Como es lógico, el centenario de la muerte del general Julio Argentino
Roca ha reavivado polémicas sobre su actuación pública.
Carlos María Romero Sosa /
Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina
Julio A. Roca, presidente de Argentina entre 1880-1886 y 1898-1904. |
Sin duda alguna la mayor objeción hacia el dos veces presidente de la
república se centra en la Campaña del Desierto; una guerra a todas luces cruel
y cuyos excesos merecieron en su hora reproches hasta del arzobispo de Buenos
Aires monseñor Aneiros. Hay quienes justifican esa acción pretextando que los
mapuches vencidos eran de origen chileno, como si los pueblos originarios no
hubieran antecedido a las divisiones políticas productos de la conquista y
colonización de estos territorios. Aunque cabe asimismo reconocer que décadas
antes de la ofensiva encabezada por Roca
cuando era ministro de guerra y marina de Avellaneda, hubo otra campaña
dirigida por Juan Manuel de Rosas en 1833, tanto o más cruel que aquélla y de
la que poco se habla en la actualidad. Es más, autores enrolados en el
revisionismo han ensalzado al proclamado “Héroe del Desierto” y Manuel Gálvez.
al trazar la biografía del Restaurador registró sin objeción ética alguna la
proclama a la que juzgó “bella como todas
las suyas” en la que Rosas expresó: “¡Soldados
de la División del Sur! La campaña que abrimos debe cerrar la historia de
nuestras empresas contra los indígenas, y poner término a la guerra de dos
siglos, cuya duración es el baldón de nuestra patria”. De clemencia, virtud
moderadora de la pasión, nada.
Sin embargo, en honor a la justicia histórica deben reconocerse los
méritos de la gestión gubernativa roquista. Incluso sectores intelectuales de
izquierda así lo han venido haciendo desde tiempo atrás, y Jorge Abelardo Ramos en su “Historia de la
Nación Latinoamericana” pudo observar entre el haber del ciclo bajo la
influencia del tucumano, que quedó
concluida la unidad del Estado en 1880 “y
federalizada Buenos Aires por el ejército
de provincianos dirigido por Roca, (cuando) la gran provincia quedó sin su
orgullosa ciudad, que pasó a ser de jurisdicción federal, terminando un viejo
pleito”. Y entre otros aciertos uno
no menor fue la elección durante sus dos mandatos de excelentes colaboradores
en las diferentes áreas ministeriales. Así pudo instaurarse un régimen que
aunque ideológicamente conservador tuvo aristas en extremo progresistas merced a gabinetes –bien que también fue su
ministro de justicia e instrucción pública el cordobés Manuel D. Pizarro,
alguien que se opuso a la ley de matrimonio civil finalmente sancionada en
1888- en los que sobresalieron Eduardo Wilde, Bernardo de Irigoyen, Luis María
Drago, Marco Avellaneda y sobre todo Joaquín V. González..
Precisamente a este último le cupo en 1902 promover la modificación
del régimen electoral estableciéndose el escrutinio uninominal. Y sabido es que
en resulta de ello, en 1904 fue electo Alfredo Lorenzo Palacios primer diputado
socialista de América. El historiador
Víctor García Costa, en su libro “Alfredo Palacios entre el clavel y la
espada”, trascribe las palabras del ministro del interior González pronunciadas con motivo del defender el
proyecto del Poder Ejecutivo: “No nos
debemos asustar porque vengan a nuestro Congreso representantes de las teorías
más extremas del socialismo contemporáneo. ¿Porqué nos hemos de asustar? ¿Acaso
no somos también parte de ese movimiento de progreso de la sociedad
humana? ¿Acaso no formamos parte de la
civilización más avanzada? Es mucho más
peligrosa la prescindencia de esos
elementos que viven en la sociedad sin
tener un eco en este recinto, que el darles representación”.
No es de extrañar que González emitiera tales conceptos toda vez que
en una suerte de humanización de aquel “periodo eficaz, progresivo y hasta
despiadado a partir de 1880”, en la caracterización de David Viñas, impulsó el
primer proyecto de Código de Trabajo creando para ello una comisión que
integraron entre otros José Ingenieros, Leopoldo Lugones -por entonces
socialista-, Augusto Bunge, Manuel Ugarte
y Enrique del Valle Iberlucea. Que poco antes encomendó al español Juan
Bialet Massé informar sobre el estado de las clases obreras argentinas y hasta
que designó en la Universidad Nacional de la Plata, de la que fue fundador y
presidente, al antes nombrado del Valle Iberlucea -notable jurista electo en 1913 senador por la Capital Federal
en representación del partido socialista-, secretario de esa casa de altos
estudios. Según dato que proporciona Vicente Osvaldo Cutolo en su Nuevo Diccionario
Biográfico Argentino, del Valle era hombre de confianza del autor de “Mis
montañas” y permaneció en esas funciones
desde la fundación de la Universidad de la Plata hasta 1913.
Lo cierto es que la visión nada sectaria del ilustre riojano permitió
que el veinteañero Palacios pudiera, desde su banca, oxigenar la República
conservadora diseñada por la Generación
del Ochenta, generación de la que “El
Zorro” y su régimen fueron la fórmula política más acabada. Y ello al llevar el
verbo del legislador socialista Palacios, la expresión de agravios del naciente
proletariado argentino.
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