Claramente, con la paz
las cosas no son más fáciles, pero serán más justas, democráticas y éticamente
edificantes; en cambio, con la guerra lo político pueda ser más eficiente, pero
en beneficio económico de unos pocos, por sobre el dolor ajeno y el sacrificio
de todos.
Jaime Delgado Rojas / Especial para Con Nuestra América
Para el 2 de octubre
próximo, los colombianos están convocados a un plebiscito sobre el acuerdo de
paz más importante en este Continente. La pregunta es igual al título del
acuerdo concluido en La Habana el 24 de agosto pasado: ¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación
del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera? Pero, el debate sobre lo
negociado en La Habana se había hecho viral, desde mucho antes, en todos los
rincones del país sudamericano.
El escenario de la negociación fue la ciudad donde se han realizado
importantes encuentros desde el inicio de la Revolución que encabezara Fidel:
el de las Cumbres de los Países No Alineados, en dos oportunidades, 1979 y 2006, y también, el que fuera trinchera de denuncia sobre el carácter de la deuda
externa del Tercer Mundo, además de plataforma de solidaridad internacional de
donde han partido médicos, educadores y soldados. Ha sido el centro de cultura
latinoamericano y de formación de cuadros intelectuales y profesionales para
toda Nuestra América y el mundo. Esa vocación de Oriente (y no de Norte) de lo
más notable de lo humano, permitió que ahí se realizara el encuentro de dos
altas autoridades espirituales, el Papa Francisco y el Patriarca Kirill, como
un tributo, muy particular, a favor de la paz mundial; mientras, también se
albergaba a los negociadores colombianos.
No corresponde hablar de lo sucedido en La Habana en los últimos 4
años. Solo indicar que fue un proceso largo, creativo, profundamente
democrático y cargado de humanismo. El resultado está en 297 páginas del
acuerdo final, las cuales, por su contenido conceptual, envergadura y
dimensiones, merecen el análisis serio y sin apuros.
En su
preámbulo se estampa la premisa sustantiva de lo negociado, con la aceptación
de “que las normas de
derecho internacional consuetudinario continuarán rigiendo las cuestiones
relacionadas con derechos fundamentales no mencionados en el Acuerdo Final,
incluyendo el mandato imperativo que ordena que ‘en los casos no previstos por
el derecho vigente, la persona humana queda bajo la salvaguardia de los
principios de humanidad y de la exigencia de la conciencia pública’”.
En lo político, este acuerdo ha enfrentado a dos figuras sonoras de la
vida pública de Colombia: de un lado, el que ha puesto la firma en los acuerdos
a nombre del Estado, el Presidente Manuel Santos y del otro, el expresidente
Alvaro Uribe. Sin embargo, esto no es un pleito de gladiadores, ni va a
dirimirse en un ring de boxeo. La peor descripción del debate es precisamente
la personalización del plebiscito. Atrás y en el fondo, lo que hay es una
guerra de más de medio siglo, iniciada en el campo, pero que impactó en
diferentes momentos a la sociedad entera. Las secuelas son dramáticas: 7 millones de víctimas, 250.000 muertes, 25.000 desaparecidos,
27.000 secuestrados, 95 atentados con bombas, 1.892 masacres, 6.000 niños
reclutados. Aunque los números puedan varias según la fuente. De ahí que la
decisión para negociar su fin, no solo sea una necesidad política, sino
profundamente ética: posiblemente la más importante de su historia.
Pero lo político
siempre está cubierto de paradojas, incomprensiones, ironías y contradicciones
reales y aparentes: se juegan intereses económicos y políticos que no son
siempre unívocos ni evidentes, entremezclados con determinantes socioculturales
y, obviamente, compromisos éticos. Claramente no vivimos realidades homogéneas,
ni puede haber pretensiones políticas ni posturas epistémicas en ese sentido:
hay complejidad socio cultural, heterogeneidades de todo tipo y diversidad de
actores y proyectos utópicos que enmarañan, pero a su vez, enriquecen el
análisis y la construcción de la paz.
Es paradójico que el Presidente
Santos fuera Ministro de Defensa de Uribe y hoy ambos se encuentren enfrentados
ante el plebiscito y, sobre todo, que el expresidente Uribe critique el acuerdo
en temas que él mismo, en calidad de presidente, había planteado. Pero la
realidad política no es bicolor. Es, formalmente, incomprensible pedirle a la
mayoría de la población colombiana que decida sobre el interés de una parte:
sobre todo de los habitantes de las zonas rurales, quienes han puesto “el
cuero” en la guerra como lo dijera un campesino de Bojaya, Chocó, en el
documental No hubo tiempo para la
tristeza. Pero se trata, como dice el acuerdo final, “de construir una paz estable y duradera, con la participación de todos
los colombianos y colombianas”, aunque el umbral, o piso de validez del
plebiscito sea 13% según decisión del poder constitucional. El desarrollo
agrario integral está formulado de primero en lo pactado.
Es contradictorio que Colombia se
exhiba como país democrático y que la Constitución Política aprobada en 1991
establezca, en su artículo 22 la paz como un derecho humano, cuando este
conflicto lleva más de medio siglo y lo más cruento fuera entre 1995 y el 2005,
el
periodo más degradado y de mayor intensidad. Pero la democracia
siempre es una promesa, al igual que la paz y, por tanto, su atractivo es ser
esperanza y horizonte, más que norma jurídica. Tampoco en un ambiente bélico
puede profundizarse la participación ciudadana. De lo que se trata, según el
mismo documento es de que “la
implementación se haga teniendo en cuenta la diversidad de género, étnica y
cultural, y que se adopten medidas para las poblaciones y los colectivos más
humildes y más vulnerables, en especial los niños y las niñas, las mujeres, las
personas en condición de discapacidad y las víctimas; y en especial por un
mismo enfoque territorial.”, con lo que el involucramiento a la ciudadanía
total, la plena inclusividad, implica también, crear una nueva ciudadanía lo
que, de por sí, es un compromiso profundamente democrático. En esto el acuerdo
da cabida a los excombatientes, lo que ha creado desacuerdos e incomprensiones
muy cómodas de manipular.
Lo irónico, si es que
hay espacio para ironías, es que en un ambiente ideológico marcado por la
globalización y el libre mercado se apueste, desde un gobierno con vocación
capitalista, por la paz, cuando el gran negocio del capitalismo salvaje es la
guerra. Sin embargo, apostar por la paz es invitar a construirla y, en esto,
los perdedores notorios son los grupos que se beneficiaron de la guerra: los
comerciantes de la muerte, los narcos, los paramilitares y los que patrocinaron
el conflicto. Detrás del No pueda estar ese tipo de intereses.
La tesis, que algunos
han esgrimido para favorecer el No, de que pueda renegociarse lo negociado,
genera ilusiones sin mucho sustento, ni posibilidad. Ningún interlocutor
renegocia lo ganado, menos la expectativa de participación política sin armas o
bien, las potenciales condenas que dejarían al margen de la justicia los otros
responsables del conflicto. A su vez, la alternativa de la victoria militar
posible es un laberinto: el que se pueda ganar la guerra sin negociación dibuja
escenarios desastrosos. 50 años han demostrado que la paz del cementerio no
está a la vuelta de la esquina, además que no se puede construir y profundizar
una democracia sin paz. ¿Cómo podría construirse una paz, sin justicia, cuando
las víctimas no están solo en un lado, sino en todos los espacios de la nación
colombiana?
Uno de los pilares
cimeros del acuerdo es la justicia transicional. Hace tan solo unas semanas, el
13 de julio pasado, se hizo público el voto de la Sala de lo constitucional
salvadoreña que señaló la inconstitucionalidad de las “amnistías irrestrictas,
absolutas e incondicionales” que desconocen “lo relativo a la protección de los
derechos fundamentales, de investigar, identificar a los responsables
materiales e intelectuales, y sancionarlos conforme a su derecho interno” y,
“el deber de reparar integralmente a las víctimas de crímenes de lesa humanidad
y crímenes de guerra”. Aquello, que dejaba en la gaveta un acuerdo que se creyó
sacrosanto hace un cuarto de siglo, es un antecedente simbólico en esta
negociación colombiana.
La paz no se reduce a
la deposición de las armas, la incorporación a la vida civil y la participación
política de los combatientes: también debe implicar justicia y con justicia la
reparación de las víctimas. En Colombia no hay solo dos contendores; también
hay narcos, terratenientes, vendedores de armas, paramilitares y, como en todo
conflicto, tal enjambre de intereses y actores repercute en violaciones a
derechos fundamentales del ser humano: secuestros, asesinatos,
discriminaciones, desplazamientos, violaciones. Los definidos como delitos
internacionales no podían quedar impunes y, en esto, pactaron como iguales el
Estado y las FARC.
Creo que el pueblo
colombiano dará respaldo a lo negociado. El acuerdo no es perfecto y por lo
diverso de actores y destinatarios, lo que a unos satisface a otros molesta;
pero el momento para construir la paz y la profundización democrática debe
iniciar pronto. Claramente, con la paz las cosas no son más fáciles, pero serán
más justas, democráticas y éticamente edificantes; en cambio, con la guerra lo
político pueda ser más eficiente, pero en beneficio económico de unos pocos,
por sobre el dolor ajeno y el sacrificio de todos.
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