Es la capacidad de los
humanos para colaborar entre sí en el cuidado y mejora de su entorno, en
efecto, la que integra la naturaleza a nuestra vida, y a nuestra vida en ella.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para Margarita Marino de Botero, maestra emérita del Colegio
Verde, allá en su Villa de Leyva.
A un año de ser
presentada al mundo, Laudato Si’ ha
creado ya un fecundo espacio de diálogo para una gama muy diversa de sectores
intelectuales y movimientos sociales que desde fines del siglo XX adelantan
esfuerzos convergentes en la perspectiva del desarrollo sostenible. Esa
apertura es particularmente valiosa en lo que hace a la gran tradición liberal
democrática – y anticlerical en sus orígenes – inaugurada por la generación de
José Martí a fines del XIX, y a la intelectualidad forjada al calor de la
crítica al desarrollismo y el neoliberalismo. Allí convergen, así, los
principios fundamentales del ideario político y moral martiano –la fe en el
mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en el poder transformador
del amor triunfante – con el llamado constante de Leonardo Boff, de 1996 acá, a
la construcción de sociedades capaces de ejercerse desde el cuidado de la casa
común, y como parte integrante de ella. Así, al llamado de Laudato Si’ podría responder hoy José Martí diciendo –como lo dijo
en 1883 – que “A Dios no hay que defenderlo, lo defiende la naturaleza”, para
sumarse de inmediato a la búsqueda de los acuerdos y los medios para contribuir
a esa defensa en nuestro tiempo.[1]
En una importante
medida, esa defensa ha de entender que su mejor estrategia incluye una ofensiva
constante en el terreno cultural y educativo, si desea tener éxito en el
político, que es aquel donde finalmente se decide el destino de nuestros
sueños. En este plano, la formación de los jóvenes que deberán tomar decisiones
mañana ante el agravamiento de la crisis ambiental, como la transformación de
las mentalidades de quienes toman decisiones hoy ante los hechos que conducen a
ese agravamiento, plantea un problema de singular complejidad. La educación hoy
vigente, en efecto, busca formar las mentalidades que demanda el crecimiento
sostenido de la economía, como la cultura en que vivimos estimula estimula sin
cesar las formas de consumo que mejor favorecen a la acumulación infinita de
ganancias. En este marco, puede haber lugar para una educación ambiental
paliativa y para iniciativas de conservación de bolsones de biodiversidad, pero
no lo hay para el fomento de una cultura organizada en torno a los problemas
que ya plantea la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana, ni de la
educación correspondiente a ese propósito mayor.
Esto puede ser
apreciado en la estructura del sistema de gestión del conocimiento que toma
forma a mediados del siglo XIX para servir a las necesidades del creccimiento
sostenido. En lo más esencial, esa estructura se organiza a partir de los tres
ámbitos del trivium positivista,
conformado por las ciencias naturales, las ciencias sociales y las Humanidades,
que deviene en quatrivium con la
adicicón de las ingenierías. La gestión del conocimiento para la sostenibilidad
de nuestro desarrollo, en cambio, sólo puede aspirar a ser tan integral como la
realidad de la que debe dar cuenta. Esto se aprecia ya en sus primeros campos
del saber – como la historia ambiental, la economía ecológica y la ecología
política -, construidos a partir del reconocimiento de la interdependencia de
saberes que a lo largo de los últimos dos siglos han sido organizados en los
ámbitos de aquellas “dos culturas” a que hacía referencia C.P. Snow en su
famosa conferencia de 1959. Esa interdependencia, por otra parte, se hace
extensiva a todos los campos del saber humano, y en particular, en este momento
del desarrollo del campo nuevo, a la geografía, las ciencias de la vida y, en
primer término, a la ecología.
Desde esa
interdependencia, además, se hace una nueva lectura de los procesos culturales
del pasado, que permite recuperar para los desafíos del presente un rico y
vasto legado de indagación y saberes sobre el papel de la especie humana en el
mundo natural. Ese legado, por ejemplo, alcanza una especial riqueza en la obra
de autores como Vladimir Vernadsky, cuyas reflexiones sobre los vínculos entre
la biosfera y la noosfera, entendiendo a la primera como aquel espacio de la
Tierra en el que la vida crea las condiciones para su propio desarrollo, y la
segunda como el resultado de la acción humana en ese espacio – como
“naturaleza”, la primera, y “ambiente” la segunda – no han hecho sino ganar en
pertinencia desde la década de 1930 a nuestros días.
Aquí, este proceso aún
temprano de creación de abordajes nuevos a los problemas de la producción, la
aplicación y la difusión del conocimiento, se ve enriquecidos en lo planteado
por Laudato Si’ en su párrafo 11, que
nos recuerda que una ecología integral “requiere apertura hacia categorías que
trascienden el lenguaje de las matemáticas y la biología y nos conecten con la
esencia de lo humano”. El párrafo 139, a su vez, amplía el sentido de esa
apertura al decirnos que
Cuando se habla de «medio ambiente», se
indica particularmente una relación, la que existe entre la naturaleza y la
sociedad que la habita. Esto nos impide entender la naturaleza como algo
separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida. Estamos incluidos en
ella, somos parte de ella y estamos interpenetrados.[…] Dada la magnitud de los
cambios, ya no es posible encontrar una respuesta específica e independiente
para cada parte del problema. Es fundamental buscar soluciones integrales que
consideren las interacciones de los sistemas naturales entre sí y con los
sistemas sociales. No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social,
sino una sola y compleja crisis socio-ambiental. Las líneas para la solución
requieren una aproximación integral para combatir la pobreza, para devolver la
dignidad a los excluidos y simultáneamente para cuidar la naturaleza.[2]
Por otra parte, en el
diálogo entre lo raigal del pensamiento ambiental latinoamericano y las
preocupaciones del Papa Francisco por el vínculo entre el ambiente y la
sociedad, tiene especial significado la importancia que Laudato Si’ otorga al. El lector bien informado encuentra aquí
resonancias claras de la cultura martiana de la naturaleza, expresada en
aquella observación precisa y afectuosa de mayo de 1883: “El trabajo embellece.
Remoza ver a un labriego, a un herrador, o a un marinero. De manejar las fuerzas de la naturaleza, les
viene ser hermosos como ellas”[3].
En octubre, amplía ese punto de vista al señalar la necesidad de “abominar a los perezosos, y compelerlos a la vida limpia y
útil; mas no se ha de ser injusto con los buenos y silenciosos trabajadores,
humildes insectos humanos, que como los verdaderos insectos las capas de la
tierra, labran ahora la ciudad venidera del espíritu.”[4]. Y en febrero de 1884
culmina esta fase primera de un proceso de reflexión que lo acompañaría hasta
el fin de sus días, al afirmar que
El hombre crece con el trabajo que sale de sus manos. Es fácil ver cómo se depaupera, y envilece a
las pocas generaciones, la gente ociosa, hasta que son meras vejiguillas de
barro, con extremidades finas, que cubren de perfumes suaves y de botines de
charol; mientras que el que debe su bienestar a su trabajo, o ha ocupado su
vida en crear y transformar fuerzas, y en emplear las propias, tiene el ojo
alegre, la palabra pintoresca y profunda, las espaldas anchas, y la mano
segura. Se ve que son ésos los que hacen el mundo: y engrandecidos, sin saberlo
acaso, por el ejercicio de su poder de creación, tienen cierto aire de gigantes
dichosos, e inspiran ternura y respeto. Más, más cien veces que entrar en un
templo, mueve el alma el entrar, en una madrugadita de este frío febrero, en
uno de los carros que llevan, de los barrios pobres a las fábricas, artesanos
de vestidos tiznados, rostro sano y curtido y manos montuosas, - donde, ya a
aquella hora brilla un periódico. – He ahí a un gran sacerdote, un sacerdote
vivo: el trabajador.[5]
Es
la capacidad de los humanos para colaborar entre sí en el cuidado y mejora de
su entorno, en efecto, la que integra la naturaleza a nuestra vida, y a nuestra
vida en ella. Por lo mismo, no cabe sino coincidir con Laudato Si’ cuando nos recuerda que
124. En cualquier
planteo sobre una ecología integral, que no excluya al ser humano, es
indispensable incorporar el valor del trabajo […]. En realidad, la intervención
humana que procura el prudente desarrollo de lo creado es la forma más adecuada
de cuidarlo, porque implica situarse como instrumento de Dios para ayudar a
brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas: «Dios puso en la
tierra medicinas y el hombre prudente no las desprecia» (Si 38,4).
Y
esta coincidencia se ve ampliada enseguida, cuando la Encíclica señala que
125. Si intentamos pensar
cuáles son las relaciones adecuadas del ser humano con el mundo que lo rodea,
emerge la necesidad de una correcta concepción del trabajo porque, si hablamos
sobre la relación del ser humano con las cosas, aparece la pregunta por el sentido
y la finalidad de la acción humana sobre la realidad. No hablamos sólo del
trabajo manual o del trabajo con la tierra, sino de cualquier actividad que
implique alguna transformación de lo existente, desde la elaboración de un
informe social hasta el diseño de un desarrollo tecnológico. Cualquier forma de
trabajo tiene detrás una idea sobre la relación que el ser humano puede o debe
establecer con lo otro de sí.[…]
Así, la construcción de
un programa de trabajo educativo correspondiente a la cultura ambiental que
emerge a través del debate sobre el desarrollo sostenible deberá considerar
algunos problemas que no tienen cabida sencilla en la educación para el
crecimiento sostenido. Uno de ellos, por ejemplo, se refiere al desarrollo
mismo como objeto objeto de estudio.
En efecto, el
desarrollo ha llegado a la reflexión sobre lo social y lo económico como una
metáfora importada del campo de las ciencias de la vida, donde designa el
proceso de formación, maduración y muerte de los seres vivientes. Se trata,
así, de un concepto clave en la historia natural. El crecimiento sostenido, sin
embargo, opera en una aspiración de infinitud, y el modo en que utiliza el
concepto de desarrollo oculta, no aclara, el hecho de que esa modalidad de
crecimiento ha nacido en un momento determinado de la historia de nuestra
especie, y eventualmente inaugurará, con su propia desparición, una etapa
enteramente nueva, ojalá organizada en torno a los desafíos de nuestra propia
sostenibilidad hoy amenazada.
Esta peculiar distorsión,
que alude y elude a un tiempo a la esencia de lo humano a que se refiere Laudato Si’, se aprecia en el hecho de
que la gestión del conocimiento para el crecimiento sostenido asume a lo
ambiental, lo social y lo político como entidades distintas de lo económico,
pero dependientes de éste. En la perspectiva de la sostenibilidad del
desarrollo humano, en cambio, lo ambiental es una consecuencia activa de
modalidades históricas de relación entre los otros tres factores. En este
sentido, y aun cuando puede asumir la primacía de lo económico al interior de
lo social, cabe entender que el ambiente – en su evolución como resultado de
los interacciones entre sistemas sociales y naturales mediante procesos de
trabajo socialmente organizados – determina en última instancia la
sustentabilidad de las sociedades que dependen de ellas.
Esto permite entender,
por ejemplo, que para la cultura de la sustentabilidad carece de sentido
preguntarse si la política económica puede o no ser coherente con las del
desarrollo social y ambiental en el marco del crecimiento sostenido. Cada
modelo de desarrollo, en efecto, tiene una economía política que organiza, a
través de políticas económicas, la asignación de recursos escasos entre fines
múltiples y excluyentes, a partir de prioridades que resultan de la correlación
de fuerzas existente en la estructura social. Esto resulta aun más evidente en
un sistema mundial que permite a las economías más desarrolladas transferir sus
costos ambientales a la Humanidad entera, al tiempo que adoptan políticas
meticulosas de conservación de la naturaleza y gestión del ambiente en sus
propios territorios. La escala del problema, sin embargo, no puede ocultar su
esencia, que se expresa por ejemplo en las graves limitaciones que ha sido
señaladas a los acuerdos internacionales sobre cambio climático y desarrollo
sostenible, que tras el manto de las “responsabilidades comunes pero
diferenciadas” terminan promoviendo or otras vías el desarrollo desigual y
combinado, con sus graves consecuencias ambientales.
En la perspectiva de la
sostenibilidad del desarrollo humano, lo anterior nos lleva a una conclusión
cuya misma sencillez revela la complejidad de sus alcances: si deseamos un
ambiente distinto, necesitamos crear una sociedad diferente, capaz de organizar
de otras maneras las relaciones de sus integrantes entre sí y con los
ecosistemas de los que depende para su existencia. Esto no puede hacerse desde
arriba. Debe construirse desde abajo, a partir de los ciclos de la materia
viviente antes que los de la circulación del capital. Y debe hacerse apoyándose
en el diálogo de saberes y el mutuo aprendizaje entre trabajadores manuales e
intelectuales comprometidos en tareas que van desde la defensa de formas de
vida y ecosistemas amenazados, hasta la forja de una economía política de la
sostenibilidad, que tenga como prioridad para la asignación de recursos la
construcción de sociedades cuyas relaciones con la naturaleza sean tan
armónicas como las de sus integrantes entre sí.
Ante la amplitud de ese
“desde abajo”, un proceso así solo podrá tener éxito en la medida en que
incluya a la Humanidad entera, en un esfuerzo llevado a cabo por todos y para
el bien de todos. Así lo entiende Laudato
Si’, cuando nos recuerda que
232. No todos están llamados a trabajar de
manera directa en la política, pero en el seno de la sociedad germina una
innumerable variedad de asociaciones que intervienen a favor del bien común
preservando el ambiente natural y urbano. Por ejemplo, se preocupan por un
lugar común (un edificio, una fuente, un monumento abandonado, un paisaje, una
plaza), para proteger, sanear, mejorar o embellecer algo que es de todos. A su
alrededor se desarrollan o se recuperan vínculos y surge un nuevo tejido social
local. Así una comunidad se libera de la indiferencia consumista. Esto incluye
el cultivo de una identidad común, de una historia que se conserva y se
transmite. De esa manera se cuida el mundo y la calidad de vida de los más
pobres, con un sentido solidario que es al mismo tiempo conciencia de habitar
una casa común que Dios nos ha prestado. Estas acciones comunitarias, cuando
expresan un amor que se entrega, pueden convertirse en intensas experiencias
espirituales.
Se deja sentir
nuevamente, aquí, el eco de la cultura de la naturaleza martiana, cuando en
1891 nos ofrecía una primera aproximación a lo que un siglo después vinimos a
llamar desarrollo sostenible:
A
lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el
buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el
francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y
disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo
que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer
del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno
ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.[6]
Más allá incluso, este
encuentro confirma el valor de aquellos cuatro principios que animaron desde
sus inicios el pensar y hacer del padre Bergoglio, y que están presentes de
manera tan clara en la vida y la obra de José Martí: la superioridad del tiempo
sobre el espacio; la capacidad de la unidad para prevalecer sobre el conflicto;
el hecho de que la realidad sea más importante que la idea, la superioridad del
todo sobre la parte. El camino hacia nosotros mismos, y los sueños que lo
animan, han recuperado su comunidad de origen. Laudato Si’, sin duda alguna.
Universidad Javeriana, Bogotá / Ciudad del Saber, Panamá,
6 al 8 de junio de 2016
NOTAS:
[1] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975.
VII, 326: “Agrupamiento de pueblos”. La
América, Nueva York, octubre de 1883.
[2] Todas las citas de la
Encíclica provienen de Carta Encíclica Laudato Si’ Del Santo Padre Francisco, Sobre el
cuidado de la casa común. Vaticano, 2015. http://w2.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html
[3] Obras Completas, cit.: “Carta de Martí”. La Nación, Buenos Aires, 13 y 16 de mayo de 1883.
[4] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana,
1975. VIII, 380: “Inmigración italiana”. La América, Nueva York,
octubre de 1883.
[5] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VIII, 285: “Trabajo manual en las
escuelas”. La América, Nueva York, febrero de 1884.
[6] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero
de 1891. Obras Completas. Editorial
de Ciencias Sociales. La Habana, 1975. VI, 17.
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