La
dirigencia le ha fallado tanto al país que cierto rechazo popular a los
acuerdos se debe a la creencia de que les van a dar a los reinsertados
oportunidades que el resto de la sociedad no ha tenido.
William Ospina / El Espectador
Lo
alarmante del plebiscito de octubre de 2016 no es que el No haya ganado con el
20 % de los votos, y ni siquiera que el Sí apenas haya obtenido menos del 20 %,
sino que el 80 por ciento de la población le haya dado la espalda a un proceso
que era una gran oportunidad para el país. Porque una indiferencia del 60 % y
un rechazo del 20 % prometen poco en términos de aclimatación social de una paz
que no puede llegar si la ciudadanía no se la apropia, una paz que en realidad ni
siquiera hay que hacer con la ciudadanía sino en la ciudadanía. La paz tienen
que ser los ciudadanos: sólo ellos pueden ser la convivencia y la
reconciliación, sólo ellos pueden ser el perdón y la memoria, la solidaridad y
la construcción de otra dinámica de la vida en comunidad.
El
crecimiento actual de los cultivos ilícitos nos debe recordar que la hoja de
coca es uno de los únicos productos de la pequeña agricultura colombiana que
tienen demanda y consumo en el mercado mundial. Bien sabían los funcionarios de
Naciones Unidas que formularon el malogrado proyecto de diálogo del Caguán que
no sería posible un proceso de paz sin una suerte de Plan Marshall para la
reconstrucción del campo colombiano, que no fue arruinado sólo por la guerra
sino por una política de desmonte de la agricultura, un cierre de oportunidades
para los pequeños productores y un retroceso de la economía al extractivismo
del siglo XVI.
Diseñar la
economía pensando sólo en vender las riquezas naturales, explotando el suelo
desnudo, despojó de estímulos a la producción, vulneró la ética del trabajo,
estimuló el culto a la riqueza sin esfuerzo y fortaleció la corrupción, porque
las sociedades vigilan y defienden sobre todo lo que es fruto de su labor, la
economía que brinda subsistencia pero también sentido de pertenencia y
dignidad. Si el mundo quiere la paz de Colombia no puede seguir consumiendo
sólo su petróleo, su carbón y su cocaína, tiene que contribuir a la
reconstrucción de la economía real, que podría ser una floreciente alianza de
la productividad con el conocimiento, en uno de los países más biodiversos del
mundo.
Ya la
economía cafetera, que le permitió al país vivir modestamente pero con dignidad
durante cien años, ha demostrado que hay formas posibles muy refinadas de participación
de una sociedad campesina en el mercado mundial. La producción cafetera,
democrática, sofisticada y ejemplar, tendría que ser un modelo, aunque estoy
lejos de pensar que en nuestra época podamos vivir sólo de la pequeña
producción campesina.
Pero
también hay una combinación alarmante en Colombia: una clase terrateniente que
es dueña de la mitad de la tierra productiva, pero que no tiene ninguna
vocación empresarial. A nadie le importaría de quién es la tierra si produjera
lo que puede y tributara lo que debe, pero esos millones de hectáreas a la vez
confiscadas e improductivas, la cósmica ineptitud de un modelo de propiedad que
sólo adora el alambre de púas, están en la base de muchos de nuestros males.
La
corrupción de hoy, la danza de los millones en la contratación pública, que ha
corrompido la ley y la justicia, reposa sobre una corrupción anterior: la
privatización de los mecanismos electorales, la construcción de un Estado de
privilegios que se reelige manteniendo a la ciudadanía en la ignorancia y en la
indiferencia. Esa es la otra violencia, que está en la raíz de todo, y que hace
que cada diez años haya que hacer una reinserción de guerreros pero que nunca
se haga el urgente proceso de paz entre el Estado y la sociedad, entre la vida
y la política.
Sólo una
cosa podemos esperar hoy: que la expectativa que ha despertado en un sector
consciente de la sociedad el proceso de diálogo y la desmovilización de las
Farc, unido al tremendo desprestigio de la dirigencia colombiana, a la que le
interesa mucho desarmar a los insurgentes pero no abrirle horizontes de
participación y de iniciativa a la comunidad, despierte en sectores cada vez
más amplios la necesidad de un nuevo proyecto de país y el afán de hacer
realidad unas reformas económicas y sociales que han sido aplazadas por muchas
décadas, y la condena histórica a una dirigencia que persiste en su mezquindad
y en contagiar su discordia. No sólo los mercaderes que envilecen la política,
sino los grandes poderes económicos que se lucran de la miseria, de la
depredación de la naturaleza y de la entrega del país al pillaje legal e
ilegal.
El
verdadero nombre de la paz en Colombia es democracia: el fin de las maquinarias
y el diseño de una economía que beneficie por fin a la gente, y sincronizar la agenda
nacional con la urgente agenda del mundo: energías limpias, protección de la
naturaleza, detener y revertir el cambio climático, poner a la comunidad en el
primer lugar de las prioridades, y convertir la cultura en el dinamizador de
una sociedad de creación.
(Leído el
28 de noviembre en el Coloquio Salida de la Violencia, Construcción de la Paz y
Memoria histórica, en la Casa de América Latina en París).
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