Un espíritu recorre el cristianismo evangélico latinoamericano, el espíritu
del integrismo. En distintos países de nuestro continente los votantes
protestantes/evangélicos se han inclinado por personajes que impulsan agendas
políticas que acotan, o niegan, derechos a diversas minorías. Olvidando así que
la existencia legal del protestantismo en América Latina fue posible mediante
la desconfesionalización del Estado.
Carlos Martínez García / LA
JORNADA
Umberto Eco clarifica el significado del término: “Por integrismo entendemos
una posición religiosa y política, a la vez, que persigue hacer de ciertos
principios religiosos un modelo de vida política y la fuente de las leyes del
Estado” (“Definiciones lexicológicas”, varios autores, La intolerancia, Ediciones Granica, Barcelona, 2002, p. 16). En
esta definición de integrismo caben organizaciones católicas mexicanas, como El
Yunque, Osama Bin Laden y sus huestes, la Christian Coalition, organismo
conservador estadunidense, el Partido Encuentro Social y otros partidos
políticos que en América Latina sostienen ser de inspiración evangélica. Todas
estas agrupaciones buscan imponer mediante las estructuras de poder sus
convicciones éticas a toda la sociedad.
Todo integrista es fundamentalista, pero no todo fundamentalista es
integrista. Fundamentalistas hay en todas las religiones, pero esto no tiene
por qué ligarse, necesariamente, a posturas agresivas o imposiciones éticas
hacia quienes tienen otras creencias y prácticas. Por ejemplo, grupos que se
consideran poseedores de la verdad, y practican una clara diferenciación entre
ellos y el resto de la sociedad, pueden ser, o no, imposicionistas para con los
que llaman del mundo. A tales grupos se ingresa por conversión, y acto seguido
se establece un compromiso del converso en las tareas de difundir su nueva fe.
Se espera que los postulados éticos de la creencia sean practicados por los
integrantes de la agrupación, pero no por los de afuera, porque carecen de la
internalización de los principios doctrinales/éticos que solamente da la experiencia
conversionista. El compromiso es voluntario y, por tanto, este tipo de
integrismo (definido como la disposición a practicar las enseñanzas religiosas
en cada aspecto de la vida cotidiana) es limitado, ya que está circunscrito a
quienes conforman el grupo.
Las primeras generaciones de evangélicos latinoamericanos revindicaron el
principio de libre examen, o libertad de conciencia contra la simbiosis
Estado-Iglesia católica romana, fuese dicha simbiosis avalada por las leyes o
resultado de la inercia cultural prohijada durante el régimen colonial. Fueron
decididas partidarias del Estado laico, en el cual encontraron protección para
realizar sus actividades y de esta manera contribuyeron al proceso de
diversificación de las sociedades.
Con el abandono de postulados como el antes mencionado, resultante de
cierta mutación en las convicciones teológicas que sustentaban la necesidad de
la laicidad del Estado, en las tres décadas recientes creció el postulado de
participar en los procesos electorales para influir el sistema político de cada
nación con los valores del reino de Dios. Incluso algunos liderazgos
evangélicos latinoamericanos proponen, sea que le llamen así o no, la
constantinización del Estado. En esta neoconstantinización no habría una Iglesia
oficial, pero sí un conjunto de convicciones ético/morales que pudiesen
plasmarse en leyes nacionales. Sobre todo moviliza las conciencias de quienes
conciben al Estado como vehículo para hacer vigentes creencias particulares de
un grupo –en este caso el evangélico– en asuntos de identidades sexuales y
reproductivos. Ven amenazadas no solamente sus certezas morales sino que
auguran el naufragio de toda la sociedad si se le da cabida a la que denominan
ideología de género.
Es paradójico que la incesante globalización del mundo contemporáneo esté,
al mismo tiempo, compartiendo escenario con la resurrección de todo tipo de
tribalismos impositivos. En varias partes del orbe, convencidos militantes de
la validez de su cosmovisión hacen denodados esfuerzos por difundir rasgos
identitarios a los que sin duda tienen derecho, pero que no deben
universalizarse al conjunto de la sociedad mediante la coacción y/o desde la
misma estructura política/legal del Estado.
Hoy, con la tentación constantiniana, está ganando terreno entre los
evangélicos una postura que es no de avanzada, sino de retroceso y restrictiva
de los derechos de otras identidades elegidas. En este espacio escribí lo que
ahora reitero: No se vale ser defensor de la laicidad del Estado a
conveniencia. Es decir, pugnar por ella cuando las libertades y derechos de uno
son negados o están en peligro, pero cuando se alcanza considerable peso
poblacional organizarse políticamente para combatir contra los derechos de
otras minorías a las que se considera indeseables. Es preocupante que los antes
perseguidos se transmuten perseguidores.
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