Considerar
a América Latina y el Caribe como una Zona de Paz, como ha sido consignado en
la II Cumbre de la CELAC en La Habana, es un alto principio a defender, pero
sobre todo, un gran objetivo a lograr.
Javier
Tolcachier / ALAI
Si se considera a la paz como una situación de
no beligerancia abierta entre estados, puede afirmarse efectivamente que no hay
guerras en la región desde 1995, en ocasión del conflicto fronterizo que
desembocó en la Guerra del Cenepa entre Ecuador y Perú.
Como resulta obvio, esta visión escolar de
guerra interestatal es por completo parcial, anticuada e inadecuada. Las
estadísticas[1] mundiales
indican que la mayoría de conflictos armados en curso involucran actores no
estatales o violencia unilateral – ya sea por parte del Estado o con la
participación de un alto número de factores irregulares, habitualmente en
complicidad con instancias locales y extranjeras.
Las guerras actuales en América Latina y el
Caribe
Los principales conflictos armados en la
región se desarrollan en México, Colombia y Brasil, aunque la vulneración del
derecho humano a la integridad física se verifica en casi todo el territorio
con muy altos índices de violencia homicida en Centroamérica y Venezuela.
Si bien en apariencia intraestatales, estos
conflictos violentos conectan con fenómenos transnacionales, alcanzando niveles
intolerables debido a la respuesta militarizada y a la colusión entre
instituciones del Estado (gobiernos, policía, judiciario) y redes delictuales.
Colombia exhibe además la particularidad de
encontrarse ante la posibilidad de cesar una guerra de cinco décadas entre el
Estado y formaciones guerrilleras, que no ha sido otra cosa que la
institucionalización de uno de los motivos centrales que originaron dicho
alzamiento: la elevadísima concentración latifundista. Dicha concentración
propietaria de la tierra no ha sufrido modificaciones y es causante de otra
arista mortal de la misma guerra, la formación de milicias privadas y grupos
paramilitares para reprimir y expulsar campesinos de sus
territorios. Esta modalidad feudal se extiende también a Brasil,
Paraguay y otros puntos.
La expansión del agronegocio, la minería legal
o ilegal y la construcción de megaproyectos de infraestructura motivan el
asesinato selectivo y la amenaza, constituyendo una forma de guerra contra
líderes sociales, defensores del medio ambiente y poblaciones locales.
A estas situaciones bélicas se agregan la
militarización de áreas indígenas, justificadas con leyes antiterroristas –como
por ejemplo en el territorio mapuche– y el asedio constante a gran parte de los
asentamientos periurbanos en toda la región, cuyo exponente lamentablemente
destacado son las favelas en Río de Janeiro.
Otro componente de violencia física
sistemática es el feminicidio, cuya tasa en América Latina y el Caribe es la
más alta en el mundo, según Naciones Unidas. Acorde a un
relevamiento de la CEPAL (2016), un promedio de doce mujeres son asesinadas
diariamente, registrándose la mayor proporción en países como Honduras, El
Salvador, República Dominicana y Guatemala, aunque también con un número
elevado de casos en Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y Perú.
Pero no puede reducirse el escenario de la
guerra en América Latina tan sólo a la violencia física. Hay guerras
económicas como las que EEUU practica contra Cuba y Venezuela, guerras sociales
de las corporaciones y oligarquías que dejan a las mayorías populares en la
miseria y la segregación, guerras judiciales y mediáticas para proscribir
referentes y organizaciones políticas progresistas y de izquierda, guerras de
apropiación de recursos naturales que dejan tras de sí una enorme destrucción
medioambiental.
Acaso una de las pocas victorias de la paz en
la región haya sido el destierro efectivo del armamento nuclear, vigente desde
la entrada en vigor del Pacto de Tlatelolco.
En definitiva, considerar a América Latina y
el Caribe como una Zona de Paz, como ha sido consignado en la II Cumbre de la
CELAC en La Habana, es un alto principio a defender, pero sobre todo, un gran
objetivo a lograr.
Alimento de guerra
¿Puede empeorar la
situación? Sí. Hay una multiplicidad de factores que son
habituales acompañantes –incluso generadores– del desastre bélico. Bien vale
verificar su presencia o ausencia.
Fractura geopolítica: en los momentos de inestabilidad mundial
en que se producen declives de potencias hegemónicas con el concomitante
ascenso de otras, suelen producirse conflictos armados. El tablero
mundial de predominio occidental con eje en EEUU y Europa, está siendo
velozmente desequilibrado por fuerzas emergentes y alianzas, entre las que
predominan China, Rusia o India, por sólo citar los principales emergentes.
En esta reconfiguración planetaria la unidad
latinoamericano caribeña se constituiría en un bloque con poder propio,
desarticulando una de las principales áreas de influencia de la potencia en
declive. Por ello la integración regional es objetivo de destrucción
para el eje occidental en decadencia. A ello se suma la crecida
influencia de China en la región, en términos comerciales, de inversión y de
proyectos de infraestructura estratégicos, lo cual amenaza desplazar la
centenaria dominancia estadounidense y europea sobre la región.
Expansión imperialista: La agresión bélica ha sido una consigna
prácticamente fundacional de los Estados Unidos de Norteamérica. La
expansión de sus fronteras hacia el Oeste, la anexión de más de la mitad del
territorio mexicano, la guerra contra España con la apropiación de Cuba y
Puerto Rico y la posterior sucesión ininterrumpida de invasiones, golpes,
instalación de dictaduras y guerras contrarrevolucionarias continúa en la misma
línea con las conspiraciones actuales contra gobiernos y sectores políticos
insumisos a sus propósitos colonialistas.
Dichas actuaciones son estimuladas por la
acumulación de “halcones” en el gabinete de Trump y en las cámaras del
legislativo, interviniendo en América Latina y el Caribe con una recrudecida
intromisión militar, construcción de nuevas bases, maniobras conjuntas,
entrenamiento a oficiales, cooptación de fuerzas de seguridad, financiamiento
de organizaciones no gubernamentales y una ofensiva diplomática controlada
desde Washington.
Armamentismo: Según el instituto SIPRI, el gasto en
armamentos en la región se ha incrementado en un 77% en el período 2000-2017.
Otras fuentes[2] destacan un
aumento aún mayor en los presupuestos militares de países como Guyana (x10!)
Panamá (x7!), Ecuador, Paraguay (x4!) Brasil, Colombia (x3!), la duplicación de
partidas en Perú y un incremento cercano al 50% en Chile, México y
Argentina. A lo que se agrega la presión armamentista desde el
Norte. La ley impulsada por Trump prevé incrementar en 82 mil
millones el gasto militar estadounidense el año próximo, llevándolo a 716.000
millones de dólares.[3] Este
escenario deja poco espacio para hablar de distensión.
Recursos naturales: Las zonas de principal producción de
minerales se encuentran mayormente en las economías del “Sur-desarrollo”
mientras que su mayor consumo se encuentran en países desarrollados. Esta
desigual distribución, sumada al hecho de que compañías transnacionales del
Norte global tienden a apropiarse de la extracción y agregación de valor como
recurso económico propio, es fuente primaria de conflictos
bélicos. Otro tanto vale, en términos estratégicos, para los escasos
recursos acuíferos, esenciales para el consumo humano, la producción agrícola y
energética. Mientras los recursos renovables de agua decrecerán en
todo el mundo, su demanda aumentará por crecimiento poblacional y necesidades
de desarrollo. En términos globales, América Latina y el Caribe
contienen grandes reservas de estos recursos, lo cual, desde el mismo inicio de
la conquista colonial, colocaron a la región en el rol de zona de despojo,
papel tristemente aún vigente.[4]
Rol militar: La influencia del sector militar se ha
acrecentado, incluso con un aumento de su presencia política pública, siendo
hoy decisiva tanto en los países gobernados por la izquierda como por la
derecha.
Superioridad tecnológica: La lucha por la preeminencia tecnológica
está en el vórtice de la competencia de poder global. Esta guerra se desarrolla
primariamente entre compañías asentadas en los centros económicos de mayor
volumen con el auxilio de sus respectivos gobiernos y universidades pero es una
guerra mundial por la apropiación de conocimiento, consumidores y
datos. Latinoamérica y el Caribe cumplen la función subsidiaria de
mercados cautivos, cuya independencia tecnológica no es tolerada. Lo
mismo vale para el desarrollo de infraestructuras y su gestión soberana como
factor estratégico de desarrollo económico.
Mano de obra desocupada: Un alto número de desocupados ha sido
siempre materia prima esencial para la conformación de ejércitos, cuerpos
represivos, formaciones mercenarias o bandas delictivas. La sociedad
recluye allí a los “desadaptados” de un orden excluyente. El
componente de jóvenes entre 15 y 24 años –ciento diez millones o 17% del total
poblacional de América Latina y el Caribe[5]– sumado al alto
índice de desocupación juvenil, cercano al 20% (23% en sectores urbanos),
reproducen la marginación y por tanto, aumentan el riesgo de su “inclusión” en
bandos violentos.[6]
Enfrentamiento religioso o cultural: Aunque existe una pugna entre el
catolicismo y el avance de las iglesias pentecostales (o evangélicas) y entre
éstas y cultos de origen africano, sumado a un creciente reclamo social por un
estado laico despojado de preferencias religiosas, no pareciera que esto pueda
desembocar en enfrentamientos armados.
Por otra parte, la violencia psicológica y
racial subyacente a la imposición histórica de una mentalidad eurocéntrica (con
el agregado de connotaciones estadounidenses) no determina pero aguza los
distintos conflictos existentes. A la par, la propaganda cultural
proveniente de EEUU abona el terreno de la guerra idealizando la actitud
guerrerista, falsificando justificaciones de supremacía y difundiendo valores y
procedimientos gangsteriles que arraigan en los segmentos postergados.
Conflicto fronterizo: A divergencias territoriales no
resueltas, (por ejemplo, entre Venezuela y Guyana por el Esequibo o entre Chile
y Bolivia por su salida al mar) se agrega hoy el aumento de la migración
transfronteriza. La violencia crece debido a la represión y a la
discriminación de los migrantes promovida por los medios de comunicación.
Exclusión política: Cuando el sistema injusto cierra todas
las válvulas de genuina participación política proscribiendo liderazgos
populares o haciendo inviable transformaciones por vía democrática, aparece en
el horizonte la posibilidad de sublevaciones violentas. Aunque tal
situación de persecución, inhibición y difamación se verifica claramente en la
actualidad, pareciera que movimientos y poblaciones tienden a tomar la lucha no
violenta como una salida más eficaz.
Secuela de guerra anterior: Toda guerra deja huellas profundas de
destrucción, exilio, venganza, temor y nueva exclusión, alimentando condiciones
para el resurgimiento de la violencia. Es el caso de Colombia, que
exhibe el más alto número de desplazados internos del mundo y en el que su
nuevo gobierno –débil y en manos del poder conservador– no exhibe signos de
querer tomar el camino de la reparación, la reconciliación y la redistribución
de riquezas imprescindibles a la resolución del conflicto.
Esto último, sumado al vasallaje geopolítico,
su reciente asociación a la OTAN, sus elevados índices de desigualdad y exclusión
social, su posición de ser país líder de cultivo de coca y producción de
cocaína, la apretada conjunción de poder y delito, la inserción estadounidense
en su aparato militar, su permeabilidad fronteriza con Venezuela y
animadversión contra la Revolución Bolivariana, hacen de Colombia el factor
principal de riesgo para un nuevo estallido bélico en la región.
A este cuadro poco alentador debe agregarse la
paralización de instancias de concertación intrarregionales como UNASUR o CELAC
y la paralela actitud beligerante de la OEA, en tanto brazo continental de la
diplomacia estadounidense.
Atenuantes y alternativas
La situación no es auspiciosa. Sin
embargo, hay diversas variables que es necesario considerar que atenúan la
inminente posibilidad de una guerra intervencionista abierta contra Venezuela.
Si bien los gobiernos del “Grupo de Lima” han
mantenido un férreo alineamiento con las directivas diplomáticas de EEUU contra
Venezuela, incluso los más sumisos se han mostrado –al menos por ahora y pese a
las insistentes giras de altos funcionarios norteamericanos– renuentes a
implicarse decididamente en una intervención militar directa, seguramente por
comprender que cargarían con la mayor responsabilidad operativa y enfrentarían
fuertes presiones internas.
La debilidad interna de gobiernos impopulares
como el de Temer, Macri y Vizcarra, a la que se suma la transición en México
hacia un gobierno que seguramente regresará a la tradición diplomática de
concertación multilateral, es un factor que limita las posibilidades de una
aventura militar.
Por otro lado, en EEUU habrá próximamente una
elección de medio término, en la que Trump no tiene fácil revalidar mayorías
legislativas. Un involucramiento directo en una guerra tan cercana
–y al contrario que en administraciones anteriores, con muchos medios en
contra– sería contraproducente en un sector amplio del electorado.
Además de todo ello, ¿cuál serían las
reacciones rusa y china? ¿Mantendría Europa su retórica agresiva en caso de
ataques? ¿Cómo reaccionarían las demás naciones latinoamericanas y
del Caribe? ¿Cómo se traducirían las solidaridades de otras naciones
del mundo contra una agresión a gran escala? Demasiadas incógnitas
que no permiten una lectura lineal.
Más allá de todo eso, el principal anticuerpo
a la guerra proviene del pueblo llano. Hay un fuerte acumulado en la conciencia
popular de América Latina y el Caribe que defiende la paz como bien
supremo. Hay un aprendizaje histórico de mucho dolor y sufrimiento
que abona esta comprensión.
Pionero en este sentido es justamente el
pueblo colombiano, pero también se ha puesto claramente de manifiesto en el
masivo rechazo popular a la violencia en Venezuela y Nicaragua, en la denuncia
de todo intento negacionista de la memoria en Chile y Argentina, en la firme
decisión del pueblo mexicano de acabar con la destrucción. Incluso
en los EEUU, en donde los adolescentes han construido un masivo movimiento para
condenar las matanzas en escuelas y universidades y la libre portación de
armas.
Es previsible que ante cualquier asomo de
nueva incidencia bélica en la región, esta conciencia de paz aflore y se
fortalezca traspasando toda frontera. La clave de la resistencia a lo que
pareciera ser inevitable, es que esta conciencia crezca y se vuelva
inexpugnable. La alternativa a eso, es el desastre.
Javier
Tolcachier es
investigador del Centro Mundial de Estudios Humanistas, comunicador en agencia
internacional de noticias Pressenza, escritor y productor radial.
Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento No.
535: Paz y NoViolencia: Rebeldía a un sistema violento, coedición con Pressenza.
[2] Según IISS (2004 y 2018), Balance Militar,
citado por Ceceña Ana E., Barrios D. en “Análisis: El sueño hemisférico”,
recuperado el 15/08/2018 de https://integracion-lac.info/ es/node/41675
[3] En Democracy Now! , 13/08/2018 https://www.democracynow.org/ es/2018/8/13/titulares/trump_ to_sign_716_billion_military_ spending_bill_with_over_21_ billion_for_nuclear_weapons
[4] Según Estudio Prospectivo Suramérica 2025,
Centro de Estudios Estratégicos de Defensa, Consejo de Defensa Suramericano,
UNASUR.
[6] Organización Internacional del
Trabajo (OIT), Panorama Laboral 2017 de América Latina y el Caribe.
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