A menos de 10 días de las
elecciones, el panorama parece orientarse a la posibilidad que los
costarricenses opten entre dos personajes que representan dos tendencias: entre
una mano dura y un cristiano conservador. Uno un abogado, otro un pastor. Uno
promete resolver todo a mandobles, el otro iluminado por la Biblia.
Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Resultados de la encuesta de la Universidad de Costa Rica. |
En Costa Rica, dos
partidos políticos dominaron el escenario de toda la segunda mitad del siglo
XX. Cada uno de ellos tuvo como baluarte de origen a dos figuras que
contribuyeron, de forma notable, a perfilar el estado de derecho y el Estado de
Bienestar.
Uno de ellos fue Rafael
Ángel Calderón Guardia, quien en alianza con los comunistas y la Iglesia
Católica impulsó una serie de reformas que, a no dudarlo, en nuestros días no
faltaría quienes las tildaran de populistas. Se trata de la creación de la Caja
del Seguro Social, la introducción de un capítulo de garantías sociales en la
Constitución, y del Código de trabajo.
El otro caudillo fue
José Figueres Ferrer, quien no solo complementó sino que profundizó las medidas
impulsadas por su antecesor y su alianza. Paradójicamente, aunque hoy podemos
verlos a ambos como constructores de un proyecto único, el segundo no solo se
opuso al primero, sino se erigió como líder nacional enfrentándose incluso violentamente
a su proyecto político.
Sobre su legado se
levantaron esos dos partidos dominantes a los que hacíamos mención, Liberación
Nacional (PLN) y el Partido Unidad Socialcristiana (PUSC), a cuyos militantes y
simpatizantes se conoció como figueristas y calderonistas.
Aunque alternándose en
el poder, ambas agrupaciones políticas impulsaron un proyecto que podríamos
caracterizar como nacional, y que el figuerismo llamó La Segunda República.
Este proyecto entró en
crisis a mediados de los años 70, y a partir de la década de los 80 ellos
mismos variaron el rumbo, y se dieron a la tarea de reorientarse de acuerdo con
las nuevas tendencias que prevalecían. Es decir, se volvieron neoliberales.
Ese fue el inicio del
fin de la era en la que ellos habían sido los protagonistas centrales.
Desde entonces hasta
los primeros años del 2000, reperfilaron el país y se desdibujaron ellos, a tal
grado que lo que uno y otro proponía prácticamente no se diferenciaba más que
en matices.
Los costarricenses
empezaron a hablar del PLUSC, es decir, de un engendro que sin existir inscrito
en Registro Electoral era la realidad vivida por todos, es decir, un
suprapartido conformado por el PLN y el PUSC.
Al bipartidismo
expresado en ese PLUSC le dio jaque mate un partido que nació de las costillas
del PLN, el Partido Acción Ciudadana (PAC), que llegó al poder en el 2014 en
medio de unas expectativas inmensas porque las cosas cambiaran, pero que, ya
hacia el final de su período, no cumplió.
¿Qué hacer, entonces,
si lo viejo ya no funciona y lo nuevo, en los que se había puesto la esperanza,
no responde a la altura? Esa duda refleja exactamente lo que sucede en la Costa
Rica política en período de elecciones a finales de enero de 2018.
Es entonces cuando se
abre la Caja de Pandora, y surge a la palestra una variopinta oferta partidaria
que tiene desconcertados a tirios y troyanos.
Una característica que
no es exclusiva de esta elección pero que se mantiene en ella e, incluso,
parece profundizarse, es la creciente presencia del número de indecisos,
desencantados, apáticos y refractarios.
En segundo lugar,
tenemos la aparición de propuestas partidarias encabezadas por “figuras
fuertes”, de las que dan el golpe en la mesa y elevan la voz. Hace ya algunos
años que algunos sondeos vienen mostrando que cada vez más costarricenses
entienden que solo alguien con esas características arreglará las cosas. Solo
este aspecto le da ya a la campaña presidencia actual un sesgo sui géneris,
pero lo que termina de darle su sello distintivo está en la tercera
característica que mencionamos a continuación.
Se trata del ascenso
vertiginoso e imprevisto de opciones respaldadas por partidos “cristianos”
conservadores, con el mismo perfil de otros similares que también hacen carrera
en más países de América Latina. La agenda de estos partidos es transnacional,
y sus formas de acción política también.
Hay que tener en cuenta
que las características distintivas de esta elección que hemos mencionado no surgen por generación espontánea en este
momento. Se trata de tendencias de vieja data que en esta coyuntura encuentran
canales para expresarse de forma pública y masiva.
El que los cristianos
conservadores asuman papeles protagónicos en la vida política empezó a gestarse
desde los años setenta del siglo XX, cuando los EEUU vieron en las iglesias
protestantes pentecostales y neopentecostales una vía para contrarrestar la
importante presencia de cristianos progresistas y revolucionarios en
Centroamérica. Estas iglesias se convirtieron en verdaderas armas de
penetración ideológica que hoy están rindiendo sus frutos al convertirse en
canales para expresar formas de descontento amplios, difusos y generalizados,
que en circunstancias específicas pueden encontrar catalizadores que los
catapulten a primeros planos.
En el caso
costarricense, este catalizador fue la resolución de la Corte Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) que resolvió a favor de los grupos LGTBI su derecho al
casamiento. Inmediatamente después de la resolución la sociedad se dividió en
dos bandos contrapuestos, aparentemente irreconciliables.
A 15 días de las
elecciones, el panorama parece orientarse a la posibilidad que los
costarricenses opten entre dos personajes que representan las dos tendencias
que hemos mencionado: entre una mano dura y un cristiano conservador. Uno un
abogado, otro un pastor. Uno promete resolver todo a mandobles, el otro
iluminado por la Biblia. Ninguno de los dos tiene un programa acabado, serio,
fundamentado y se articulan principalmente en torno a lo que no les parece, a
lo que critican.
¿Quo vadis Costa Rica?
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