El
sistema cuenta con la protesta social para reconducirla hacia sus intereses,
aprovechando la confusión que puede serle funcional, si no encontramos los
modos de convertir la coyuntura en un escenario favorable a los pueblos.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
El
aumento del precio del pasaje de autobús en Santiago era de 30 pesos (un
dólar son 720 pesos), elevando el costo a 830. Es evidente que la reacción
popular no fue por esos 0.04 dólares por billete, sino que obedeció a causas
muy profundas que tienen nombre: neoliberalismo/ extractivismo/ acumulación por
despojo.
El
levantamiento en Quito fue, formalmente, contra el fin de los subsidios a los
combustibles, que siempre encarecen los alimentos y escalan los precios. Los
pueblos originarios y los trabajadores aprovecharon la brecha abierta por los
transportistas, que no tienen intereses populares sino corporativos, para
lanzarse a la yugular del modelo.
En ambos
casos, y en muchos otros, lo que está sucediendo es que los pueblos están
hartos de una desigualdad que no para de crecer bajo los gobiernos de los más
diversos signos. Porque la desigualdad es estructural y está ligada de forma
estrecha al modelo extractivista, que se resume en polarización social, pobreza
creciente y concentración de poder en las élites financieras y las grandes
empresas multinacionales.
Las gigantescas
movilizaciones populares, en Quito, en Santiago, en Puerto Príncipe, por no
hablar de Barcelona, Hong Kong y París, muestran dos cosas que están pautando
la situación: el poder que ha adquirido la movilización popular, capaz de
configurar hondos virajes políticos, y que las acciones colectivas trascienden
gobiernos, cuestionando un modelo que produce miseria abajo y lujo arriba.
Para ser
más precisos: junio 2013, con 20 millones de brasileños en las calles en 350
ciudades, fue un grito contra la desigualdad que sepultó la gobernabilidad
lulista al no haber comprendido el gobierno la profundidad del clamor.
Diciembre de 2017 fue clave, pero en un sentido inverso, ya que sepultó la
gobernabilidad conservadora y clasista de Macri (https://bit.ly/2MWWh4M).
Sin
embargo, esas apreciaciones siguen siendo generales y no tocan lo central.
Caminar por las calles de Quito estos días de octubre, donde permanece el olor
pegajoso del humo de las llantas quemadas, te fuerza a la reflexión. Los
intercambios con personas de los más diversos movimientos, rurales y urbanos
disipa la niebla de la confusión sistémica en la que nos movemos.
La
primera apreciación es que en el levantamiento jugaron un papel decisivo las mujeres
y los jóvenes, que desbordaron a los dirigentes históricos. Ellas
protagonizaron la mayor marcha de mujeres en la historia de Ecuador, aportando
los saberes de la reproducción y el cuidado de la vida, sumando lucidez al
fervor juvenil sin menoscabo de la combatividad.
La
segunda es la diferencia entre un levantamiento organizado y un estallido
espontáneo. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie)
es una organización de base comunitaria, muy bien estructurada y por eso tuvo
la capacidad para sacar a los provocadores de las marchas, incluso a los
encapuchados. Algo que no está siendo posible en Chile, donde las
manifestaciones son sistemáticamente infiltradas por agentes de la policía que
alientan saqueos que vuelven a la población en contra de las protestas.
La
tercera es que el levantamiento fue posible gracias a las comunidades rurales
en primer lugar, que aportaron lo necesario para asegurar la permanencia
durante 12 días en la lejana Quito. Dos fuerzas destacaron: las comunidades de
la sierra central, al norte y al sur de la capital, y los pueblos amazónicos,
cuya llegada organizada como guardia indígena fue decisiva en las jornadas
finales.
También
hubo una presencia importante de las comunidades urbanas, los barrios pobres donde
los jóvenes jugaron un papel activo y decisivo. Un sector de las clases medias
urbanas superó el racismo fomentado por los medios y apoyó con agua y alimentos
a los pueblos originarios.
Por
último, está la interpretación de lo que viene sucediendo. Entre los diversos
análisis, creo que el más profundo es el que ensaya Juan Cuvi y sus colegas, en
un trabajo titulado El agotamiento de un modelo de control social (https://bit.ly/2W6nLsV).
Este modelo nació a comienzos de la década de 2000 con Lucio Gutiérrez y fue
desarrollado por la década de Rafael Correa.
En
efecto, el modelo está en crisis, pero no se avizora nada que lo pueda
sustituir a corto plazo. Por eso el caos en curso, que durará un tiempo imprevisible,
hasta que maduren las fuerzas capaces de superarlo. Debemos pensar en términos
de décadas, más que de años y, menos aún, comprimir los cambios en curso a los
tiempos electorales. Tampoco podemos pensar que lo que venga sea necesariamente
mejor que lo que caduca.
Un gran
desorden, como señalaba Mao Zedong, puede ser algo positivo. Un gran orden, es
el cementerio social que necesitan los capitales para seguir acumulando. No
alcanza con el desorden para modificar las cosas. El sistema cuenta con la protesta
social para reconducirla hacia sus intereses, aprovechando la confusión que
puede serle funcional, si no encontramos los modos de convertir la coyuntura en
un escenario favorable a los pueblos.
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