La máquina del
terrorismo Estado es inocultable. Los registros estadísticos y las
investigaciones periodísticas serias revelan las dimensiones del horror que
impone y del miedo del que se alimenta, de su desprecio por la vida humana.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
"El buen discípulo", de Fisgón (Tomado de LA JORNADA) |
Los trágicos incidentes
ocurridos en Nochixtlán, en el estado de Oaxaca, con saldo de 8 muertos y 22
desaparecidos producto de la represión de la policía federal y estatal contra
los maestros que protestaban contra la reforma educativa del gobierno de
Enrique Peña Nieto, no deben tomar por sorpresa a nadie: por desgracia, este
desenlace venía siendo advertido como una posibilidad cada vez más real por
intelectuales y voces críticas de la opinión pública, como el Dr. Hugo Aboites,
rector de la Universidad Autónoma de la Ciudad de Mexico, quien en enero de
este año apuntaba que “la señal más tangible del fracaso de una iniciativa en
la educación es que requiera de la fuerza militarizada para ponerse en marcha”
(La Jornada, 23-01-2016). Las muertes y
desapariciones tampoco son hechos aislados: forman parte, junto con la
desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, de prácticas
sistemáticas de terrorismo de Estado, apoyadas por los grupos de poder
–económico, político, e incluso del crimen organizado y el narcotráfico- para
mantener el statu quo favorable al saqueo, la expoliación de los riquezas
tangibles e intangibles del pueblo mexicano y la impunidad para los
responsables de las matanzas.
La máquina del
terrorismo Estado es inocultable. Los registros estadísticos y las
investigaciones periodísticas serias revelan las dimensiones del horror que
impone y del miedo del que se alimenta, de su desprecio por la vida humana, y
al mismo tiempo, desnudan el modus
operandi de la clase política dominante y sus aliados fácticos para imponer
a sangre y fuego el modelo de sociedad neoliberal en México.
La Fundación MEPI, por
ejemplo, publicó a finales del 2014 un listado de las masacres ocurridas durante los
últimos 20 años en México –hasta antes de Ayotzinapa-, que ponen de manifiesto
la recurrencia de las víctimas del terrorismo de Estado y de sus victimarios:
en 1995, en 17 campesinos murieron asesinados en Aguas Blancas, Guerrero, a
manos de oficiales de la policía municipal; en 1997, en Acteal, Chiapas,
fuerzas paramilitares cubiertas por policías perpetraron la brutal ejecución de
45 indígenas (incluidos niños, adolescentes y personas embarazadas); en 2008,
24 albañiles del Distrito Federal fueron asesinados por el cartel de los
Beltrán Leyva; en 2009, un comando armado acaba con la vida de 18 jóvenes en
Ciudad Juárez, y en 2015, en esta misma ciudad, 15 adolescentes corren con
idéntica suerte; en 2010, fueron asesinados por sicarios vinculados al
narcotráfico 19 pacientes de un centro de rehabilitación en Chihuahua, 18
turistas en Acapulco, 17 asistentes a
una fiesta en Torreón y otros 14 en Ciudad Juárez, 72 migrantes suramericanos y
centroamericanos en Tamaulipas y 8 policías en Sinaloa. En 2011, fueron
localizados los cadáveres de 11 personas decapitadas en Acapulco, 193 cuerpos
en fosas clandestinas en Tamaulipas, 8 en la Sierra Tarahumara, otros 67 en
Veracruz, 17 en Culiacán, y 23 en Jalisco; además, 52 personas perdieron la
vida en un incendio de un casino en Monterrey, provocado por sicarios del
narcotráfico. En 2012, se hallaron 49 torsos humanos en Nuevo León; en 2013, un
comando armado atacó mortalmente a 8 miembros de una familia en Ciudad Juárez;
y en 2014, en Tlataya, 22 personas fueron abatidas (11 de ellas fusiladas) por
efectivos del ejército mexicano.
Todo un inventario del
terror, al que seguramente tendríamos que sumar decenas de incidentes que no
atrajeron la atención de los medios o que permanecen ocultos –por distintos
motivos- del conocimiento de la ciudadanía.
En un marco más amplio,
se sabe que hasta octubre de 2015 permanecían en condición de desaparecidas un
total de 27 mil 586 personas (Contralínea.com.mx, 13-12-2015); la mayor parte de
ellas sometidas a averiguaciones previas por parte de las autoridades federales
y locales, pero sin resolver aún su paradero definitivo y las causas de su
desaparición.
“Es terror mantener por
decenios a madres y padres, a hermanos y hermanas buscando a quien desapareció
sin rastro de proceso ni de aplicación de las leyes. Es terror para que,
quienes sientan la tentación [de protestar, de reclamar derechos, de cuestionar
el sistema], se lo piensen dos veces. Y es terror de Estado”, escribía Luis González de Alba, hace algunos años, al
analizar la masacre de Tlatelolco de 1968, una sombra terrible que se proyecta
sobre la historia de México, resistiéndose a la verdad y la justicia por ya
casi seis décadas. Y que, por desgracia, ha asomado de nuevo en Ayotzinapa y
ahora en Nochixtlán.
Se trata de un panorama
francamente desolador, pero que, al mismo tiempo, define el rumbo del cambio
verdadero al que debe apostar la sociedad mexicana inicialmente en las
elecciones del 2018, aunque no puede limitarse a ese acontecimiento
coyuntural: la paz, la esperanza y el
desarrollo humano integral en México no radican en las soluciones del mercado o
de las armas, sino en la subversión radical de un orden expoliador,
destructivo, neoliberal, antinacional y culturalmente enajenador. Y eso solo se
puede lograr desde abajo.
¿Sobrevivirá la nación
mexicana a su actual crisis? Así debe ser: México es un baluarte de nuestra
América. El legado de lo mejor de su cultura, del pensamiento social, político
y económico, del latinoamericanismo y del humanismo de sus hombres y mujeres,
está presente en la historia de las luchas revolucionarias y de liberación de
muchos países de la región. Necesario es que ese México diverso y profundo se levante y venza una vez más.
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