No estamos
ante un incidente aislado, sino ante la expresión desalmada de una ideología y
de un programa político que declara la guerra a los pobres y excluidos, a esa
humanidad desesperada que emprende peligrosas travesías para acceder, al menos,
a una mínima fracción de las condiciones de vida que les son negadas en sus
países de origen.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
Disparar a
las piernas de los migrantes que intenten ingresar irregularmente a los Estados
Unidos; construir un foso lleno de agua y repleto de caimanes y serpientes, que
complemente la seguridad del muro de la infamia que se levanta en la frontera
con México; fortalecer las medidas de seguridad de las barreras fronterizas
existentes, colocando púas en la parte superior y sistemas que realicen
descargas eléctricas contra quienes intenten superarlas: estas son sólo algunas
de las medidas que, de acuerdo con publicaciones de la prensa estadounidense,
el presidente Donald Trump puso sobre la mesa en diferentes reuniones
sostenidas con sus asesores de seguridad nacional durante los últimos meses.
Todo un ideario fascista de represión y exterminio del otro, que poco tendría
que envidiar a las ideas planteadas en su tiempo por el ideólogo del nazismo Heinrich
Himmler.
Pero no son
estos los únicos exabruptos lanzados recientemente por el mandatario en
relación con el problema migratorio, que ha convertido ya en el eje de su
campaña para la reelección presidencial en los comicios de 2020. En la Asamblea General
de la ONU, un Trump agresivo y vociferante no dudó en amenazar a las
personas que intenten ingresar irregularmente a los Estados Unidos: “si llegan
no se les permitirá entrar, pronto serán retornados a sus países, no se les
dejará libres (…). Mientras yo sea el presidente aplicaremos nuestras leyes y protegeremos
nuestras fronteras”, en tanto que omitió toda referencia a las violaciones de
derechos humanos que comete el gobierno federal contra niños y adultos en los
campos de detención de migrantes en la frontera con México.
No estamos
ante un incidente aislado, sino ante la expresión desalmada de una ideología y
de un programa político que declara la guerra a los pobres y excluidos, a esa
humanidad desesperada que emprende peligrosas travesías para acceder, al menos,
a una mínima fracción de las condiciones de vida que les son negadas en sus
países de origen. Esa visión de mundo, esa mentalidad devenida hegemónica de la
mano del capitalismo, encarna coyunturalmente en la figura de Trump, pero va
más allá de este odioso personaje.
Como bien lo
afirmó el intelectual Howard Zinn, “no hay país en la historia mundial en el
que el racismo haya tenido un papel tan importante y durante tanto tiempo como
en los Estados Unidos”. Este fenómeno, que está en la génesis de su surgimiento
como república y su posterior desarrollo como imperio, nos ayuda a comprender
el ascenso de Trump como una consecuencia perfectamente posible y casi natural de la evolución del sistema
político, económico, social y cultural estadounidense, y de la matriz ideológica
que lo sustenta –el destino manifiesto
como proyecto civilizatorio, las visiones supremacistas y de predestinación
divina para dominar el mundo, el racismo y la xenofobia, que acabaron por
imponerse a los principios emancipadores del liberalismo-. Es aquí, y no en las
teorías de la conspiración (la trama rusa), donde deben buscarse las causas de
la crisis profunda que vive la potencia del norte, la gran miseria que corroe
los cimientos de la democracia imperial.
Desde esa
perspectiva, nada de extraño tiene que la lógica del ejercicio del poder y la
racionalidad imperial que produjo, por ejemplo, las perturbadoras prácticas de
tortura en las cárceles de Abu Ghraib en Irak o de Guatánamo en Cuba, gestadas
en el marco de la guerra infinita
contra el terrorismo y del supuesto resguardo de la seguridad nacional de los Estados Unidos, produzcan ahora las
imágenes igualmente perversas –fosos, reptiles venenosos, descargas eléctricas-
que subyacen al discurso y las políticas anti-inmigrantes que emanan desde la
Casa Blanca en Washington.
Quizás por
eso, hace casi setenta años, en su Discurso
sobre el colonialismo, el poeta martiniqueño Aimé Césaire, en su demoledora
crítica sobre el rumbo civilizatorio que seguía Occidente a pocos años de
finalizada la Segunda Guerra Mundial, nos advirtiera del “gran riesgo yanqui”:
la estadounidense, decía, “es la única dominación de la que no se sale. De la
que no se sale por completo indemne, quiero decir”. ¡Cuánta razón en sus palabras,
comprobadas durante décadas de intervencionismo, opresión, desprecios, ultrajes
y violencias de todo tipo, sufridas por
los pueblos latinoamericanos y del resto del mundo!
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