Hay frases que
dispensan comentarios y rechazan desmentidos. Cuando, el pasado miércoles, uno
de los jóvenes fiscales integrantes del equipo encargado de la Operación Lavado
Rápido, que trata del esquema de corrupción que actuó en la estatal Petrobras,
dijo que contra el ex presidente Lula da Silva no había pruebas, pero sí
convicción, dejó claro de toda claridad que se trata de un tribunal, sí, pero
mucho más cercano a los de la Santa Inquisición que de Justicia.
Eric Nepomuceno / Página12
Delton Dellagnol, fiscal brasileño y pastor evangélico. |
Los abusos e
inconsistencias presentadas al público por el fiscal encargado de la “Lavado
Rápido”, el predicador evangélico Delton Dallagnol, tuvieron el efecto de un
bumerang.
Fascinado y ofuscado
por las luces de la gloria, el joven y mesiánico fiscal cometió errores
jurídicos dignos de un niño pedante que siquiera sabe la dirección de una
escuela de derecho. El más evidente y escandaloso de esos errores primarios fue
haber dedicado la mayor parte del tiempo de su exposición a apuntar a Lula da
Silva como jefe de una organización criminal, el centro de un universo solar de
corrupción.
¿Pruebas? No, ninguna.
Pero sí convicción, como sentenció uno de sus jóvenes asistentes. ¿Basada en
qué? En datos e indicios. De ser así, ¿por qué no denunciarlo por formación de
banda criminal? Silencio.
La reacción negativa
fue inmediata. Del conservador Colegio de Abogados a diarios claramente
comprometidos con el golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma
Rousseff e instaló en el sillón presidencial al usurpador Michel Temer,
surgieron críticas, con más o menos énfasis, al espectáculo circense ofrecido
por ese pozo de irresponsable vanidad que responde al no muy usual nombre de un
pueblito del estado norteamericano de Michigan, Delton. Hay otros pueblitos
llamados Delton, y hasta una Delton Pharmacy. Pero no hay ningún Delton héroe
salvador de ninguna Patria. El Dallagnol se postula, pero hasta ahora su
desempeño es más bien desastrado.
Fue autor, por cierto,
de la más grave y extensa de todas las acciones cuyo objetivo clarísimo es
eliminar del escenario político brasileño al más popular de los dirigentes de
las últimas seis o siete décadas. Entregó en bandeja de plata, a los
detractores de Lula da Silva, un arsenal estruendoso.
Pero, al mismo tiempo,
esgrimió un cuchillo de doble filo. Era claro que Lula reaccionaría. Al
transformar su discurso en un feroz pronunciamiento político, el pobre Delton
se adentró en un terreno de batalla en el que Lula es insuperable, y el joven
fiscal, un torpe y risible aficionado.
Es verdad que
suministró munición a los que no lograron superar a Lula da Silva en las urnas
electorales. Algunos, sin límites para su hipocresía, usaron esas herramientas
para envalentonarse. El senador Aécio Neves, por ejemplo, uno de los cabecillas
del golpe, fue de los primeros. Luego de oír la emotiva defensa personal
presentada por Lula da Silva, reclamó la falta de algún tipo de confesión, de
mea culpa.
Se olvidó de que es
precisamente él, Aécio Neves, uno de los políticos más denunciados en la
Operación Lava Jato. Y, claro, que en algún momento podrá dejar de contar con
el manto protector de un sistema judicial absolutamente politizado, que por
ahora lo protege de verse en la necesidad de confesar.
Delton Dallagnol, en su
caminata rumbo al sillón de Torquemada, abrió anchas avenidas para que Lula
practique una de sus especialidades más visibles: el discurso de la
indignación. Al denunciar a doña Marisa Leticia, el triste fiscal permitió que
Lula se dirigiese a su público presentándose no como un ex presidente víctima
de una injusticia cósmica o como un dirigente político que tiene que ser
derrotado por sus adversarios por cualquier método, ya que en las urnas electorales
sigue favorito.
Le permitió hablar como
ciudadano indignado. Lula contó de las humillaciones que sufrió con las
acciones ilegales y abusivas de la Policía Federal que actuó bajo las órdenes
de otro miembro de la Santa Inquisición, el provinciano juez de primera
instancia Sergio Moro. “Le dieron vuelta a mi colchón”, contó Lula. “¿Qué
buscaban, el oro de Moscú?”. También contó que se llevaron los celulares de sus
nietas. “No hay derecho en humillar a mi familia”, gritó un Lula emocionado,
que lloró en más de un momento.
El ex presidente
Fernando Henrique Cardoso, otro cabecilla del golpe, insinuó que la iniciativa
del fiscal Dallagnol quizá no haya sido una idea brillante: “Hay que mirar todo
eso con mucha cautela”. Quizá recomendando, con sus palabras, que se mire con la
misma (y, en este caso, excesiva) cautela con que la Justicia mira las
denuncias contra su partido y sobre mucho de lo que ocurrió en sus dos mandatos
presidenciales (1995-2002).
La hipocresía alcanza
alturas olímpicas cuando se recuerda algo que Lula da Silva trajo a colación en
su pronunciamiento de ayer. Hace unos dos años la Policía Federal encontró un
helicóptero cargado con 400 kilos de cocaína. El aparato pertenece al senador
José Perrela, amigo personal de Aécio Neves, su aliado en el golpe y en otros
negocios no exactamente republicanos.
“Conmigo, dicen no
tener pruebas pero tener convicción. En el caso de Perrela hay pruebas, lo que
no hay es convicción”, fulminó un Lula da Silva en estado puro.
El mismo Lula que
advirtió a los golpistas del Poder Judicial: si creen que esta historia se
acerca al final, sepan que está apenas en su comienzo.
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