Hoy tenemos mucho que
celebrar si miramos al pasado, pero
muchos retos que asumir si nos percatamos de la ominosa realidad que circunda
nuestro presente, para lograr hacer realidad una Independencia que todavía sigue
siendo una quimera para amplios sectores de nuestra población.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América
Como es habitual en el
calendario de efemérides patrias, todas
las repúblicas que configuraron la Capitanía General de Guatemala hemos
celebrado el pasado jueves 15 de Setiembre un año más de que nuestros
antepasados decidieran aceptar la propuesta de Independencia del Imperio
Español, decretada por el Virrey de la
Nueva España (hoy México) Agustín de
Iturbide. En consecuencia, el 15 de Setiembre celebramos en común todos los pueblos que configuramos
la familia centroamericana el día de nuestro nacimiento como naciones
independientes. Pero al dirigir nuestra mirada al pasado y celebrar con genuina
alegría la decisión tomada por nuestros antepasados, debemos, con no menor
lucidez, interrogarnos por el significado actual de este trascendental
acontecimiento, que cambió para siempre la historia de la región.
Es deber nuestro, como
homenaje a nuestros intrépidos abuelos y como compromiso ante las futuras
generaciones, cuestionarnos por la
vigencia en nuestros días de esa “Independencia”, que hoy los jóvenes celebran
con coloridos desfiles, que más parecen “paradas“ gringas, y nuestros gobernantes
ensalzan en clamorosos discursos. No se trata, con ello, de ponerle límites, ni
menos cuestionar la trascendencia histórica de un acontecimiento de esta
naturaleza, sino de arrojar una mirada lúcida a su realización concreta en los
casi dos siglos que la han seguido.
Dos siglos de vida
republicana que, a decir verdad, no han llenado las expectativas que nuestros
próceres tuvieron al aceptar con patriótico júbilo en Guatemala tan feliz noticia. Y no era para menos:
inopinadamente se habían roto las
cadenas de la servidumbre colonial. El clamor de quienes se sublevaron en
heroicas y sangrientas aunque, de momento, aparentemente inútiles rebeliones encabezadas las más de
las veces por los precursores indígenas de nuestra Independencia, como fue el caso
de Pablo Presbere en la Talamanca costarricense, por fin resonó como una dariana marcha
triunfal en el ámbito de la historia universal.
Nuestros pueblos
tomaron muy en serio la posibilidad real de asumir la soberanía en sus manos,
porque no se trataba solamente de romper con el pasado, sino, sobre todo, de
construir el futuro, que no se presentaba tan claramente en lo que a
nuestro común proyecto político se
refería. Se justificaba, entonces,
aquello de “esperar a que se aclaren los nublados del día”. Por esta
razón, la mencionada expresión no debe ser vista como una manifestación de
pusilanimidad ni menos de cobardía ante la inesperada noticia de la
Independencia, sino como un acto de auténtica y prístina madurez ante las
decisiones que se debían tomar sin tardanza y que concernían a nuestro porvenir
como naciones independientes y soberanas.
Para desdicha de
nuestros pueblos, aquello de “NUBLADOS DEL DÍA” se convirtió en nublados de
casi dos siglos. La Independencia no debe ser vista tan sólo como un acto
aislado, por más importante y decisivo que sea para nuestra historia, sino como
un proceso histórico que atañe a los destinos de nuestros pueblos y que marca
su futuro. Esos “nublados”, casi dos siglos después, están lejos de que se
hayan disipado para desdicha de nuestras mayorías. Con profundo pesar, por no
decir remordimiento en lo que a la responsabilidad de las generaciones
posteriores se refiere, hemos de
reconocer que nuestra Independencia, iniciada un 15 de Setiembre de 1821,
todavía no tiene visos de haber concluido. Hemos roto los lazos de servidumbre
que nos ataban a la Metrópoli colonial, pero hemos construido otras cadenas no menos esclavizantes, como son la
miseria, la violencia, la explotación irracional
de nuestros recursos en provecho de trasnacionales, como fue la United Fruit
Company ayer y hoy son tantas y tantas trasnacionales. Ya no hay tropas
coloniales en nuestro suelo, pero aún tiene su sede en Palmerola (Honduras) una
de las más grandes y amenazadoras bases militares que el Imperio ha implantado
en nuestra región. El llamado Triángulo del Norte (Guatemala-El Salvador y
Honduras) es escenario de una espeluznante violencia, que convierte a esa
región en una de las más violentas del mundo.
Otro tanto sucede con la miseria endémica de las mayorías especialmente campesinas e indígenas. Costa
Rica, a pesar de disfrutar de los mejores índices en desarrollo económico de la
región, está muy lejos de ser una democracia
social. Los datos no mienten. Sufre de un 20% de pobreza (7% de pobreza
extrema), 10% de desempleo abierto y 37% de subempleo (economía informal), 30%
de los asalariados reciben un salario menor que el que corresponde legalmente.
Y para colmo, suelo, mar y cielo centroamericanos se han convertido en camino
que trasiegan sin descanso los carteles del narcotráfico provenientes de países
del Sur y que proveen de su infame mercancía a su abundante y ávida clientela
del Norte de nuestro continente y de Europa.
En conclusión, hemos de
reconocer que, si hay mucho que celebrar cuando de honrar a nuestros antepasados
se trata, porque tuvieron la entereza y el
ímpetu genuinamente patriótico de romper con las cadenas de la
servidumbre colonial, no hay en la actualidad
mucho de qué regocijarnos si nos detenemos a considerar el entorno
político y social que nos circunda. Más que a los coloridos desfiles, debemos
dirigir la mirada a esos inquietantes datos que hacen aún más tenebrosos los
nublados que inquietaron a nuestros antepasados. Falta, en no pocos de nuestros
políticos, un compromiso real para transformar en rayos de luz lo que durante
casi dos siglos no han sido más que oscuros nublados. Hoy tenemos mucho que
celebrar si miramos al pasado, pero
muchos retos que asumir si nos percatamos de la ominosa realidad que circunda nuestro
presente, para lograr hacer realidad una Independencia que todavía sigue siendo
una quimera para amplios sectores de nuestra población. A las actuales generaciones les corresponde
el histórico desafío y el honroso deber
de acabar, por fin, con esos nublados que surgieron en los días de nuestra
Independencia pero que ya perduran por casi
dos siglos.
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