonancia.
Recuérdese, solo a manera de ejemplo, el
asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, a la sazón arzobispo de San
Salvador, quien fue asesinado por un
francotirador cuando oficiaba misa en la capilla del hospital de cancerosos el
24 de marzo de 1980, un día después de dirigirse a los soldados en su homilía:
“Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cesen la represión”.
Los jesuitas asesinados constituían un
grupo de brillantes intelectuales reconocidos por sus aportes a las ciencias
sociales y sus análisis fundamentados de la realidad salvadoreña:
El rector, Ignacio Ellacuría, vasco
español, era filósofo y teólogo de la liberación, científico social y e
impulsor de la teoría crítica de los derechos humanos. En 1990 y 1991
aparecieron dos de sus libros mayores: Conceptos
fundamentales de la teología de la liberación, de la que fue editor
junto con su compañero Jon Sobrino, entonces la mejor y más completa visión
global de dicha corriente teológica latinoamericana, y Filosofía de la realidad histórica,
editada por su colaborador Antonio González, cuyo hilo conductor es la
filosofía de Zubiri, pero recreada y abierta a otras corrientes como Hegel y
Marx, leídos críticamente. Es parte de un proyecto más ambicioso trabajado
desde la década los setenta del siglo pasado y que quedó truncado con el
asesinato. Posteriormente la UCA publicó sus Escritos
Políticos, 3 vols., 1991; Escritos
Filosóficos, 3 vols., 1996, 1999, 2001; Escritos Universitarios, 1999; Escritos Teológicos, 4 vols., 2000-2004.
Ignacio “Nacho” Martín-Baró, español,
psicólogo, parte en sus trabajos de la
idea de tomar como punto de partida del ejercicio profesional la propia
realidad del contexto cotidiano, privilegiando la comprensión de esta como eje
de la actividad científica. De esta manera se atienden las relaciones que
vinculan entre sí la estructura social con la estructura psicológica y
viceversa. En este sentido, se concibe el ser humano como agente responsable de
su propio destino y de los procesos sociales en los que participa, teniendo en
cuenta los condicionantes sociales e históricos que lo constituyen y la
definición de la acción humana como “la
puesta en ejecución de un sentido”, se convierten en los pilares a
partir de los cuales se configura lo que se ha llamado la Psicología Social desde Centroamérica o
Psicología de la Liberación.
Segundo Montes, cuya gestión,
investigación y análisis en torno a los refugiados salvadoreños en los Estados
Unidos siguen teniendo plena vigencia hasta nuestros días, cuando los
salvadoreños se han transformador en la principal población de migrantes centroamericanos
en ese país.
Cómo dijo el rector de la Universidad
de Loyola en Andalucía en el acto de recordación de este año: “Liderados por Ignacio Ellacuría, los Mártires de la
UCA entendieron la universidad de un modo nuevo poniendo el complejo aparato
científico al servicio de verdaderos procesos de transformación histórica”, lo
cual es totalmente cierto en países en los que, ya en la década de 1970,
rectores de la Universidad de El Salvador como Fabio Castillo y Rafael Mejívar,
o de la Universidad de San Carlos de Guatemala como Rafael Cuevas del Cid,
Roberto Valdevellano y Saúl Osorio, habían sido perseguidos y hostigados al
punto que, algunos de ellos, habían tenido que partir al exilio.
Aunque se ha podido establecer con
precisión quiénes fueron los responsables del asesinato, 25 años después de
cometido el sistema judicial salvadoreño, copado aún por las fuerzas de la
derecha, a pesar que el país haya optado por dos períodos consecutivos por el FMLN,
no mueve un dedo para juzgarlos y, cuando la justicia española ha solicitado la
extradición de los sindicados, se ha negado a hacerlo.
Son las secuelas de una guerra que
marcó a fuego a El Salvador y a toda Centroamérica. ¿Cómo puede alguien
sorprenderse que sean estos países, que han sufrido de tanta violencia,
atropellos e impunidad, los que exhiben hoy los más altos índices de violencia?
A 25 años del asesinato de los jesuitas
de la Universidad Centroamericana de El Salvador, la desigualdad, la impunidad,
la violencia y la alevosía impuestas por los grupos dominantes de Centroamérica
sigue campeando. En esas condiciones no puede haber desarrollo ni paz.
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