Toda la obra de Martí es un llamado a transformar el mundo, y no un
mero intento de interpretarlo. Por el contrario, el modo en que nos propone
entender el mundo explica la medida en que su desarrollo va poniendo en el
orden del día lo peor de su origen, y lo mejor de sus posibilidades de
transformación.
Guillermo Castro H. / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Alto Boquete, Panamá
Dijo
alguna vez Roberto Fernández Retamar que eran tales la riqueza y la complejidad
del pensar y el hacer martianos que quizás nunca llegaríamos a comprender del
todo el alcance de su legado. Una observación así, por parte de quien conoció
tan al detalle la obra de Martí, no puede sino incitar a precisiones a partir
de un elemento que vale la pena resaltar: la capacidad del legado martiano para
dar cuenta de nuestro devenir de un modo que estimula y facilita la tarea de
vincularnos con formas equivalentes del pensar y el hacer humanos que operan en
las más diversas regiones del planeta.
En
este sentido, por ejemplo, la vigencia martiana puede ser comprendida, en su
relación con aquel devenir, de un modo semejante al planteado por Rosa
Luxemburgo para explicar – mutatis mutandis – la capacidad de la obra de
Marx para perdurar después de su muerte.[1] Así,
decía Rosa en 1903 que
No es cierto que, en lo que hace a nuestra lucha
práctica, Marx esté perimido o lo hayamos superado. Por el contrario, Marx, en
su creación científica, nos ha sacado distancia como partido de luchadores. No
es cierto que Marx ya no satisface nuestras necesidades. Por el contrario,
nuestras necesidades todavía no se adecúan a la utilización de las ideas de
Marx.
Así las cosas, tras la obra de Martí subyacen siempre tres elementos
que enriquecen su lectura, más allá incluso de las capacidades del lector para
percibirlos en lo íntimo de sus vínculos. Esos tres elementos son, en primer
término, Cuba; en segundo, nuestra América y, en tercero, el mundo que emergía
en la transición desde el capitalismo de libre concurrencia – y su correlato
ideológico, la democracia liberal – hacia el monopólico, con su correlato
imperialista, que tendría una de sus primeras expresiones -Lenin dixit-
en la intervención norteamericana en la guerra de liberación nacional que
libraba Cuba contra España en 1898.
Es este conjunto el que culmina con aquella reflexión en que Martí
sintetiza su visión del mundo en las vísperas del viaje que lo llevaría a
incorporarse a aquella guerra necesaria – así la llamó – a la que había
convocado, y a la que tanto había contribuido a organizar y dotar de dirección:
Cada cual se ha de poner, en la obra del mundo, a lo
que tiene más cerca, no porque lo suyo sea, por suyo, superior a lo ajeno, y
más fino o virtuoso, sino porque el influjo del hombre se ejerce mejor, y más
naturalmente, en aquello que conoce, y de donde le viene inmediata pena o
gusto: y ese repartimiento de la labor humana, y no más, es el verdadero e
inexpugnable concepto de la patria. Levantando a la vez las partes todas,
mejor, y al fin, quedará en alto todo: y no es manera de alzar el conjunto el
negarse a ir alzando una de las partes. Patria es humanidad, es aquella
porción de la humanidad que vemos más de cerca, y en que nos tocó nacer; -
y ni se ha de permitir que con el engaño del santo nombre se defienda a
monarquías inútiles, religiones ventrudas o políticas descaradas y hambronas,
ni porque a estos se dé a menudo el nombre de patria, ha de negarse el hombre a
cumplir su deber de humanidad, en la porción de ella que tiene más cerca. Esto
es luz, y del sol no se sale. Patria es eso.[2]
Puede uno, en efecto, seguir la formación y las transformaciones de la
obra martiana en la interacción entre esos tres elementos. Ella es evidente en
lo que va de La República Española ante la Revolución Cubana, publicada
en Madrid en 1873, a sus veinte años, en su destierro en España, a El
Manifiesto de Montecristi, de 1895, en el que -junto a Máximo Gómez-
explica los motivos de la guerra de liberación y llama a apoyarla, pasando
naturalmente por Nuestra América, publicada en New York y México en
enero de 1891.
Se verá, en un examen así, que toda la obra de Martí es un llamado a
transformar el mundo, y no un mero intento de interpretarlo. Por el contrario,
el modo en que nos propone entender el mundo explica la medida en que su
desarrollo va poniendo en el orden del día lo peor de su origen, y lo mejor de
sus posibilidades de transformación. De allí la naturalidad con que llega a
nosotros, desde sus cuadernos de notas de fines del siglo XIX, aquella reflexión
sencilla y clara sobre las tareas que es cambio de mundo demanda hoy como
nunca:
Este
miedo generoso, este cuidado de hijo y padre a la vez, este cariño en que caben
todos los necesitados de él, y tanto los que pecan por falta de él como los q.
lo desconocen, esta vigilancia incansable, y trabajo de preparación; esta
atención a la sustancia de las cosas y no a la mera forma, esta política que
funda, y no la que disgrega; esta política de elaboración es lo revolucionario.[3]
Alto Boquete, Panamá, 6 de septiembre
de 2019
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