Hay otra educación que
parte del reconocimiento de los saberes de los educandos, no para quedarse en
ellos, sino para ponerlos a dialogar con otros organizados y jerarquizados
según los criterios académicos al uso.
Esther María Pérez Pérez / LA JIRIBILLA (Cuba)
Hace unos años, la
directora de la secundaria básica donde estudiaba mi hijo me pidió que fuera a
darles una charla a los alumnos sobre la Casa de las Américas, donde yo
trabajaba entonces. Me sorprendió el pedido, pero colegí que la escuela había
programado una actividad cultural para los alumnos y aprovechaba los recursos
maternos, lo cual me pareció muy bien.
Me rompí la cabeza
durante varios días para ver qué podía conectar a unos muchachos de secundaria
con la Casa, hasta que se me ocurrió una idea: ¡los artistas! A los
adolescentes, por definición, les interesan los artistas, y la Casa trabaja con
artistas. Esa sería la manera de establecer el diálogo.
Llegué la mañana de la
actividad y me encontré a los alumnos formados al sol. En el único pedacito de
sombra del patio estaban paradas las “autoridades”: la directora, algunas
maestras y… yo. Mi primera movida fue correrme hacia el medio del patio y
pedirles a los muchachos que rompieran la formación. Después les pedí que me
dijeran qué artistas les gustaban, y de inmediato empezaron a bombardearme con
las estrellas rock de la época. Se sentían entusiasmados: estaban
transgrediendo límites intangibles, haciendo entrar a la escuela el
conocimiento que normalmente dejaban a la puerta, sus mundos ―separados― se
encontraban. En cuanto mencionaron al primer artista latinoamericano —creo
recordar que fue Chico Buarque— me agarré de él y pasamos a pintores,
escritores, fotógrafos… Sabían muchísimo, más de lo que suponían.
Hago esta anécdota para
ilustrar que no hay educación, sino educaciones. Hay una educación que categoriza
los saberes, excluye unos, privilegia otros. Define una manera de aprender
preferentemente deductiva, esto es, de los conceptos a la realidad (si no se
queda a medio camino antes de llegar a ella). Define también qué es lo culto y
lo popular. Lo primero es objeto del trabajo educativo. Lo segundo, en el mejor
de los casos, se deja a la reproducción espontánea fuera del ámbito educativo.
En el peor, se supone que desaparecerá gracias a la influencia del saber
organizado y oleado.
Hay otra educación que
parte del reconocimiento de los saberes de los educandos, no para quedarse en
ellos, sino para ponerlos a dialogar con otros organizados y jerarquizados
según los criterios académicos al uso. Es, por tanto, inductiva: parte de la
realidad para llegar a los conceptos, que se elaboran a partir de los
materiales que portan todos los participantes en el acto educativo y que
polemiza, refuta, reivindica, revalida y complejiza esos materiales iniciales
para construir nuevo conocimiento.
La primera educación tiende
a reproducir lo que existe: las relaciones, las posiciones, las jerarquías, y a
desarrollar el conocimiento por carriles dictados por fuerzas e intereses que
muchas veces les resultan oscuros o desconocidos a sus actores. Desconfía de la
curiosidad y proscribe la transgresión. La segunda pretende violentar lo que
existe: las fronteras entre lo culto y lo “inculto”, las posiciones que ocupan
educador y educando, y desarrollar el conocimiento a partir de las necesidades
que dicta una realidad social en la que participan conscientemente cada vez más
actores. Acoge la pregunta curiosa y le da la bienvenida a la necesidad humana
de traspasar fronteras e incursionar en nuevos territorios.
No es de extrañar,
entonces, que ambas tengan concepciones distintas de la cultura popular. Para
la primera, es un concepto estático —para reforzar lo cual se suele acompañar
por el calificativo de “tradicional”—, que tiene sus canales de reproducción
propios y escasos vasos comunicantes con la cultura que se aborda en las aulas
y a la que esa misma educación pertenece.
Para la segunda, es un
concepto dinámico, sujeto a transformaciones y diálogos, material con el que se
elabora la cultura sin apellidos. No está opuesta a los saberes organizados en
la academia, sino que conversa con ellos en un proceso en el que ambos se
transforman. Inficiona la educación formalizada y es la fuente de las
interrogaciones que el diálogo debe ayudar a contestar.
Volviendo entonces a la
ilustración del principio. La primera educación supone que el especialista es
el dueño del conocimiento e ilumina con él a “pizarras en blanco” portadoras de
una “cultura popular” que no tiene puntos de contacto con la del ilustrado.
Asigna, además, lugares jerárquicos incluso en el espacio físico: el estrado,
el lugar de sombra… Proscribe y excluye segmentos de la realidad de los
educandos y los educadores. No habla nunca en primera persona y sus objetivos
se fijan desde afuera y arriba.
La segunda es
inclusiva: la cultura popular no es estática, sino que puede y debe incluir
todo el saber y convertirse de una sobrecama de retazos, con elementos tomados
de aquí y allá, en un hermoso tejido colectivo.
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