La democracia brasileña
está al borde del abismo. El golpe institucional que se inició con el
impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff y prosiguió con el
encarcelamiento injusto del expresidente Lula da Silva está casi consumado. La
consumación del golpe significa hoy algo muy diferente de lo que inicialmente
pensaron muchas de las fuerzas políticas y sociales que lo protagonizaron o no
se opusieron.
Algunas de esas fuerzas
actuaron o reaccionaron con el convencimiento genuino de que el golpe pretendía
regenerar la democracia brasileña por vía de la lucha contra la corrupción;
otros entendieron que era el modo de neutralizar el ascenso de las clases
populares a un nivel de vida que más tarde o temprano amenazaría no solo a las
élites, sino también a las clases medias (muchas de ellas producto de las políticas
redistributivas contra las que ahora se movilizan). Obviamente, ninguno de
estos grupos hablaba de golpe y ambos creían que la democracia era estable. No
se dieron cuenta de que había tres bombas reloj construidas en tiempos muy
diversos, pero con la posibilidad de explotar simultáneamente. Si esto ocurría,
la democracia revelaría toda su fragilidad y posiblemente no sobreviviría.
La primera bomba reloj
se construyó en el tiempo colonial y en el proceso de independencia, se accionó
de modo particularmente brutal varias veces a lo largo de la historia moderna
de Brasil, aunque nunca se desactivó eficazmente. Se trata del ADN de una
sociedad dividida entre señores y siervos, élites oligárquicas y el pueblo
ignorante, entre la normalidad institucional y la violencia extrainstitucional,
una sociedad extremadamente desigual en la que la desigualdad socioeconómica
nunca puede separarse del prejuicio racial y sexual. A pesar de todos los
errores y defectos, los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) fueron
los que más contribuyeron a desactivar esa bomba, creando políticas de
redistribución social y de lucha contra la discriminación racial y sexual sin
precedentes en la historia de Brasil. Para que la desactivación fuera eficaz
sería necesario que dichas políticas resultaran sostenibles y permanecieran
durante varias generaciones a fin de que la memoria de la extrema desigualdad y
de la cruda discriminación dejara de ser políticamente reactivable. Como esto
no ha sucedido, las políticas tuvieron otros efectos, pero no el efecto de
desactivar la bomba reloj. Por el contrario, provocaron a quien tenía poder
para activarla y hacerlo cuanto antes, antes de que fuera demasiado tarde y las
amenazas para las élites y las clases medias se volvieran irreversibles. La
avasalladora demonización del PT por los medios oligopolistas, sobre todo a
partir de 2013, reveló la urgencia con la que se quería poner fin a la amenaza.
La segunda bomba reloj
se construyó en la dictadura militar, que gobernó el país entre 1964 y 1985, y
en el modo en que se negoció la transición a la democracia. Consistió en
mantener a las Fuerzas Armadas (FFAA) como último garante del orden político
interno y no solo como garante de la defensa contra una amenaza extranjera,
como es normal en las democracias. “Último” quiere decir en situación de
disposición para intervenir en cualquier momento definido por las FFAA como
excepcional. Por eso no fue posible castigar los crímenes de la dictadura (a
diferencia de Argentina, pero en la misma línea de Chile) y, por el contrario,
los militares impusieron a los constituyentes de 1988 veintiocho párrafos sobre
el estatuto constitucional de las FFAA. Por eso también muchos de los que
gobernaron durante la dictadura pudieron seguir gobernando como políticos
elegidos en el Congreso democrático. Apelar a la intervención militar y a la
ideología militarista autoritaria quedó siempre latente, a punto de explotar.
Por eso, cuando en los últimos meses los militares comenzaron a intervenir más
activamente en la política interna (por ejemplo, apelando a la permanencia de
la prisión de Lula), parecía normal, dadas las circunstancias excepcionales.
La tercera bomba reloj
se construyó en Estados Unidos a partir de 2009 (golpe institucional en
Honduras), cuando el Gobierno estadounidense se dio cuenta de que el
subcontinente huía de su control mantenido sin interrupción (con la excepción
de la “distracción” en Cuba) a lo largo de todo el siglo XX. La pérdida de
control contenía ahora dos peligros para la seguridad de Estados Unidos: el
cuestionamiento del acceso ilimitado a los inmensos recursos naturales y la
presencia cada vez más preocupante de China en el continente, el país que,
mucho antes de Trump, se consideró la nueva amenaza global a la unipolaridad
internacional conquistada por Estados Unidos tras la caída del Muro de Berlín.
La bomba comenzó entonces a construirse, no solo con los mecanismos
tradicionales de la CIA y el Instituto del Hemisferio Occidental para la
Cooperación en Seguridad (también conocido por su denominación anterior,
Escuela Militar de las Américas), sino sobre todo con los nuevos mecanismos de
la llamada defensa de la “democracia amiga de la economía de mercado”.
Esto significó que, más
allá del Gobierno estadounidense, la intervención podría incluir organizaciones
de la sociedad civil vinculadas a los intereses económicos de Estados Unidos
(por ejemplo, las financiadas por los hermanos Koch). En consecuencia, es una
defensa de la democracia condicionada por los intereses del mercado y, por eso,
descartable siempre que los intereses lo exijan. Esta bomba reloj mostró que ya
estaba lista para operar en Brasil desde las protestas de 2013. Fue mejorada
gracias a la oportunidad histórica ofrecida por la corrupción. La gran
inversión norteamericana en el sistema judicial se inició a principios de 1990,
en la Rusia postsoviética, y también en Colombia, entre muchos otros países. Si
la cuestión no es el regime change, la intervención tiene que ser
despolitizada. La lucha contra la corrupción es precisamente eso. Sabemos que
los datos más importantes de la operación Lava Jato fueron proporcionados por
el Departamento de Justicia de Estados Unidos. El resto fue resultado de la
miserable “delación premiada”. El juez Sérgio Moro se transformó en el agente
principal de esa intervención imperial. Solo que la lucha contra la corrupción
por sí sola no será suficiente en el caso de Brasil. Lo fue para neutralizar la
alianza de Brasil con China en el ámbito de los BRICS, pero no será suficiente
para abrir plenamente Brasil a los intereses de las multinacionales. Es que,
como resultado de las políticas de los últimos cuarenta años (algunas venidas
de la dictadura), Brasil tuvo hasta hace poco inmensas reservas de petróleo
fuera del mercado internacional, tiene dos importantes empresas públicas y dos
bancos públicos, y 57 universidades federales completamente gratuitas. Es
decir, es un país muy distante del ideal neoliberal, y para aproximarse al
mismo se requiere una intervención más autoritaria, dada la aceptación de las
políticas sociales del PT por la población brasileña.
Así surgió Jair
Bolsonaro como el candidato “preferido de los mercados”. Lo que él dice sobre
las mujeres, los negros o los homosexuales o acerca de la tortura poco interesa
a los “mercados”. Poco interesa que el clima de odio que él creó esté
incendiando el país. En la madrugada del pasado lunes 8, el conocido maestro de
capoeira Moa do Katende fue asesinado en Salvador por un seguidor de Bolsonaro
a quien no le gustó que el maestro expresara su apoyo a Haddad. Y esto es solo
el comienzo. Nada de esto interesa a los “mercados” con tal de que su política
económica sea semejante a la del dictador Pinochet en Chile. Y todo lleva a
pensar que lo será, pues su economista jefe tiene conocimiento directo de esa
infame política chilena. El político de extrema derecha estadounidense, Steve
Bannon, apoya a Bolsonaro, pero es solamente la cara visible del respaldo
imperial.
Los analistas del mundo
digital están sorprendidos con la excelencia de la técnica de la campaña
bolsonarista en las redes sociales, que incluyó microdireccionamiento,
marketing digital ultrapersonalizado, manipulación de sentimientos, fakenews,
robots, perfiles automatizados, etcétera. Quien vio la semana pasada en la
televisión pública norteamericana (PBS) el documental titulado “Dark Money”,
sobre la influencia del dinero en las elecciones de Estados Unidos, puede
concluir fácilmente que las fakenews en Brasil (sobre niños, armas y comunismo,
etcétera), son la traducción al portugués de las que el dark money hace
circular en Estados Unidos para promover o destruir candidatos. Si algunos
centros de emisión de mensajes tienen sede en Miami y Lisboa es poco relevante
(pese a ser verdadero).
La victoria de Jair
Bolsonaro en segunda vuelta significará la detonación simultánea de las tres
bombas reloj. Y difícilmente la democracia brasileña sobrevivirá a la
destrucción que provocará. Por eso la segunda vuelta es una cuestión de
régimen, un auténtico plebiscito sobre si Brasil debe continuar siendo una
democracia o pasará a ser una dictadura de nuevo tipo.
Un muy reciente libro
mío circula hoy bastante en Brasil. Se titula Izquierdas del mundo, ¡uníos!
Mantengo todo lo que digo ahí, pero el momento me obliga a una invocación más
amplia: demócratas brasileños, ¡uníos! Es cierto que la derecha brasileña
reveló en los últimos dos años una afección muy condicional a la democracia al
alinearse con el comportamiento descontrolado (más bien controlado en otros
sitios) por parte del poder judicial, pero estoy seguro de que amplios sectores
de ella no están dispuestos a suicidarse para servir a “los mercados”. Tienen
que unirse activamente en la lucha contra Bolsonaro.
Sé que muchos no podrán
pedir el voto por Haddad, pues tanto es su odio al PT. Pero basta que digan: no
voten por Bolsonaro. Imagino y espero que eso sea dicho públicamente y muchas
veces por alguien que en otro tiempo fue gran amigo mío, Fernando Henrique
Cardoso, expresidente de Brasil y, antes de eso, un gran sociólogo y doctor honoris
causa por la Universidad de Coímbra, de quien pronuncié el discurso de elogio.
Todos y todas (las mujeres no tendrán en los próximos tiempos un papel más
decisivo para sus vidas y las de todos los brasileños) deben involucrarse
activamente y puerta a puerta. Y es bueno que tengan en mente dos cosas.
Primero, el fascismo de masas nunca lo hicieron masas fascistas, sino minorías
fascistas bien organizadas que supieron capitalizar las aspiraciones legítimas
de los ciudadanos comunes a vivir con un empleo digno y seguridad. Segundo, al
punto que llegamos, para asegurar un cierto regreso a la normalidad
democrática, no basta que Haddad gane: tiene que hacerlo con un holgado margen.
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