A la clase trabajadora mundial se le hace difícil detectar cuál es
claramente el enemigo. Sabe que es el capital, pero el mismo no tiene rostro, y
ni siquiera bandera. ¿Contra quién pelear?
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra
América
“Es delito robarse un banco,
pero más delito aún es fundarlo”.
Bertolt Brecht
“El capital no tiene patria”, decían Marx
y Engels hace 150 años. No se equivocaban. El desarrollo del capitalismo mostró
la profundidad de esa verdad. El capital (que no es sino trabajo acumulado) se
desenvuelve más allá de nacionalismos, sentimentalismos o preferencias
subjetivas. Lo mueven leyes propias basadas en la acumulación y su
reproducción, por lo que su tendencia “natural” es expandirse. Ahí no hay
patriotismos que valgan: sus reglas de juego son frías relaciones de oferta y
demanda, de pérdida y ganancia. Las pasiones nacionalistas salen sobrando.
Así, de ese
modo, el inicial capitalismo europeo –surgido en el Renacimiento y que toma su
mayoría de edad con la Revolución Industrial inglesa y la Revolución Francesa
de 1789– nunca dejó de crecer y expandirse. Primero, globalizando el mundo con
la llegada a América y la acumulación originaria (esclavos negros trabajando en
el “Nuevo Mundo”, robando sus materias primarias para elaborar productos
industriales en Europa para un mercado ya mundial, comercializados por doquier
en las modernas flotas mercantes). Luego, transformándose en imperialismo. Las
dos grandes Guerras Mundiales fueron la expresión sangrienta de ese desarrollo,
masacrando millones de seres humanos y repartiendo el planeta entre pocas
potencias.
Pero ahora, desde la icónica
caída del Muro de Berlín –que marcó el fin de la experiencia socialista
soviética–, el mundo se presenta absolutamente globalizado. Decimos
“absolutamente”, remarcando la tendencia, porque el proceso de globalización
comenzó mucho antes, con la llegada europea a América, y no en 1989: “La tarea específica de la
sociedad burguesa es el establecimiento del mercado mundial (…) y de la producción basada en ese mercado.
Como el mundo es redondo, esto parece tener ya pleno sentido [por lo que
ahora estamos presenciando]”, anunciaba Marx en 1858. Hablar de “globalización”
hoy día es decir, casi como grito triunfal, que el socialismo fue derrotado y
que no hay alternativa: o capitalismo… ¡o capitalismo! El proceso, sin embargo,
va de la mano del sistema mismo; de ahí que los clásicos podían afirmar un
siglo y medio atrás que “el capital no
tiene patria”.
Y
efectivamente: no la tiene. El capital busca lucrar, nada más. Su esencia es
esa. Con el advenimiento de la industria moderna, creó mercados nacionales cada
vez más grandes, transformando toda la vida cotidiana en mercadería para
vender, inventando nuevas necesidades, promoviendo un consumismo desaforado,
llegándose al absurdo contrasentido de una obsolescencia programada. De ese
modo acumuló ingentes cantidades de dinero. Pero el proceso de acumulación
nunca frenó, y desde hace varias décadas asistimos a un crecimiento exponencial
del ámbito financiero.
El mundo
obviamente no puede prescindir de la producción material; y ahí está el proceso
de industrialización fabuloso que creó el capitalismo –sin controles
medioambientales, provocando la catástrofe ecológica actual–, lo cual dio lugar
a imperios que se disputaron el planeta en búsqueda de materias primas y
mercados. El ganador de esa contienda fue el capitalismo estadounidense. Europa
y Japón quedaron como socios menores, no sin tensiones intracapitales. El Plan
Marshall que siguió a la Segunda Guerra Mundial estableció compromisos y
entrecruzamientos entre los capitales, de modo tal de asegurar que nunca más
volvería a haber enfrentamientos armados entre los grandes Estados nacionales
dominantes (porque el poder de fuego alcanzado solo serviría para la
aniquilación mutua).
Sucede, sin
embargo, que desde hace varias décadas el capitalismo productivo fue dando
lugar a un capitalismo basado crecientemente en la especulación financiera. El
mundo del dinero especulativo fue desplazando en su desarrollo a la industria,
así como la industria dieciochesca desplazó a la producción agropecuaria
–fuente principal del modo de producción feudal– en tanto dominadora de la
escena sociopolítica. Hoy día esos capitales financieros tienen una
preponderancia definitoria, marcan el rumbo planetario.
El
capitalismo, por supuesto, no es un sistema monolítico, unívoco. En su
interior, además de la contradicción fundamental con la clase trabajadora,
anidan otras contradicciones. Así, la producción de bienes reales no siempre es
una aliada de la especulación financiera. Por el contrario, pueden chocar. Eso
es lo que está pasando ahora en la principal potencia capitalista: Estados
Unidos, donde su presidente Donald Trump aboga por una revitalización del
alicaído parque industrial (llevado fuera del territorio nacional dadas las
ventajas comparativas de países con mano de obra mucho más barata), chocando
con los sectores financieros, que intentan su derrocamiento como mandatario y
continuar con su inalterable plan especulativo.
Y hay un
choque también entre esos capitales especulativos con el impetuoso desarrollo
de economías productivas como la china o la rusa, con planteos capitalistas
también (China con su peculiar “socialismo de mercado”, con presencia de
capital privado dentro del marco de una planificación estatal socialista –la
cual controla el 51% de su producto bruto–), bregando por un desarrollo
centrado en la producción física y no en las finanzas.
Lo cierto es
que esos capitales financieros globalizados no tienen patria, en absoluto. Se
mueven a velocidad vertiginosa, no teniendo su casa matriz en ningún Estado. Se
puede hablar, en tal sentido, de una oligarquía financiera global, sin rostro,
sin nación. El capitalismo, en su fase inicial primera, e incluso cuando se
hace imperialista, estuvo siempre centrado en un determinado Estado nacional.
La bandera de alguna potencia era la que se imponía: a su tiempo Flandes, o
Gran Bretaña, o Francia. Posteriormente Estados Unidos, Japón, Alemania (que
llegó tarde al reparto del mundo y quiso recuperar el terreno perdido con su
loca aventura nazi). Pero el actual capital financiero global no tiene bandera.
Las acciones de un banco son lo más impersonal que pueda haber. Ya no hay
patrón capitalista visible: hay clase dominante global, que puede vivir en distintos
lugares, ya no solo en Manhattan, o en algún exclusivo barrio de una capital
europea.
La riqueza
de esa casta se basa en la especulación, en los mercados absolutamente
desregulados que imponen las políticas neoliberales a partir del triunfo omnímodo
de los organismos crediticios de Breton Woods (Banco Mundial y Fondo Monetario
Internacional), y también en la industria de la guerra. Si algo produce este
capitalismo, es destrucción. He ahí otro gran negocio: destruir países para
luego reconstruirlos.
Dar créditos
impagables es su otro gran ejercicio de acumulación. “Los imperios económicos están interesados en promover el endeudamiento
de los gobiernos. Cuanto más grande es la deuda, más costosos son los
intereses. Pero además pueden exigir al presidente de turno privilegios
fiscales, monopolios de servicios, contratos de obras, etc. Si este gobierno no
acepta, provocarán su caída, promoviendo disturbios y huelgas que al empobrecer
a la nación los obliga a claudicar ante sus exigencias”, tal como perfectamente
lo dijera el historiador estadounidense Carroll Quigley.
El negocio
de la guerra no está desunido de estos monumentales capitales, así como otras
actividades no muy santas: el lavado de activos no importa cuál sea su
procedencia es algo sumamente redituable. Así, la narcoactividad encuentra en
los paraísos fiscales una sana y limpia salida. Y de eso se nutren estos
megacapitales: el dinero es siempre dinero, no importa de dónde provenga.
Estos
megacapitales tienen una presencia cada vez más determinante en la arquitectura
del sistema global. Son transnacionales, se mueven a velocidades de vértigo,
invierten en lo que dé ganancias, no tienen sentimientos ni espíritu solidario
(¿acaso el capitalismo podría tenerlo?). Manejan sectores cada vez más
crecientes del mundo, invirtiendo muchas veces en el aparato productivo de
bienes fácticos –la industria, los servicios, el comercio– controlando
integralmente los circuitos capitalistas (materias primas, elaboración,
distribución, mercadeo), siendo quien aporta las grandes sumas de dinero
necesarias para generar la producción en su conjunto.
Se pueden
presentar con bandera nacional si es el caso, pero en general actúan como
fuerzas más allá de los Estados nacionales. Estos grandes capitales, que juegan
a las finanzas, compran y venden empresas rentables (o empresas fundidas para
luego levantarlas), que especulan en las bolsas de valores, que
influyen/determinan en los precios de los productos primarios (energéticos,
alimentos, materias primas varias), que reciben enormes inyecciones financieras
de los negocios no muy santos (narcoactividad, redes de ventas ilegales de
armas), prescinden de regulaciones y controles estatales. Pero al mismo tiempo
necesitan de los “viejos” Estados nacionales para controlar a las poblaciones,
hacerles recibir créditos leoninos (en los países pobres, que quedan endeudados
y atados a los organismos financieros internacionales) y producir guerras que
aseguren el flujo de capitales a través de la industria militar. Y luego, eventualmente,
reconstruir los países destruidos.
A lo que se
suma la necesidad de contar con esos aparatos estatales para cubrir a los
grandes capitales cuando entran en crisis. No son pocos los ejemplos de Estados
rescatando las grandes pérdidas de bancos o megaempresas que entran en quiebra
(Lehman Brothers, General Motors Company, Merryll Lynch, etc.) En otros
términos: los Estados “sobran” para los proyectos sociales (no son inversiones
sino “gastos”), pero se hacen imprescindibles para tapar agujeros de los
capitalistas. Es decir: se privatizan las ganancias mientras que se socializan
las pérdidas.
Por todo lo
anterior se torna muy difícil identificarlos como enemigos corporizados donde
atacarlos. Los imperialismos estaban más claros: los “yanquis asesinos” eran fácilmente identificables. Quemar una
bandera de Estados Unidos fue durante todo el siglo XX una clara expresión de
descontento contra un poder visible. Pero ¿quiénes son los amos actuales?
¿Dónde están los dueños del mundo contemporáneo? ¿Quiénes toman las decisiones
para hacer subir o bajar acciones en las bolsas, dictaminar el precio del
petróleo o la próxima guerra? El Tío Sam ya no es, simplemente, el claro “malo
de la película”. La situación se ha complejizado.
“La dispersión absoluta y la derrota de los
trabajadores a nivel global, y el fracaso de los “socialismos estatistas” del
siglo XX (y de los inicios del XXI), acompañada de la crisis de los paradigmas
teóricos que sustentaban esas luchas y programas políticos, ha impedido que los
“nuevos trabajadores” precarios, precarizados e informalizados que han surgido
en todas las áreas de la vida humana, identifiquen con absoluta claridad a ese
enemigo mortal y criminal de la humanidad”, expresaba con elocuencia Fernando
Dorado. Está claro que el capitalismo y la acumulación capitalista se sigue
fundando en la explotación de clase, en la apropiación del producto del trabajo
de la gran masa trabajadora mundial a quien se le extrae la plusvalía. Pero el
actual desarrollo de los megacapitales hace difícil, cuando no imposible,
identificar con claridad dónde está el enemigo. Son los capitales, está claro…,
pero ¿quién son sus propietarios?
Los capitales son globales, y se mueven globalmente. ¿Quién es el dueño
de tal empresa gigantesca? Quizá un banco que tiene su casa matriz en otro
país, donde se depositan impresionantes sumas de dinero (lavado de activos),
que nadie sabe con certeza de dónde provienen, y que invierte además en los más
variados rubros, dictando maniobras en las bolsas de valores y operando con
criterio planetario, mucho más allá de las lógicas nacionales de los
capitalismos anteriores.
Ante todo eso a la clase trabajadora mundial se le hace difícil detectar
cuál es claramente el enemigo. Sabe que es el capital, pero el mismo no tiene
rostro, y ni siquiera bandera. Quizá una gran empresa de un país pobre, del
Sur, es accionista de un banco europeo o de capital mixto
japonés-estadounidense, que invierte en industrias extractivas (minería a cielo
abierto, hidroeléctricas, cultivos para agrocombustibles) en ese mismo país
pobre, y las ganancias de esa operación terminan en paraísos fiscales con
secreto bancario, o en industrias de armamentos que sirven para que una
potencia occidental ataque a ese mismo país, para luego reconstruirlo con
créditos impagables. Rompecabezas complicado, por cierto. ¿Contra quién pelear?
Esta es una pregunta que no
apunta a aguar la lucha desde el derrotismo y la resignación, sino a hacerla
más posible, más efectiva. No busca conformismo, o en todo caso posibilismo,
sino claridad. Estas son preguntas claves el día de hoy para pensar cómo
construir ese otro mundo posible, que sigue siendo cada vez más necesario,
impostergable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario