Honduras, escribió
Gregorio Selser, es una república alquilada al imperio, es el portaviones
estadunidense en América Central. Hoy es, además, un buque insignia de la narcopolítica continental
que hace agua. Los miles de hondureños que integran la Caravana Migrante son
los pasajeros de ese barco que buscan tierra firme para sortear el naufragio.
Luis
Hernández Navarro / LA JORNADA
Ironías de la globalización
neoliberal, esos migrantes que desean llegar a Estados Unidos huyen de la
violencia y la extorsión de las bandas criminales asentadas en Honduras
formadas con los deportados por el tío Sam. Clicas que
siembran el terror con armas contrabandeadas desde ese país dedicadas a
exportar drogas a consumidores estadunidenses.
Esos migrantes anhelan cruzar las
fronteras rumbo a la metrópoli que los convierte en víctimas en su propia
patria, porque allí esperan conseguir el empleo para ganarse la vida dignamente
que en su país les es negado por el capital trasnacional que les chupa la
sangre y condena al patíbulo.
Según cifras oficiales (cuestionadas
por varios observatorios ciudadanos), cada día se asesinan en Honduras a 14
personas. Su tasa de homicidios al año es de 56.7 por cada 100 mil habitantes.
San Pedro Sula, la segunda ciudad de Honduras, la capital administrativa y el
punto del que la Caravana Migrante partió el pasado 12 de octubre, ha sido,
durante años, la urbe más violenta del mundo. La tasa de homicidios allí es de
142 por cada 100 mil habitantes. La principal causa de los crímenes es el
narcotráfico.
La ola migrante que tiene en su
cresta a la caravana, está precipitada por la violencia. Las pandillas, la
inseguridad y la criminalidad empujan a dejar el país a gente con pocos
recursos y a menores no acompañados por adultos que preferirían quedarse en su
tierra a vivir.
La Mara Salvatrucha y
la pandilla Barrio 18 disputan
barrios, territorios, rutas para trasladar drogas. Son bandas trasnacionales
del crimen organizado. Cada año, miles de hondureños deben dejar sus casas y
tierras para huir de su extorsión y el acoso.
Estas clicas han
sido alimentadas y potenciadas por pandilleros que deportó Estados Unidos. Son
retoño de la globalización. Muchos de sus integrantes son hijos de quienes
migraron por el efecto combinado de desastres naturales y por la política de
Washington que empobreció e impidió el crecimiento económico de ese país. La
mezcla de discriminación, segregación, pobreza y pleitos con las pandillas
estadunidenses en un país que no conocían empujaron a muchos jóvenes latinos a
formar sus propias bandas para defenderse.
Las pandillas hondureñas están
aliadas a los cárteles de la
droga mexicanos. Sinaloa, Jalisco Nueva Generación, Los Zetas y
el Golfo han pactado con los grupos criminales locales para trasladar cocaína,
heroína, metanfentaminas y precursores químicos. Honduras es, para esos cárteles, mucho
más que zona de paso; es base de operaciones. Esos cárteles participan
también en el tráfico de migrantes hacia Estados Unidos.
Honduras es el segundo país más
pobre de América Latina: 68.8 por ciento de su población vive en pobreza y 44.2
por ciento en pobreza extrema. Las maquiladoras emplean, con salarios
miserables, a 120 mil trabajadores, en su mayoría mujeres entre 18 y 30 años.
Diez familias controlan la inmensa mayoría de la riqueza nacional. Estados
Unidos es amo y señor de ese territorio. Las zonas económicas especiales
agravan esta situación.
En 2009, un golpe de Estado apoyado
desde Washington derrocó al presidente Manuel Zelaya (https://bit.ly/2CxaHVS),
por acercarse a los gobiernos progresistas del continente. En 2013 y 2017 se
perpetraron fraudes electorales para evitar el triunfo de candidatos
progresistas que buscaban que su país dejara de ser una república bananera (https://bit.ly/2CUFXyP).
La Caravana Migrante responde a esa
situación dramática. Surgió de una autoconvocatoria, no de la convocatoria de
un partido político. No nos vamos porque queremos, nos expulsa la
violencia y la pobreza, dicen sus integrantes. No somos criminales, sino
migrantes, Queremos trabajar, aseguran.
Esta caravana es la última ola de
una tormenta que comenzó con forma de desplazamientos masivos de migrantes que
cruzan las fronteras, al menos desde hace dos décadas. La integran mujeres
embarazadas, menores de edad, jóvenes y no tan jóvenes. En lugar de salir de su
país a escondidas, en solitario, expuestos a la violencia criminal y a la
extorsión de los policías mexicanos, dependientes de polleros, sus
miembros decidieron viajar a la luz del día, en grupo, acompañados por otros
iguales a ellos. Como una avalancha, su ejemplo comienza a ser repetido: hoy
hay en México 7 mil hondureños y muchos más aspiran a llegar.
El vergonzoso papel del gobierno
mexicano, convertido en policía migratorio de Estados Unidos; es una ofensa
para todo el país y una hipoteca de la soberanía nacional. De por sí ya lo era:
cada año retornan a Honduras unos 200 féretros de ciudadanos de ese país
asesinados en México y otros miles se encuentran desaparecidos. El nuevo éxodo
hondureño nos recuerda que ningún ser humano es ilegal.
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