Optimismo y pesimismo son
dos formas de ver el mundo. Los optimistas miran todo con esperanza, buen ánimo
y voluntad positiva. Los pesimistas lo ven todo con desánimo, con mala gana y
hasta con tristeza.
Jorge Núñez Sánchez / El Telégrafo (Ecuador)
Y esa mirada sobre la
realidad se agudiza, en unos y otros, cuando se trata de pensar en el futuro.
Los optimistas creen que el país va bien y seguirá mejor, o al menos,
reconociendo las dificultades existentes, piensan que superaremos los problemas
causados por esa conjunción de crisis importada y terremoto propio.
Los pesimistas miran el
país a través de unas gafas oscuras, que son sus propias ideas, y por eso ven
todo sombrío y desesperanzado, frustrado por aquí, fracasado por allá y
derrumbado en la costa norte. Tienen alma de pasillo y por eso viven enredados
en ideas como “cruel destino”, “mala suerte” o “angustia de vivir” y cada vez
que hablan de su país terminan con la frasecita inicua: “¡ah!, este país…” Es
que no creen en su país y todo lo ecuatoriano les parece malo, escaso o
devaluado.
Lo curioso de esta
historia es que los optimistas son los pobres del Ecuador, los marginados y
olvidados de otrora, los que viven en barriadas humildes, los que sufrieron los
efectos del terremoto. Y también los niños y jóvenes de modesta extracción, que
ahora tienen acceso a la educación. Y las madres suburbanas, que ahora pueden
ir con sus hijos a un buen centro de salud. Y los ciudadanos de a pie, que se
sienten protegidos por una eficiente política de seguridad pública.
En contraste, los
pesimistas y quejosos son los más ricos, que ahora tienen más carros de lujo y
más dinero que nunca, y que vacacionan más largamente fuera del país. Sin
embargo, su deporte favorito es sentarse en sus cómodas mansiones de Cumbayá o
Samborondón, o en sus elegantes casas vacacionales de La Florida, con una copa
en la mano, para hablar mal del gobierno de Rafael Correa y quejarse de lo mal
que va el país. Y conste que no hablo de
los odiadores de la Revolución Ciudadana, personas que se salen de esta
clasificación de gentes normales y deberían pasar a una clasificación de
patologías. Me refiero solo a quienes tienen la inclinación de ver el mundo con
colores sombríos y un pesimismo galopante, irrefrenable, que no se corresponde
con su nivel de vida ni con las buenas cifras de sus negocios.
A esas gentes y a sus
imitadores de más abajo, todo lo que se haga por el país les parecerá siempre
poco: autopistas, puertos, aeropuertos, hidroeléctricas, centros de salud,
escuelas del milenio. E igual seguirán sin usar, o usando de mala gana, lo que
se fabrica en Ecuador: ropa, zapatos, medicinas, muebles, libros, discos.
Pero este breve análisis
estaría incompleto si dejáramos por fuera a una categoría que existe y que
merece respeto: la de los pesimistas combatientes. Son gentes que descreen del
capitalismo y todavía más del capitalismo ecuatoriano, porque dicen que no
puede florecer un capitalismo nacional ahí donde no hay una burguesía nacional.
Argumentan que tenemos
una burguesía cipaya, hecha a medida de los intereses foráneos, que copia
tecnologías y modos de vida extranjeros. Que acumula dinero en el país,
aprovechándose de los recursos naturales y la mano de obra local, pero guarda
sus ganancias en paraísos fiscales. Que nunca ha inventado nada ni ha
incursionado en procesos tecnológicos innovadores, salvo la experiencia que
otrora tuvieran los Laboratorios Life.
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