La cultura machista-patriarcal está hondamente arraigada en
todas las sociedades del planeta. Es cierto que ya ha comenzado un cambio,
lento todavía, pero sin pausa. De todos modos, es muchísimo lo que resta por
avanzar aún. No está claro cómo seguirán esos cambios; en todo caso, en nombre
de una justicia universal todas y todos debemos apoyarlos.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
Lo que sí está claro es que las religiones -todas ellas- no
juegan un papel precisamente progresista en ese cambio: más que ayudar a la
igualación de las relaciones entre los géneros, promueven el mantenimiento de
las más odiosas y repudiables diferenciaciones injustas (¿puede haber alguna
diferenciación injusta que no se odiosa y repudiable?)
Amparados en la pseudo explicación de "ancestrales motivos
culturales", podemos entender -jamás justificar- el patriarcado, los
arreglos matrimoniales hechos por los varones a espaldas de las mujeres, el
papel sumiso jugado por éstas en la historia, el harem, la ablación clitoridiana; podemos entender que una comadrona
en las comunidades rurales de Latinoamérica cobre más por atender el nacimiento
de un niño que el de una niña, o podemos entender la lógica que lleva a la
lapidación de una mujer adúltera en el África.
En esta línea, entonces, podríamos decir que las religiones
ancestrales son la justificación ideológico-cultural de este estado de cosas;
las religiones en tanto cosmovisiones (filosofía, código de ética, manual para
la vida práctica) han venido bendiciendo las diferencias de género, por
supuesto siempre a favor de los varones. ¿Por qué los poderes, al menos hasta
ahora, han sido siempre masculinos y misóginos? Esto demuestra que todas las
religiones son machistas, nunca progresistas, nunca promueven la equidad real;
y si hay diosas mujeres, como efectivamente las hay, la feligresía está
atravesada por el más absoluto patriarcado. ¿Cuándo habrá una Papisa? La única
que se cuenta en la historia de la Iglesia Católica -Juana I, nunca
reconocida oficialmente por el Vaticano- fue linchada. Estamos ahora en el
Siglo XXI, donde sin dudas se han empezado a producir cambios en la relación
entre géneros, pero la misoginia sigue mandando.
Quizá en un arrebato de modernidad podríamos llegar a estar
tentados de decir que las religiones más antiguas, o los albores de las
actuales grandes religiones monoteístas, son explícitas en su expresión
abiertamente patriarcal, consecuencia de sociedades mucho más
"atrasadas", sociedades donde hoy ya se comienza a establecer la
agenda de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres, sociedades que
van dejando atrás la nebulosa del "sub-desarrollo". Así, no nos
sorprende que dos milenios y medio atrás, Confucio, el gran pensador chino,
pudiera decir que "La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que
hay en el mundo", o que el fundador del budismo, Sidhartha Gautama,
aproximadamente para la misma época expresara que "La mujer es mala. Cada
vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará".
Tampoco nos sorprende hoy, en una serena lectura historiográfica
y sociológica de las Sagradas Escrituras de la tradición católica, que en el Eclesiastés
22:3 pueda encontrarse que "El nacimiento de una hija es una
pérdida", o en el mismo libro, 7:26-28, que "El hombre que agrada a
Dios debe escapar de la mujer, pero el pecador en ella habrá de enredarse.
Mientras yo, tranquilo, buscaba sin encontrar, encontré a un hombre justo entre
mil, más no encontré una sola mujer justa entre todas". O que el Génesis
enseñe a la mujer que "parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu
marido y él tendrá autoridad sobre ti", o el Timoteo 2:11-14 nos diga que
"La mujer debe aprender a estar en calma y en plena sumisión. Yo no
permito a una mujer enseñar o tener autoridad sobre un hombre; debe estar en
silencio".
Siempre en la línea de intentar concebir la historia como un
continuo desarrollarse, y al proceso civilizatorio como una búsqueda perpetua
de mayor racionalidad en las relaciones interhumanas, podría entenderse que
cosmovisiones religiosas antiguas como la que aún mantienen los ortodoxos
judíos repitan en oraciones que se remontan a lejanísimas antigüedades:
"Bendito seas Dios, Rey del Universo, porque Tú no me has hecho
mujer", o "El hombre puede vender a su hija, pero la mujer no; el
hombre puede desposar a su hija, pero la mujer no".
Reconociendo que los prejuicios culturales, racistas para decirlo
en otros términos, siguen estando aún presentes en la humanidad pese al gran
progreso de los últimos siglos, desde una noción occidental (eurocéntrica),
podría pensarse que son religiones "primitivas" las que consagran el
patriarcado y la supremacía masculina. Así, ente la población africana, es
común que en nombre de preceptos religiosos (de "religiones paganas"
se decía no hace mucho tiempo) más de 100 millones de mujeres y niñas son
actualmente víctimas de la mutilación genital femenina, practicada por parteras
tradicionales o ancianas experimentadas al compás de oraciones religiosas a
partir del concepto, tremendamente machista, de que la mujer no debe gozar
sexualmente, privilegio que sólo le está consagrado a los varones, mientras que
eso por cierto no sucede en sociedades "evolucionadas".
Igualmente desde un prejuicio descalificante puede decirse que
la dominación masculina queda glorificada en religiones que, al menos en
Occidente, son vistas como fanáticas, fundamentalistas, primitivas en definitiva.
En ese sentido, en esa lógica de discriminación cultural, puede afirmarse que
los musulmanes ya en su libro sagrado tienen establecido el patriarcado, lo
cual podría ratificarse leyendo el verso 38 del capítulo "Las
mujeres" del Corán (en la traducción española de Joaquín García-Bravo),
que textualmente dice: "Los hombres son superiores a las mujeres, a causa
de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de
aquéllas, y porque los hombres emplean sus bienes en dotar a las mujeres. Las
mujeres virtuosas son obedientes y sumisas: conservan cuidadosamente, durante
la ausencia de sus maridos, lo que Alá ha ordenado que se conserve intacto.
Reprenderéis a aquellas cuya desobediencia temáis; las relegaréis en lechos
aparte, las azotaréis; pero, tan pronto como ellas os obedezcan, no les
busquéis camorra. Dios es elevado y grande".
Incluso podría decirse que si la religión católica consagró el
machismo, eso fue en tiempos ya idos, pretéritos, muy lejanos, y no es
vergonzante hoy que uno de sus más conspicuos padres teológicos como San
Agustín dijera hace más de 1.500 años: "Vosotras, las mujeres, sois la
puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las
primeras transgresoras de la ley divina: vosotras sois las que persuadisteis al
hombre de que el diablo no era lo bastante valiente para atacarle. Vosotras
destruisteis fácilmente la imagen que de Dios tenía el hombre. Incluso, por
causa de vuestra deserción, habría de morir el Hijo de Dios". Curioso modo
de ver las cosas, a leerse en clave de psicología, pues el mismo Obispo de
Hipona, años atrás, antes de su conversión, cuando era un joven aristócrata
sibarita había expresado que "es de mal gusto acostarse dos noches
seguidas con la misma mujer". Es decir: la mujer siempre como objeto, y
más aún: objeto peligroso. Y tampoco llama la atención que hace ocho siglos
Santo Tomás de Aquino, quizá el más notorio de todos los teólogos del
cristianismo, expresara: "Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para
el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos". Pero, ¿no
debe abrirse una crítica genuina de todo esto?
Las religiones ven en la sexualidad un "pecado", un
tema problemático. Sin dudas, ese es un campo problemático. Pero no porque
lleve a la "perdición" (¿qué será eso?) sino porque es la patencia
más absoluta de los límites de lo humano: la sexualidad fuerza, desde su misma
condición anatómica, a "optar" por una de dos posibilidades:
"macho" o "hembra". La constatación de esa diferencia real
no es cualquier cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos
culturales, simbólicos, de lo masculino y lo femenino, yendo más allá de la
anatómica realidad de macho y hembra. Esa construcción es, definitivamente, la
más problemática de las construcciones humanas, y siempre lista para el desliz,
para el "problema", para el síntoma (o, dicho de otra manera, para el
goce, que es inconsciente. ¿Cómo entender desde la lógica "normal"
que un impotente o una frígida gocen con su síntoma?). A partir de esa construcción
simbólica, se "construyó" masculinamente la debilidad femenina. Así,
la mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sola presencia es ya
sinónimo de malignidad; su sexualidad es una invitación a la perdición, a la
locura.
En la tristemente célebre obra "Martillo de las
brujas" ("Malleus maleficarum") de Heinrich Kramer y Jacobus
Sprenger, aparecida en 1486 como manual de operaciones de la Santa Inquisición,
puede leerse que: "Estas brujas conjuran y suscitan el granizo, las
tormentas y las tempestades; provocan la esterilidad en las personas y en los
animales; ofrecen a Satanás el sacrificio de los niños que ellas mismas no
devoran y, cuando no, les quitan la vida de cualquier manera. Entre sus artes
está la de inspirar odio y amor desatinados, según su conveniencia; cuando
ellas quieren, pueden dirigir contra una persona las descargas eléctricas y
hacer que las chispas le quiten la vida, así como también pueden matar a
personas y animales por otros varios procedimientos; saben concitar los poderes
infernales para provocar la impotencia en los matrimonios o tornarlos
infecundos, causar abortos o quitarle la vida al niño en el vientre de la madre
con sólo un tocamiento exterior; llegan a herir o matar con una simple mirada,
sin contacto siquiera, y extreman su criminal aberración ofrendándole los
propios hijos a Satanás". (…) "La facultad que todas tienen en común,
así las de superior categoría como las inferiores y corrientes, es la de llegar
en su trato carnal con el diablo a las más abyectas y disolutas
bacanales". No está de más recordar que gracias a instructivos como éste
pudieron ser quemadas en la hoguera miles de mujeres en la Edad Media, por
supuesta brujería. Fue la idea religiosa en juego la que provocó esto, más allá
del declarado "amor al prójimo": la mujer como incitadora al pecado,
como puerta de entrada a la perdición. ¿Amparados en qué derechos varones
misóginos pudieron, o pueden, mantener esta monstruosa injusticia?
Toda esta misoginia, este machismo patriarcal tan condenable
podría entenderse como el producto de la oscuridad de los tiempos, de la falta
de desarrollo, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera
aún en muchas sociedades contemporáneas que tienen todavía que madurar (y que,
por ejemplo, aún lapidan en forma pública a las mujeres que han cometido
adulterio, como los musulmanes, o les obligan a cubrir su rostro ante otros
varones que no sean de su círculo íntimo). Pero es realmente para caerse de
espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la Santa Iglesia Católica
Apostólica Romana sigue preparando a las parejas que habrán de contraer
matrimonio con manuales donde puede leerse que "La profesión de la mujer
seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles
de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse
para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser
conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la
ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien
que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con
toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere
ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá
que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará
desear por su marido", tal como puede consultarse en "20 minutos
Madrid" del lunes 15 de noviembre de 2004, año V., número 1.132, página 8.
La idea de "pecado decadente" ligado a las mujeres, no sólo en el
catolicismo, sigue estando presente en diversas cosmovisiones religiosas, todas
de extracción patriarcal.
El actual papa Francisco tiene como uno de sus objetivos darles
un lugar mucho más protagónico a las mujeres en la práctica de la religión
católica desde la institución vaticana. ¿Futuras sacerdotisas? Quizá. ¿Por qué
no? Es hora que la Iglesia y las religiones se modernicen en muchos aspectos,
que formulen una genuina autocrítica, que evolucionen.
Las religiones, quizá no puede ser de otra manera dado el papel
social que cumplen, tienden a ser conservadoras. En eso, las mujeres salen
siempre mal paradas: desde el machismo ancestral que nos constituye, todas las
religiones hacen de las mujeres el "chivo expiatorio" que refuerza la
construcción machista. Aunque ya va siendo hora de romper esos atávicos
esquemas, ¿verdad? ¿Por qué la suerte de las mujeres tiene que estar supeditada
al parecer de unos cuantos varones misóginos? Cambiar esquemas es algo siempre
difícil, tortuoso, complicadísimo. "Es más fácil desintegrar un átomo que
un prejuicio", dijo sabiamente Einstein. Pero más allá de esas enormes
dificultades, es un imperativo ético de toda la sociedad (varones y mujeres)
plantearse estos cambios.
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