La pregunta sigue
siendo: ¿por dónde ir si hablamos de transformación, de cambio social?
Evidentemente la potencialidad de este descontento, que en buena parte de
América Latina se expresa en toda la movilización popular anti-industria
extractivista (minería, centrales hidroeléctricas, monoproducción agrícola
destinada al mercado internacional), puede marcar un camino.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
A partir de las últimas
décadas del siglo pasado asistimos a una gradual pero permanente decadencia de
los partidos políticos tradicionales. Esto se da tanto en la derecha como en la
izquierda. Las poblaciones van evidenciando un creciente hastío en relación a
las formas tradicionales de la “política profesional”, dada por tecnócratas,
burócratas siempre alejados de la gente, “mentirosos de profesión”. La política
hecha a través de los partidos (farsante, embustera, manipuladora) sigue siendo
la forma en que se maneja la institucionalidad de los Estados nacionales, pero
cada vez más es la mercadotecnia, el manejo “de mentes y corazones” –como pedía
Joseph Goebbels en su momento en la Alemania nazi, o más recientemente el
polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky, maestro en estas artes–, la
tecnología publicitaria, la que “hace” la política. O, al menos, la que se
encarga de “manejar” a las grandes masas. Las decisiones fundamentales, por
supuesto, se siguen haciendo en las sombras. Y no la hacen los “políticos de
profesión” precisamente, sino los que les financian las campañas y para
quienes, en definitiva, trabajan.
De ningún modo esos
partidos están agotados, pues continúan siendo correas de transmisión entre el
poder económico –los verdaderos amos– y las grandes masas, ofreciendo las capas
de burócratas que manejan los aparatos estatales. Pero la credibilidad de esos
partidos está en este momento por los suelos, en todos los países capitalistas
del mundo. De todos modos, el “credo” fundamental de la politología oficial, de
la llamada “democracia representativa”, está dado por la existencia de esos
partidos. El resguardo de lo que la ciencia política de derecha funcional al
sistema llama “gobernabilidad” (o el inefable neologismo de “gobernanza”) son
esos –aunque desacreditados y un tanto aborrecidos– partidos políticos. Por así
decir: un mal necesario para el sistema.
En el campo de la
izquierda las cosas también están complicadas. Caídas las primeras experiencias
socialistas de la historia (desintegración de la Unión Soviética y la extinción
del bloque socialista europeo) el avance de las fuerzas de cambio social quedó
un tanto –o bastante– relegado. Hoy, una pregunta clave en el campo de la
izquierda es ¿cómo construir alternativas válidas, consistentes, realmente
efectivas? Los partidos políticos clásicos, con un esquema leninista si se
quiere, en el momento actual no están en crecimiento. Antes bien: han perdido
credibilidad, no arrastran gente. Al menos en lo que llamamos Occidente. El
caso de la República Popular China es otra historia, con un Partido Comunista
único por su tamaño (90 millones de afiliados) y su papel histórico. Es el
verdadero garante de las transformaciones en curso, de haber sacado de la
pobreza a 700 millones de personas, y de haber hecho del país una potencia
económica, científica y tecnológica. Pero, insistamos, ese es un caso peculiar,
irrepetible quizá en nuestras latitudes.
Hoy por hoy todo lo que
suene a confrontación, como consecuencia de décadas de bombardeo
mediático-ideológico, es visto como “peligroso”. O, cuando menos, como
desconfiable. De ahí que los partidos políticos de izquierda, los tradicionales
partidos comunistas (leninistas, o también maoístas, o trotskistas), no están
hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de partidos socialdemócratas, es
decir: fuerzas políticas que hablan un lenguaje capitalista “moderado”,
“capitalismo con rostro humano”, no hay la más mínima diferencia con los
partidos políticos de derecha. Los movimientos guerrilleros, por otro lado, en
la actualidad no son opción. Fuerzas alzadas en armas con décadas de acción
político-revolucionaria hoy se desarman para entrar al juego
“democrático-parlamentario”, sin conseguir con ello poner en marcha el ideario
que los acompañó anteriormente.
A decir verdad,
actualmente no se ve muy claro ninguna propuesta real de transformación social.
Ello no significa, en modo alguno, que el sistema capitalista esté blindado
ante los cambios. Son incontestables los elementos que demuestran su
inviabilidad a futuro: el solo ecocidio (la monumental catástrofe
medioambiental) que ha producido con su alocado modelo de consumo, o el tener
las guerras como una siempre posible válvula de escape cuando se traba, deja
ver su insostenibilidad. Sus negocios más grandes son: las armas, el petróleo y
las drogas ilegales, es decir: todas industrias de la muerte. Pero aunque no
ofrezca salida, solo, por su propio peso, no cae. Es necesario que alguien lo
derribe. ¿Quién es el sujeto revolucionario entonces en la actualidad? ¿Es
posible hoy levantar las banderas de partidos políticos revolucionarios?
Esto, en modo alguno
niega que los partidos comunistas que han llegado al poder (caso chino, caso
cubano o norcoreano) sean obsoletos, estén en retirada o no gocen de alta
credibilidad. Son ellos, en realidad, la garantía última de la construcción
socialista que, con diferencias y características propias particulares, está
teniendo lugar en cada uno de esos países.
Pero ante este panorama
de despolitización forzada, esta apatía por lo social que se vive desde la
implementación de los planes neoliberales, con esta manipulada conducta de
indolencia política que se ha impuesto, en distintas latitudes del planeta, y
sin dudas en Latinoamérica con una considerable fuerza (ganan las elecciones
candidatos de ultraderecha como Macri, Bolsonaro, Duque, Piñera, Giammattei),
lo que sí se van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes,
contestatarias, son los grupos que presentan demandas más puntuales, quizá sin
un proyecto político socialista en sentido estricto: luchas por la tierra,
movimientos de desempleados, de jóvenes, de amas de casa. O, con una gran
fuerza y sentido anti-sistémico, movimientos campesinos e indígenas que luchan
y reivindican sus territorios ancestrales.
Movimientos populares
Quizá sin una propuesta
clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el
marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a
través de los años en el siglo XX), estos movimientos campesinos y de
reivindicación de territorios propios constituyen una clara afrenta a los
intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales.
En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue
levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De
hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro
global”, del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a
estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país,
puede leerse: “A comienzos del siglo XXI,
hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos,
que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la
mayoría de los pueblos indígenas (…)
Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales
y grupos antiglobalización (…) que
podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos
latinoamericanos de origen europeo. (…) Las
tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del
Amazonas”.[1]
Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la
región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington
cuestionando así sus intereses (¿quizá también la lógica capitalista en su
conjunto?), el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente
estrategia contrainsurgente: la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta
generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército
combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo
hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que
se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el
portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular
y latinoamericano en general, escrito antes de la desmovilización de la
principal fuerza guerrillera de Colombia, pero igualmente válido ahora, “la verdadera amenaza no son las FARC [o alguna organización guerrillera vigente]. Son las fuerzas progresistas y, en
especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la
estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos
ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad,
agua dulce, petróleo, riquezas minerales],
o sea, de los pueblos indígenas”.[2]
Anida allí, entonces, una cuota de esperanza si de transformación se trata.
¿Quién dijo que todo está perdido?
No hay dudas que la
contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de
las contradicciones de clase, de trabajadores y capitalistas. Eso continúa
siendo la savia vital del sistema: la producción centrada en la ganancia
empresarial. En ese sentido, las premisas de trabajo asalariado y capital
siguen siendo absolutamente determinantes: los trabajadores generan la riqueza
que una clase, la poseedora de los medios de producción, se apropia. Esa
contradicción -que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia,
amén de otras contradicciones sin dudas muy importantes: asimetrías de género,
discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, desastre ecológico- pone
como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en
cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado
agrícola, campesinos pobres, trabajadores clase-media de la esfera de
servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa
privada, amas de casa, subocupados varios, trabajadores precarizados e
informales. Lo cierto es que, con la derrota histórica de estos últimos años
luego de la caída del Muro de Berlín y los retrocesos habidos en el campo
socialista, con el tremendo revés que la clase trabajadora ha sufrido a nivel
mundial con el capitalismo salvaje de estos años, eufemísticamente llamado
“neoliberalismo” (precarización de las condiciones generales de trabajo,
pérdida de conquistas históricas, retroceso en la organización sindical,
tercerización), los trabajadores, los verdaderos y únicos productores de la
riqueza humana, quedaron desorganizados, vencidos, quizá desmoralizados. De ahí
que estos movimientos campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son
una fuente de vitalidad revolucionaria sumamente importante.
La pregunta sigue
siendo: ¿por dónde ir si hablamos de transformación, de cambio social?
Evidentemente la potencialidad de este descontento, que en buena parte de
América Latina se expresa en toda la movilización popular anti-industria
extractivista (minería, centrales hidroeléctricas, monoproducción agrícola
destinada al mercado internacional), puede marcar un camino.
Fidel Castro,
interrogándose por la situación actual de la lucha revolucionaria en todo el
mundo, preguntaba: “¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una
clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir
una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta
clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para
ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de
marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico,
hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva
clase revolucionaria?”. Sin dudas, las posibilidades de transformación
social se ven hoy bastante escasas. El sistema capitalista ha sabido cerrar
filas contra el cambio.
Pero siempre quedan rendijas. El sistema lleva en
sí mismo el germen de su destrucción. Las contradicciones que le son inherentes
-la lucha de clases- dinamiza la historia, y en algún momento eso estalla. Como dijo el multimillonario estadounidense Warren Buffett: “Por
supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está
haciendo la guerra, y la estamos ganando”. La gran incógnita es cómo hacer
hoy para encender esa mecha que ponga en marcha las transformaciones.
Movimientos populares y
vanguardia
Esos movimientos populares espontáneos que mencionábamos más arriba,
definitivamente tienen una gran potencialidad. En Argentina, por ejemplo, en
diciembre del 2001, al grito de “¡Que se vayan todos!”, en dos semanas
sacaron a cinco presidentes. Y en Ecuador, los movimientos indígenas, liderados
en parte por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador -CONAIE-,
en parte actuando espontáneamente, ya tienen una larga tradición de lucha y
movilización, pues en estos últimos años expulsaron del gobierno a tres
presidentes por corruptos, antipopulares y represores: Abdalá Bucaram, Jamil
Mahuad y Lucio Gutiérrez. Y en estos pasados días, con una valiente acción de
calle incendiando la ciudad capital, Quito, lograron que el claudicante
presidente Lenín Moreno diera marcha atrás con un acuerdo fijado por el Fondo
Monetario Internacional que contenía un “paquetazo” de medidas de ajuste
económico antipopular.
Ejemplos de movimientos populares espontáneos hay muchos, heroicos en
todos los casos, valerosos, que se enfrentaron en numerosas ocasiones a las
fuerzas represoras, y triunfaron: la reacción espontánea de la población
venezolana ante un aumento desmedido de tarifas en lo que se conoció como
Caracazo, en 1989, lo que posibilitó la aparición de Hugo Chávez años después.
O la salida espontánea de cientos de miles de seguidores de Hugo Chávez ya
presidente, cuando fue derrocado por un golpe de Estado de extrema derecha en
1992, logrando su restitución casi inmediata.
En la historia reciente hay cuantiosos ejemplos de estallidos populares,
de movimientos sin propuestas partidarias, pero de gran energía política, que
influyen en las dinámicas sociales, a veces de forma profundísima: Movimiento
de los Sin Tierra en Brasil, movimientos Okupa en diversas partes del mundo
tomando tierras y construcciones abandonadas para habitar, movimientos por la
diversidad sexual, estallidos espontáneos como la Primavera Árabe (luego
manipulada y tergiversada). Aclárese rápida y muy enfáticamente que no hacemos
entrar aquí lo que se conoce como “Revoluciones de colores”, por ser ellas
manipulaciones arteras hechas desde centros de poder con fines bien
delimitados, utilizando descontentos populares que son vilmente manejados
(recuérdese Goebbels y Brzezinsky) .
Ahora bien, la pregunta fundamental ante todo esto: ¿constituyen estos
movimientos -desde la reivindicación anti industria extractiva a los desfiles
gay, desde las protestas estudiantiles con toma de universidad ante los
“cacerolazos” que aparecen espontáneamente cada tanto- un verdadero fermento
revolucionario, una verdadera chispa que puede encender el fuego del cambio profundo?
La observación serena de los resultados de todos ellos muestra que sí,
efectivamente, como acaba de suceder en Ecuador, tienen una enorme fuerza
política (le torcieron el brazo a uno de los más poderosos organismos del
capital global en este caso), pero no alcanzan para colapsar al sistema, para
producir una revolución victoriosa. Como alguna vez expresó un mural callejero
durante la Guerra Civil Española: “Los pueblos no son revolucionarios, pero
a veces se ponen revolucionarios”. ¿Qué se necesita para que esa chispa,
ese enorme descontento popular que anida en la gente se pueda transformar en un
verdadero cambio de estructuras? Una vanguardia, un grupo organizado y con
claridad política que pueda conducir esa fuerza contestataria encausándola en un
auténtico proyecto transformador.
Este breve opúsculo no hace sino poner al debate este espinoso,
dificultoso y controversial tema de la vanguardia (o como quiera llamársele).
¿Pueden estas insurrecciones populares espontáneas dirigirse solas a un cambio
revolucionario, o es necesaria la presencia de una organización política
articulada que oriente el camino? Vieja y trascendental discusión. Entiendo que
la experiencia enseña que el espontaneísmo solo no alcanza. Pero ¿cómo se
construye esa fuerza de vanguardia?
[1] En Yepe, R. “Los informes
del Consejo Nacional de Inteligencia”. Versión digital disponible en la página:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
[2] Boaventura Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión
digital disponible en https://saberipoder.wordpress.com/2008/03/13/estrategia-continental-boaventura-de-sousa-santos/
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