Putin ahora desempeña el papel del antiguo imperio
romano de Oriente, el cristiano, que sobrevivió en Constantinopla/Bizancio
cientos de años después de la caída de Roma. Todo Medio Oriente es ahora su
imperio, todas sus capitales dan la bienvenida al emperador: Teherán, El Cairo,
Ankara, Damasco, Riad, Abu Dhabi.
Robert Fisk / LA JORNADA
Donald Trump y Vladimir Putin, presidentes de Estados Unidos y Rusia respectivamente. |
En días pasados solía yo comparar la presidencia de
Trump con las dictaduras árabes. El estadunidense se solazaba en compañía del
egipcio Sisi (60 mil presos políticos) y sus febriles diatribas tenían mucho en
común con las de Muammar Kadafi, a quien no conoció, pero que también fue autor
de un libro que nunca escribió (en cambio Tony Blair y Kadafi intercambiaron
besos en la mejilla). Sin embargo, en la semana anterior he comenzado a darme
cuenta de que el orate de la Casa Blanca tiene mucho más en común con la Roma
antigua.
Mi antiguo profesor de clásicos me dijo –cuando lo
llamé melodramáticamente por mi celular desde el Foro Romano, durante la
ocupación estadunidense de Irak, en tiempos de George W. Bush– que los romanos
eran un pueblo desenfrenado, pero no se habrían impresionado con el manejo
estadunidense de la campaña en Irak.
Tenía razón, pero ahora estoy convencido de que hay
algo claramente desenfrenado en la presidencia de Trump. El odio, las amenazas,
la furia, tienen mucho en común tanto con la república romana (la versión
romana de la democracia popular) como con el imperio, en el que varios
emperadores mostraron ser tan dementes como Trump.
Catón el Censor, hombre peligroso, terminaba cada
uno de sus discursos con las palabras Carthago delenda est, Cartago debe
ser destruida. ¿No es exactamente el lenguaje de Trump? ¿No dijo que podría
borrar a Afganistán de la faz de la tierra, que podría destruir por completo a
Corea de Norte, que Irán será arrasado si ataca a Estados Unidos?
Catón logró lo que quería. Cartago fue arrasada,
sus pobladores vendidos como esclavos, aunque sus tierras no estaban sembradas
de sal, como más tarde afirmaron historiadores ingleses. Hasta ahora Trump ha
sido más Cicerón que Catón, y Pompeo más Plinio que Pompeyo. Hasta ahora.
Pero la retirada estadunidense de Siria, la mayor
desgracia de su ejército, sólo superada por su nuevo papel como mercenario de
Arabia Saudita –porque la nueva llegada de los militares estadunidenses al
reino será pagada por el régimen que masacró a Jamal Khashoggi–, tiene oscuros
ecos en la antigüedad.
Al contrario de la versión hollywoodense de su
historia, el imperio romano no se derrumbó en un par de días. Los godos, ostrogodos
y visigodos no engulleron Italia en un fin de semana. La caída del imperio
llegó poco a poco, en el curso de años, en pequeños incrementos: legiones en el
olvido, aliados tribales sin paga… y luego traicionados.
Una de las provincias romanas más problemáticas era
Cilicia. Siempre cambiaba de manos. Su pueblo se alió con Roma y luego fue
abandonado, cuando las legiones se fueron o los impuestos se agotaron. Cilicia,
por infortunada coincidencia, estaba casi exactamente sobre el borde occidental
de la actual frontera entre Turquía y Siria (kurda). Aún quedan algunas ruinas
romanas en esa antigua provincia, para recordar a sus ejércitos actuales –que
sin duda se han dado cuenta– cuál sería su destino. Dudo que haya un solo
soldado estadunidense en Siria que sepa esto… y, desde luego, ellos deben
negociar su salida de esa tierra igualmente antigua. La memoria institucional,
ya no digamos la histórica, ha sido borrada desde hace mucho por la Internet.
El imperio romano cayó en pedazos. Los senadores, que
vivían en las ruinas de la vieja república, sabían que algo andaba mal. El
pueblo entendió su caída solo en etapas. Los grandes caminos romanos dejaron de
ser reparados. Las legiones ya no podían avanzar tan rápido (aun si se
mantenían leales a Roma). Luego el servicio de correos procedente del norte de
África comenzó a fallar hasta detenerse. El trigo para el pan –venido con
frecuencia del actual valle de Bekka, en el este de Líbano– dejó de llegar a la
capital.
En medio de los disturbios populares en Roma, donde
líderes rivales se amenazaban unos a otros, estos asuntos pasaban a menudo
inadvertidos. Por desgracia, el juicio político no era opción en el mundo
antiguo.
Pero la espada (o el veneno) podía hacer su
trabajo. Los enemigos políticos eran acusados de traición. ¡Crucifíquenlos! ¿No
es eso lo que Trump dice de los medios estadunidenses, de los demócratas o de
quien se atreva a enfrentar sus abominables mentiras y sus ataques a la
democracia de su país?
No, no sugiero que el imperio estadunidense nos
dejará de la misma forma. Pero el deplorable abandono de los kurdos, la semana
pasada, la debilidad de Trump al permitir que los turcos –y sus perversos
aliados árabes– se abran camino hacia el norte de Siria a base de masacres,
tendrá el mismo efecto que tuvo en la antigüedad. Si ya no puede uno confiar en
Roma, ¿a qué imperio volverá los ojos?
Sí, al de Putin, claro. Puede que sea un tirano,
pero al menos está cuerdo. Y sus legiones se mantuvieron fuera de la guerra en
Siria y salvaron al régimen de Assad. Limpiaron de minas de Isis las carreteras
–restauraron los caminos, algunos de los cuales (increíblemente) eran caminos
romanos– y aprendieron árabe. Tal vez, de hecho, Putin ahora desempeña el papel
del antiguo imperio romano de Oriente, el cristiano, que sobrevivió en
Constantinopla/Bizancio cientos de años después de la caída de Roma. Todo Medio
Oriente es ahora su imperio, todas sus capitales dan la bienvenida al
emperador: Teherán, El Cairo, Ankara, Damasco, Riad, Abu Dhabi.
Hace más de 20 años estuve en Washington, tratando
de encontrar al fabricante de misiles que produjo el cohete que Israel disparó
hacia una ambulancia civil en el sur de Líbano y con el que mató a todos los
que iban en ella. Y me estremeció ver cuánto se parece Washington a Roma. Sus
grandes palacios de Estado (excepto el Departamento de Estado mismo, claro)
habían sido modelados a propósito sobre la arquitectura romana.
Washington no fue construida como capital de un
imperio físico –más bien filosófico, sospecho, en mis momentos más amables–,
pero se ve (al igual que Viena, Berlín, París, Londres) como si los primeros
estadunidenses de la era de la independencia intuyeran que algún día sería la
capital de la nación más poderosa de la tierra. Bueno, lo fue.
Pero Trump ha cambiado todo eso. Para desesperación
de sus pocos amigos (los no desenfrenados) y gozo de sus enemigos, ha degradado
a su país. Los sirios, cuya historia se remonta mucho más atrás que la de los
estadunidenses, han vuelto a aplicar su vieja política: esperar. Y esperar. Y
luego marchar sobre Manjib en el momento en que los estadunidenses se vayan.
Eso es lo que los enemigos de Roma hicieron cuando las fronteras del imperio se
derrumbaron en Germania y luego en las Galias y en los Balcanes –de todos los
lugares– y más tarde en Palmira y en la actual Siria.
En cuanto a la noble arquitectura washingtoniana,
ahora ocupa su lugar junto a la vieja capital del imperio austrohúngaro, donde
los espléndidos edificios vieneses de Estado parecían avergonzados de su majestuosidad.
Los poderosos e históricos muros que hay que estudiar ahora son los del
Kremlin.
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