Hasta ahora Venezuela presentó el menor índice de
desigualdad social de América Latina. Pero no hay igualdad en un país dividido
entre una moneda a la que tiene acceso sólo una minoría y otra con la que la
mayoría no puede comprar nada.
Luis Britto
García / ALAI
“Ya no tengo más voz que la que tiene/ un hombre
entre la noche, sacudido/ por una pesadilla que va y viene”, escribe Aquiles
Nazoa sobre la represión contra los revolucionarios griegos. Contra pesadilla
que va y viene, la voz debe alzarse una y otra vez.
Se sabe que en Venezuela 97,5% de las divisas
proviene de las exportaciones del Estado, única entidad competente para ejercer
la industria petrolera; que el gran y casi único negocio de la burguesía
parasitaria es lograr que el Estado le aporte ese ingreso, al extremo de que
sólo entre 2003 y 2014 fueron transferidos 329.756 millones de dólares del
Tesoro Público a un sector privado cuyas exportaciones no aportan más del 2,5%
de las divisas que nos ingresan.
Para combatir esa situación, sancionó Chávez el
DECRETO CON RANGO, VALOR Y FUERZA DE LEY DEL RÉGIMEN CAMBIARIO Y SUS ILÍCITOS,
el cual disponía restrictivamente cuáles órganos del Estado podían vender
divisas a los particulares, para qué finalidades, a qué precio, con cuáles
trámites, y las sanciones a ser aplicadas por infracción.
Esa restricción en el otorgamiento de divisas por
el Estado fue siempre considerada fundamental. “Ni un dólar más para los
golpistas”, precisó Chávez al sancionarla. “Si quitamos el control de cambios
nos tumban”, reiteró Aristóbulo Isturiz en 2016. A pesar de haber sido violado
con escandalosa frecuencia, este Decreto Ley evitó la fuga de 422.669 millones
de dólares entre 2003 y 2014 y posibilitó que hasta 2018 conserváramos unos
8.756 millones de dólares en las reservas, que impedían que el país fuera
declarado en “default” o quiebra.
Comprensiblemente, el candidato opositor Henry
Falcón arranca su campaña presidencial en enero de 2018 con una promesa central:
la sustitución del bolívar por el dólar como signo monetario de Venezuela.
Incomprensiblemente, en agosto del mismo año el
gobierno elimina el control de cambios, abriendo paso al programa de
dolarización prometido por el perdedor Henry Falcón, a pesar de que tal
operación es imposible.
En primer lugar, el artículo 156 de la Constitución
de la República Bolivariana de Venezuela pauta que “es de la competencia del
Poder Nacional: 11. La regulación de la banca central, del sistema monetario,
del régimen cambiario, del sistema financiero y del mercado de capitales; la
emisión y acuñación de moneda”. Y el artículo 318 pauta que: “La unidad
monetaria de la República Bolivariana de Venezuela es el Bolívar”. Para imponer
el dólar como unidad monetaria habría que reformar la Constitución, y la
Asamblea Nacional Constituyente no será instrumento de esta rotunda pérdida de
soberanía.
Tampoco es posible que el Estado adquiera los
dólares necesarios para utilizarlos como moneda. La masa monetaria de Venezuela
era en 2013 de 1.188.000.000.000 de bolívares, un 44.82% del Producto Bruto
Interno. El PBI para 2017 según el FMI sería de 215.307 millones de dólares;
para obtener las divisas equivalentes aproximativamente a un 44,82% de esa
magnitud deberíamos gastar la totalidad de nuestras reservas internacionales
-que a mediados de 2017 totalizaban 9.928 millones de dólares- y todavía
encontrar otros 999.990 millones de dólares en momentos en que el país
confronta problemas de liquidez para satisfacer compromisos internacionales y
realizar importaciones indispensables.
Aparte del 97,5% de las divisas que produce la
explotación de recursos naturales por el Estado, sólo hay tres fuentes de
dólares en Venezuela: la del moderado ingreso por exportaciones del empresariado,
las remesas de los familiares emigrados, y la legitimación de capitales
provenientes de actividades ilícitas.
Es imposible que el sector privado, el cual aporta
apenas 2,50% de las divisas que ingresan a Venezuela, ingrese la masa de
divisas necesaria para convertir el dólar en unidad monetaria. Dicho sector ha
recibido del sector público unos 700.000 millones de dólares a partir de 1976,
cuando se nacionalizó la industria petrolera, y en el mismo lapso ha disminuido
su inversión en 63%, estimada de acuerdo con la formación bruta de capital fijo
con respecto al PIB. La inmensa mayoría de esos dólares han sido exportados por
sus beneficiarios, los cuales ni los regresan ni los regresarán al país que se
los aportó.
Muchísimo menos factible es que las divisas
necesarias para dolarizar la economía lleguen por vía de las remesas. Según el
Banco Mundial, en 2017 los venezolanos recibieron 289 millones de dólares en
remesas desde Estados Unidos, suma que no alcanza al millón diario, apenas el
0,04% del total de remesas estadounidenses de ese año, e insignificante
comparada con lo que recibe Colombia con 5.535 millones de dólares (0,9% del
total), Perú con 2,974 millones de dólares (0,49%), Ecuador con 2.719 millones
de dólares (0,45%), Brasil con 2.660 millones de dólares (0,45%).
Descartadas las anteriores fuentes de captación de
divisas, sólo queda una sobre la cual es mejor no pensar y muchísimo menos no
actuar: la legitimación de capitales proveniente de actividades ilícitas.
Capitales de origen ilegal se aplican a finalidades ilegítimas. En un país
vecino compraron el aparato del Estado hasta sumergirlo en la parapolítica.
En el nuestro no sólo instalarían y fortalecerían
redes delincuenciales: tratarían de dominar con ellas el sector público y el
privado y finalmente adquirir las empresas estatales que explotan los recursos
naturales, principal fuente de ingresos de Venezuela. A pesar de la señalada
imposibilidad de adoptar el dólar como signo monetario, todo el que puede
abusar de una posición de poder o de una escasez exige el pago en divisas.
Cada moneda marca fronteras entre una clase social
y hasta un país distintos. El abismo entre el trabajo que se remunera con un
bolívar que cada vez vale menos y bienes que se adquieren con un dólar que
nadie consigue puede tragarse al país.
Hasta ahora Venezuela presentó el menor índice de
desigualdad social de América Latina. Pero no hay igualdad en un país dividido
entre una moneda a la que tiene acceso sólo una minoría y otra con la que la
mayoría no puede comprar nada.
Las soluciones son y serán las mismas: contra la
hiperinflación, volver a poner en vigencia la Ley Orgánica de Precios Justos de
23 de enero de 2014 y aplicarla esta vez con órganos eficaces e implacables, y
defender el carácter de unidad monetaria única del bolívar respaldándolo
directamente con nuestros valiosos recursos naturales.
Desdichado el país que estando en guerra se deja
imponer la moneda por el enemigo.
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