Lo
que está en juego es la vida del planeta, por ello la protesta debería ser
unánime.
Carolina Vásquez Araya /
www.carolinavasquezaraya.com
La campaña
mediática y los comentarios –algunos francamente indignantes y ofensivos- para
descalificar la campaña de protesta y concienciación iniciada hace más de un
año por Greta Thunberg, una adolescente sueca de 16 años, es uno de esos
fenómenos difícilmente comprensibles. ¿Odio, miedo o simplemente rechazo a una
realidad sobre la cual estamos más o menos conscientes? Quizá se pueda sumar a
esta fórmula el pensamiento patriarcal, cuyo marco conceptual no solo considera
a la mujer un accesorio incapaz de pensar por sí mismo, sino también coloca a
la niñez y la juventud en una posición de subordinación y dependencia, cuyos
límites a la libertad de expresión demarca con feroz autoridad.
Greta
Thunberg dio ante la comunidad internacional una lección valiosa imposible de
ignorar. Sus fuertes palabras para recriminar a los representantes de los
países reunidos en la cumbre del clima en la sede de las Naciones Unidas,
cayeron sobre una audiencia cuyos objetivos están determinados por la economía
y el poder geopolítico, no así por la urgente necesidad de reformar sus
políticas para detener el acelerado deterioro ambiental que amenaza la vida
sobre la Tierra.
No es posible
ignorar que un puñado de países industrializados y sus sociedades consumistas
han agotado, en menos de un siglo, recursos no renovables extrayéndolos de
países empobrecidos por la corrupción y los conflictos bélicos provocados para
facilitar sus operaciones. Como consecuencia de esa destrucción sistemática del
equilibrio natural de la vida en el planeta, la Humanidad se enfrenta a un
futuro incierto y poblado de amenazas que ya es necesario atender.
Sin embargo,
ese escenario resulta apocalíptico para las grandes corporaciones y los países hegemónicos
que gobiernan al mundo. De establecerse parámetros estrictos de reducción de
emisiones, sustitución de fuentes de energía y cese de explotación de recursos
no renovables y de especies marinas, muchos serían los efectos en sus planes y
perspectivas económicas, en sus políticas sociales y de consumo, pero sobre
todo en un replanteamiento drástico del concepto de desarrollo. Por esa razón,
observan con recelo las acciones y el impacto de una adolescente de 16 años
quien, sin mayores alardes, ha levantado una oleada de protestas a nivel global
exigiendo acciones urgentes para detener el cambio climático.
La situación
de deterioro ambiental ha sido negada sistemáticamente por los gobiernos de
países con mayores índices de consumo, por lo tanto los mayores responsables
por la situación actual. Eso, porque en su carrera hacia el poder absoluto, un
freno de esa magnitud echaría por tierra sus ambiciones y afectaría gravemente
su hegemonía económica. De esa cuenta, el presidente de la nación más consumista
del planeta no tuvo empacho en intentar descalificar la actuación de Greta
Thunberg y tampoco desperdiciaron la ocasión quienes apoyan sus políticas.
Lo importante
no es, en realidad, quien trae el mensaje sino lo que este comunica. Como
mensajera, la joven sueca logró su cometido por la pertinencia de un tema que
afecta de manera directa a la niñez y la juventud del planeta. Una juventud
cuyas perspectivas de vida y desarrollo se ven limitadas por la codicia
corporativa y las políticas de dominación de algunas naciones súper poderosas
cuyos representantes intentaron matar –mediáticamente- a la mensajera; pero el
mensaje logró infiltrarse en la conciencia de millones de jóvenes, para quienes
la vida es mucho más importante que un sistema de consumo alienante, impuesto
por razones ajenas al bienestar humano.
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