Santiago y La Paz deberán ahora sentarse a
conversar y encontrar una solución política y diplomática, satisfactoria para
ambas partes y que ponga fin a una disputa que no sólo daña a Bolivia,
encerrada en el Altiplano, sino que tampoco le hace bien a Chile, cuyo
prestigio internacional se desdibuja cuando su gobierno se rehúsa, por momentos
con tonos altaneros, a dialogar con una nación que estará a su lado hasta el
fin de los tiempos.
Atilio Borón
/ Página12
El fallo de la Corte Internacional de Justicia
cierra, por ahora y tan sólo en el ámbito jurídico, el histórico diferendo
político relativo el acceso al mar de Bolivia. Porque tal como el periodista e
historiador chileno Manuel Cabieses Donoso lo estableciera con su habitual
clarividencia días antes de conocerse la sentencia, “después del fallo de la
Corte Internacional de Justicia, lo único razonable es que Chile y Bolivia
inicien el diálogo amistoso que el mundo les está pidiendo.”
Según algunos observadores, el fallo del tribunal
de La Haya peca de un tecnicismo que no se compadece con la densidad histórica
y geopolítica que encierra esa controversia. Los jueces obraron como si
estuvieran en presencia de un litigio entre dos cantones suizos por el acceso a
unas pasturas para sus vacunos de lechería. No se hicieron cargo de la
dimensión y la génesis del conflicto y del papel de las grandes potencias de la
época -Gran Bretaña y en menor medida Estados Unidos- que utilizaron al
gobierno de Chile como un “proxy” para apoderarse de las riquezas mineras
existentes en esa región. Estas no fueron utilizadas para estimular el progreso
material de Chile, que siguió siendo “un caso de desarrollo frustrado” como lo
sentenciara el gran economista de ese país, Aníbal Pinto, sino para acrecentar
las fabulosas ganancias de las empresas extranjeras promotoras de la guerra. En
ese tiempo, 1879, la explotación del guano y el salitre producían pingües
ganancias dado que eran los principales fertilizantes que demandaba
impostergablemente la agricultura europea, cuyas tierras labradas por siglos
daban signos de agotamiento luego de la Revolución Industrial. Y también estaba
el cobre, aunque con una presencia apenas incipiente en esa época.
Este tecnicismo de la Corte era previsible. Es bien
sabido que el sistema de las Naciones Unidas está en crisis, entre otras cosas
porque el principal actor del sistema internacional, Estados Unidos, viola con
impunidad casi todas sus normativas. Ante esta realidad era evidente que lo que
La Haya iba a hacer era evitar producir una sentencia que pudiese,
eventualmente, aportar un precedente susceptible de desestabilizar el delicado
tablero de la política internacional. El objetivo de máxima más razonable era
que con su sentencia obligara a ambos gobiernos a iniciar un diálogo sobre el
tema de la salida al mar de Bolivia. No podía esperarse ni un milímetro más que
eso. Pero ni a eso se atrevieron los togados, y la razón es fácil de entender.
No se les escapaba a su entendimiento que en caso de trasponer ese límite,
ordenando por ejemplo la restitución aunque fuese parcial del territorio
boliviano, un futuro gobierno de México podría plantear una reclamación similar
por el robo de la mitad de su territorio a manos de Estados Unidos, ocurrido
unos treinta años antes de la Guerra del Pacífico en la que Bolivia y Perú
perdieran parte de sus posesiones. O, ya en el siglo veinte, una demanda
similar podrían plantear las autoridades palestinas por el descarado robo de su
territorio por parte del Estado de Israel. Por eso en La Haya primó el
tecnicismo y una visión formalista del derecho para emitir una sentencia que
nada ha resuelto.
Conocido el fallo, Santiago y La Paz deberán ahora
sentarse a conversar y encontrar una solución política y diplomática,
satisfactoria para ambas partes y que ponga fin a una disputa que no sólo daña
a Bolivia, encerrada en el Altiplano, sino que tampoco le hace bien a Chile,
cuyo prestigio internacional se desdibuja cuando su gobierno se rehúsa, por
momentos con tonos altaneros, a dialogar con una nación que estará a su lado
hasta el fin de los tiempos. Son vecinos y lo seguirán siendo para siempre, y
lo mejor es buscar un buen arreglo que mantener viva una tensión que podría ser
el germen de futuros infortunios. El ejemplo de las relaciones franco-alemanas
después de la Segunda Guerra Mundial es una provechosa fuente de inspiración.
Siglos de guerras y enfrentamientos de todo tipo fueron superados cuando la
derrotada Alemania en lugar de ser sojuzgada, como ocurriera con el Tratado de
Versailles, fue convocada a unirse en el proyecto de la construcción europea.
Los aliados -y especialmente Francia- tuvieron ese gesto de inteligencia y
sabia mezcla de interés nacional y altruismo que allanó el camino de la paz y
la cooperación con la nación vencida. Bolivia, que posee las más importantes
reservas de litio del planeta y enormes cantidades de gas (que Chile debe
importar porque no tiene) reúne las condiciones económicas necesarias para un
acuerdo político mutuamente beneficioso, cerrando definitivamente las heridas
de una guerra de saqueo alentada en su tiempo por políticos e inversionistas
inescrupulosos y respaldados por el colonialismo inglés hace ya más de un
siglo. Con el fallo de La Haya llegó la hora de la política y la diplomacia.
Ojalá la dirigencia de ambos países lo comprendan.
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