El colibrí
de la historia ha agotado ya el néctar de esta civilización, y retrocede en el
aire ante ella para lanzarse en busca de la siguiente. De nosotros depende, en
mayor medida de lo que quizás imaginamos, que la encuentre en flor, y no en
llamas.
Guillermo Castro H. / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Ciudad Panamá
“El objeto a considerar es en primer término la
producción material.[/] Individuos que producen en sociedad, o sea la
producción de los individuos socialmente determinada: este es naturalmente el
punto de partida.” Carlos Marx[1]
Sobre el
ambiente hemos venido a conocer ya “un cúmulo de verdades esenciales que caben
en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la
elevación espiritual y la grandeza patria”, como lo expresara José Martí
respecto a estos y otros grandes temas de su tiempo, y del nuestro. Conocer
esas verdades es importante, para “mantener a los hombres en el conocimiento de
la tierra y en el de la perdurabilidad y trascendencia de la vida”, y
permitirles así “vivir en el goce pacífico, natural e inevitable de la
Libertad, como viven en el goce del aire y de la luz.” [2]
En lo que
hace a la dimensión ambiental de la crisis global – aquella que, como lo
advirtiera Fidel Castro en 1992, pone en riesgo de extinción a la especie
humana – esa verdades fundamentales son tres. La primera de ellas nos dice que
la naturaleza y el ambiente son entidades distintas, pero íntimamente
relacionadas entre sí. La segunda, que el trabajo socialmente organizado es el
agente fundamental de esa relación. Y la tercera, que el cambio en las formas
de organización social del trabajo es el elemento decisivo para el cambio en
las relaciones entre la sociedad y su entorno natural, cuyas consecuencias se
expresan en el ambiente que las vincula a las dos.
La
naturaleza, en efecto, corresponde al conjunto de la realidad en cuyo proceso
de desarrollo vino a formarse y transformarse nuestra especie. Ese proceso de
formación tomó al menos dos millones de años, y la transformación de la especie
en humanos como nosotros vino a ocurrir unos mil siglos atrás. Hay múltiples
evidencias de que nuestros antecesores supieron utilizar el fuego desde hace al
menos un millón y medio de años. Eso, aunado al desarrollo gradual de la
capacidad de producir herramientas y desarrollar relaciones de colaboración que
multiplicaban cada vez más la capacidad de los humanos para adaptar su entorno
a sus necesidades, remonta los orígenes del ambiente creado por la actividad humana
a un prolongado periodo histórico.[3]
El
científico ruso Vladimir Vernadsky (1863 – 1945) llamó biosfera al
entorno en que tiene lugar ese proceso de transformación, y noosfera a
los resultados del mismo. De un modo usual en los científicos de la naturaleza
entonces, y aun ahora, Vernadsky atribuyó ese proceso al desarrollo de la
capacidad cognitiva de los humanos y, en particular, al del pensamiento
científico de los siglos XIX y XX. No estuvo en él vincular entre sí al homo
faber y el homo sapiens como dos momentos de un mismo proceso de
desarrollo de la especie, en el que el segundo subsume y potencia al primero.
Por el contrario, tendió a desligar al trabajo manual del intelectual y, con
ello, a no percibir el vínculo entre ambos a partir de la organización social
del trabajo como un proceso de colaboración con arreglo a fines socialmente
establecidos.
Esto no
resta valor a la relación biosfera / noosfera que propone Vernadsky para
comprender el impacto del desarrollo de nuestra especie sobre los ecosistemas
de los que depende su existencia: simplemente, lo pone en perspectiva histórica
para hacerlo aún más fecundo. Con ello, en efecto – y parafraseando a Engels en
sus observaciones sobre la lectura de Hegel por Marx -, la visión de Vernadsky
es puesta sobre sus pies. Esto vincula el aporte del gran sabio ruso a una
visión no lineal ni necesariamente progresiva del devenir de nuestra especie, y
confirma la convicción de Vernadsky sobre la posibilidad del mejoramiento
humano y de la utilidad de la virtud.
La
producción histórica del ambiente, así, hace parte del desarrollo histórico de
las sociedades humanas desde los orígenes mismos de nuestra especie. La
interacción de los humanos con su entorno en cada una de ellas ha sido de una
extraordinaria complejidad, si consideramos la diversidad y complejidad de los
factores involucrados: agua, clima, tierra y fuego vinculados entre sí por la
capacidad para el trabajo que nos distingue como especie.[4] No es de extrañar que el
resultado de esa actividad creadora haya tenido resultados deseados y no
deseados, positivos y desastrosos, y que haya contribuido así a la formación,
la maduración y la declinación de todas y cada una de las sociedades que hemos
conocido, y que conocemos.
El factor
notable de nuestro tiempo en ese proceso más que milenario es la intensidad, la
amplitud y el carácter extractivo y destructivo que ha venido a adquirir ese
proceso a lo largo de los últimos doscientos años. Esto ya era visible, y
objeto de discusión, desde mediados del siglo XIX. Para Vernadsky – hacia la
década de 1930 – ya era evidente el desarrollo de la noosfera hacía de la
especie humana una fuerza geológica capaz de transformar de maneras enteramente
nuevas a la biosfera y a la corteza terrestre. Este planteamiento – que
antecede en cuarenta años a la teoría de Gaia, propuesta por James Lovelock,
que concibe a la Tierra como un organismo viviente -, se adelanta en seis
décadas al debate sobre el antropoceno que hoy ruge en la academia Noratlántica
y los grandes medios de distracción masiva. En esencia, ese debate atribuye a
la naturaleza humana – así, abstracta y ahistórica – el desastre ambiental en
que ha venido a desembocar la civilización creada por el capital, y no ve más
solución al mismo que ir creando las condiciones para sobrevivir a sus
consecuencias.
La
socialidad del ambiente, sin embargo, es siempre histórica y siempre es
concreta. Esto se hace evidente, por ejemplo, en los paisajes que resultan de
esa actividad productiva. En la América nuestra, esto se expresa en la sucesión
de los paisajes que precedieron a lo largo de unos 20 mil años a la Conquista
europea del siglo XVI, y en la creación de paisajes nuevos – de la encomienda,
de la mita, de la esclavitud – esto es, de la hacienda, la mina y la plantación
- por los conquistadores. Y a estos siguieron los paisajes creados por la
Reforma Liberal, sustituidos a su vez por los del desarrollo industrial y las
grandes migraciones del campo a las ciudades a mediados del siglo XX, a los que
se agregan hoy los de sociedades cada vez más urbanizadas sustentadas por
economías cada vez más dependientes de la extracción masiva de recursos
naturales con destino al mercado global.
Esas
transformaciones, además, no han operado únicamente a través de intervenciones
externas. Además, han estado asociadas a conflictos sociales vinculadas a las
formas de organización del trabajo como medio de relación con el entorno
natural, y de las correspondientes formas de propiedad y de distribución del
producto del trabajo colectivo. Así, el desarrollo de cada sociedad ha sido, a
la vez, el de sus conflictos (socio) ambientales característicos, que culminan
en la destrucción – o la consolidación – de modalidades específicas de
relacionamiento de los seres humanos entre sí y con su entorno natural.
La tercera
verdad emerge aquí en toda su compleja sencillez. Siendo el ambiente el
resultado de las formas de relación de la sociedad con su entorno natural, si
deseamos un ambiente distinto tendremos que contribuir a la formación de
sociedades diferentes. En las condiciones de nuestro tiempo, esto supone
propiciar y apoyar modalidades nuevas de producción del ambiente por los
humanos.
Así, por
ejemplo, frente a procesos de desarrollo que demandan transformar el patrimonio
natural en capital natural se hace necesario fomentar la riqueza de ese
patrimonio natural fomentando la del patrimonio social. De hecho, esto está
ocurriendo ya en todo lugar, urbano y rural, en que las comunidades humanas se
resisten a la expropiación de sus bienes colectivos y la destrucción de sus
formas de vida por parte de organizaciones corporativas que buscan disminuir
sus costos de reproducción abaratando su acceso a los recursos naturales que
demanda su actividad.
¿Habrá un
nuevo eslabón más débil del moderno sistema mundial, cuya ruptura provoque su
derrumbe, o éste se desintegrará a lo largo del tiempo que tarde en encarecer y
destruir sus condiciones naturales de reproducción? No hay manera de saberlo
con la precisión que todos quisiéramos. Aun así, podemos tener dos certezas.
Una, la del fin del ciclo histórico del capital; otra, la de que si no
trabajamos para que de ese fin surjan sociedades mejores, surgirán otras
peores, que bien pueden llevarnos de vuelta a la barbarie.
El colibrí
de la historia ha agotado ya el néctar de esta civilización, y retrocede en el
aire ante ella para lanzarse en busca de la siguiente. De nosotros depende, en
mayor medida de lo que quizás imaginamos, que la encuentre en flor, y no en
llamas.
Panamá, 13 de septiembre de 2016
NOTAS:
[1] Elemento
Fundamentales para la Crítica de la Economía Política (Grundrisse) 1857 – 1858.
I, 3. Siglo XXI Editores, México, 2007 (1971).
[2] Obras Completas. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975. VIII, 288: “Maestros ambulantes”. La América,
Nueva York, mayo de 1884
[3] En lo más reciente, por
ejemplo, Denis J. Murphy plantea que el manejo no agrícola de comunidades
vegetales a lo largo de miles de años generó procesos de coevolución y
adaptación entre plantas y humanos, que finalmente conducen al desarrollo de la
agricultura y la creación de nuevos paisajes a partir de la transformación de
los anteriores, mucho más antiguos, correspondientes a formas de vida en
sociedad dependientes de prácticas de caza y recolección. People, Plants and
Genes: The Story of Crops and Humanity. Oxford University Press, 2007.
[4] Las demás especies –
como lo advirtiera Federico Engels en 1876 - se limitan a utilizar su
entorno natural. La humana, en cambio, lo transforma mediante el
trabajo, para adaptarlo a las necesidades que va generando su propio
desarrollo, y para encarar además las consecuencias – deseadas e indeseadas –
que resultan de esas transformaciones.
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