La capucha es un
símbolo. Es la expresión de una resistencia y de una lucha política e histórica
que va más allá de las luchas parciales que hoy se levantan en la sociedad
neoliberal chilena.
Juan Carlos Gómez Leyton / Especial para Con Nuestra
América
Desde Santiago de Chile
“Y miren lo que son
las cosas porque,
para que nos vieran,
nos tapamos el rostro”
Subcomandante
Marcos, 1994.
Hace dos décadas los
"encapuchados" recorren la historia de las sociedades
latinoamericanas. Son el nuevo fantasma que aterra a las clases dominantes, a
las capas medias y a los todos los sectores políticos y sociales que buscan
mantener o remozar o retocar la sociedad neoliberal actual, sin perder ninguno
de sus privilegios. Lloran y rasgan vestiduras por símbolos destruidos, pero
callan ante la devastación y la explotación de la vida humana y de la
naturaleza.
Los
"encapuchados" como los zapatistas en México son actores políticos
que deben ser parte del análisis de las formas de resistencia y de lucha que
actualmente se despliegan en la sociedad chilena. Ellos están presentes y han
sido parte de la lucha en contra del capital neoliberal mucho más que otros
sectores políticos que hoy los critican y descalifican desde cómodos sillones
parlamentarios, alcaldías o de cualquier otro sillón del poder.
Los
"encapuchados" han estado presente en las rebeliones sociales y
políticas de las y los de abajo en la mayoría de las sociedades
latinoamericanas. Ellos han abierto y corrido los cercos del cambio político y
social.
Tratarlos de
delincuentes, de lumpen, de antisociales como lo hace el habla del poder y de
los medios de comunicación es un equívoco y una forma de avalar la represión
policial que el Estado hace de ellos. Sin duda, que sus formas de luchas son
discutibles tanto como aquellos hoy hacen fila para inscribirse en las
elecciones municipales.
Lo que debe reconocerse
es que, desde el golpe de estado de 1973, el movimiento social y político
popular, específicamente, debió, por razones de seguridad vital, encapucharse
para luchar contra de la dictadura. Hoy en la "democracia protegida"
el rostro al descubierto es un privilegio de algunos, de tan solo aquellos que
aceptaron desde 1990 dicho orden. Pero, no de aquellos que lo han combatido
desde antes de 1990. Hoy las banderas de la lucha anti-capitalista la asumen
jóvenes combatientes que legítimamente ocultan sus rostros no por cobardía sino
por seguridad. Para no ser perseguidos, castigados, sancionados y reprimidos,
como los estudiantes de la Universidad Andrés Bello.
La capucha es un
símbolo. Es la expresión de una resistencia y de una lucha política e histórica
que va más allá de las luchas parciales que hoy se levantan en la sociedad
neoliberal chilena.
Los encapuchados, por
lo general, son jóvenes que pertenecen a diversos grupos y colectivos
políticos. Muchos ellos insertos en distintas instituciones como espacios
territoriales de la ciudad. Allí es donde muchos estudian y trabajan, y se
forman políticamente. En distintas actividades discuten y analizan la realidad
social, política, económica y cultural actual. Esos espacios urbanos
periféricos, en las orillas del sistema, los encapuchados, que solo se
encapuchan en las manifestaciones públicas y abiertas, discuten entre ellos y
con otros los problemas de la sociedad en que habitan y soportan. En esos
espacios solidarizan con las luchas de los condenados por el neoliberalismo no
solo de Chile sino de toda Latinoamérica. Conforman redes de apoyo político e
ideológico.
Más allá de la odiosa
caricatura que los medios de comunicación, como también de los actores
políticos y sociales que defienden un sistema corrupto, hacen de ellos, no son
lumpen ni delincuentes sino combatientes políticos esforzados y comprometidos
con la emancipación social.
Por esa razón, no
podemos estar de acuerdo con la constante criminalización y discurso
estigmatizador que las voces del poder realizan de estos jóvenes luchadores.
Menos podemos estar de acuerdo con aquellos que se transforman delatores y
colaboradores de los aparatos represivos. Estos solo traicionan la lucha
popular.
Se les condena por su
violencia. Violencia que usan para destrozar y destruir los símbolos de la
dominación capitalista. En América Latina y el Caribe, la violencia es parte de
la cotidianidad histórica, según los teólogos de la liberación o los cristianos
por el socialismo, la violencia es estructural en el continente. El
neoliberalismo en Chile se instaló violentamente destruyendo los símbolos de la
democracia y dando muerte a un presidente que había asumido la lucha contra el
capital. Ante la violencia de la explotación y de la devastación de la vida
humana cotidiana y de la naturaleza, las y los encapuchados responden con una
violencia simbólica, que destruye una vidriera de una cadena farmacéutica, de
una sucursal de un banco, de una tienda comercial, etcétera. Pero nunca una
vida humana. Actos violentos que no se comparan con la violencia del
capitalismo que amparada en el “estado de derecho” destruye y condena a miles y
miles de personas a una vida miserable y paupérrima.
Desde 1492 la cultura
cristiana occidental ha destruido violentamente cientos de centros ceremoniales
de los pueblos originarios de América. Ha dado muerte a sus sacerdotes y
destruidos sus estatuas religiosas. En México, al no poder destruir una
pirámide ceremonial de Cholula, Tlachihualtépetl, construyeron encima de ella,
el Santuario de la Virgen de los Remedios. Hoy, condenan a los encapuchados que
destrozaron un Cristo, a nombre de la tolerancia religiosa, la hipocresía de
los obispos, curas y monaguillos, es total. La Iglesia Católica chilena, se
dice, jugo un rol fundamental en la recuperación de la democracia y en la lucha
por los derechos humanos durante la dictadura. Por eso, merece respeto. De
acuerdo, pero, aclaremos que no fue toda la Iglesia Católica, sino algunos
miembros de ella. Así, como fray Bartolomé de Las Casas, fue una excepción,
como también lo fue el Cardenal Raúl Silva Henríquez, entre miles de hombres de
iglesia que cooperaron abiertamente con la dictadura militar. Y, muchos
celebraron la gesta de las Fuerzas Armadas, el 11 de septiembre, que los
libraban del “comunismo ateo”. Acaso, debemos agradecer, por ejemplo, al cura
Raúl Hasbún, a Fernando Karadima, o al obispo Orozimbo Fuenzalida, entre otros
tantos que hoy permanecen en su total anonimato e incluso impunidad de haber
sido cómplices pasivos y activos de los crímenes de lesa humanidad perpetrados
por la dictadura. No, no lo podemos olvidar, es parte de la memoria histórica
que se debe recuperar: no todos los miembros de la Iglesia Católica ni sus
feligreses condenaron activamente la violación de los derechos humanos en
Chile. Muchos de ellos la avalaron por acto o por omisión.
Como señale en otra
columna, la sociedad neoliberal es una sociedad violenta, violentada y, permanentemente,
violentista. La televisión, por ejemplo, en manos del capital, violenta todos
los días, de múltiples maneras, a la ciudadanía. Los rostros televisivos,
tienen otras mascaras. Lucen la marcaras de la hipocresía, del cinismo y de la
desvergüenza, de la mentira. Los medios ocultan y engañan a los públicos que
los sigue y los ve. Son el rostro de la censura. Como Karen Doggenweiler y su
brutal censura a la pobladora de Chiloé, o el periodista que sacó del aire a la
estudiante, cuando esta cuestionó la forma de operar del Canal 13. Ambos
ejemplos son demostrativos de la violencia comunicativa de los medios
nacionales.
Ante toda esta
violencia cotidiana actual, las y los encapuchados, se levantan con rabia, con
ira y con profundo desprecio político y cultural.
Los “encapuchados” son
actores políticos y sociales de la actual lucha política anticapitalista, de la
misma forma como ayer lo fueron los “barbudos”, los “rebeldes”, los
“guerrilleros”, entre otros. Como actores de la posmodernidad neoliberal, no
tienen, la estructura ni las formas de organización de aquellos. Pero, que
están en lucha, lo están.
Santiago Centro, 11 de junio 2016
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