Sin
pretenderlo un revolucionario social, ni siquiera un reformador a ultranza de
la Iglesia y hasta admitiendo que la tensión entre ésta y la
modernidad no cede del todo en su pontificado; es evidente que el argentino Jorge Bergoglio demuestra con signos,
gestos y palabras que algo ha cambiado en la institución “santa y pecadora” que
dijera San Agustín.
Carlos María Romero Sosa /
Especial para Con Nuestra América
Desde
Buenos Aires, Argentina
Hoy
es 17 de enero de 2018 y anteayer arribó Francisco a la tierra de Lautaro, el jefe guerrero
de Arauco tan admirado por el general San
Martín, al punto de participar con sus compañeros independentistas de una logia
conocida con su nombre; y los dominios de
Caupolicán, el toqui al que cantó Rubén
Darío: “Es algo formidable que vio la
vieja raza:/ robusto tronco de árbol al hombro de un campeón/ salvaje y
aguerrido cuya fornida maza/ blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de
Sansón.”
El
Papa conoce bien la tensa situación
existente entre el estado chileno y el
pueblo mapuche secularmente reprimido, despreciado y despojado de su habitad: “Hagamos silencio ante tanto dolor”,
acaba de decir en la multitudinaria misa que celebró en Temuco, donde subrayó
asimismo que no hay culturas superiores y culturas inferiores; aunque justo es
decirlo muchos esperábamos más pedidos de perdón y más condenas al genocidio perpetrado
por los europeos y los blancos. Lo triste es que debe hacerse cargo en este
viaje a la Araucanía de algo de lo que no es responsable personalmente, aunque
sí lo fue en el pasado buena parte de la Iglesia de la que él es cabeza. Como
que ya el conquistador del actual
territorio de Chile, Pedro de Valdivia,
el que gustaba mutilar a los indígenas vencidos, se proclamaba católico. Y de
allí para adelante, la conquista y colonización del país vecino -como es de
rigor en todas las conquistas y
colonizaciones- se caracterizó también, salvo alguna honrosa excepción que de
haberla confirmaría la regla, por la
crueldad y la avaricia bajo la justificación de evangelizar a los naturales.
Pero
aparte de la irresuelta cuestión mapuche: del el robo de sus tierras y la
forzada culturización sin fines de integrar a los pueblos originarios, sino de
crear puentes tan imprescindibles como endebles para mejor dominarlos, el país todo
se caracterizó por la sumisión de las clases populares a una oligarquía que
dominó económica, política y culturalmente más de una centuria de su historia. Y
así en pleno siglo XX fue visto con reticencia por los sectores de poder
la clara sensibilidad social y el
compromiso con lo más avanzado de la Doctrina Social de la Iglesia del sacerdote
jesuita Alberto Hurtado, el Patrono de la Trabajadores beatificado en 1994 por
Juan Pablo II y canonizado por Benedicto XVI en 2005. Se comprende entonces en
tal contexto precapitalista y de capitalismo periférico, las persecuciones al
líder comunista Luis Emilio Recabarren y
su huida a la Argentina así como la de
Pablo Neruda en 1949 y, sobre todo, porqué
después un proyecto de socialismo en democracia como el de Salvador Allende
tenía que terminar trágicamente.
****
En
cuanto al Papa “populista”, adjetivo con el que pretenden injuriarlo los
intelectuales Juan José Sebrelli y Loris
Zanatta, denigración que halla eco en los medios concentrados y para muestra
basta leer la nota del periodista Jorge Fernández Díaz publicada en La Nación -de
Buenos Aires- del domingo 7 de enero último, no se cansa de hacer gestos como que
al fin y al cabo el Vaticano se viene así manejando desde antiguo, aunque antes
los guiños eran para otros sectores. Y nada más que al llegar a Santiago, el
lunes 15, se dirigió a la tumba de
Monseñor Enrique Alvear, conocido como
“El Obispo de los Pobres y esforzado defensor de los derechos humanos durante
la dictadura de Pinochet, cuando hacerlo implicaba correr riesgos de vida. Eran los tiempos en que muchos
de quienes aquí sufríamos en forma
sucesiva a Videla, Viola, Galtieri y Bignone, llegamos a sentir una sana envidia por la feligresía de la máxima jerarquía de la Iglesia chilena,
el Cardenal Raúl Silva Henríquez, contracara en su compromiso humanitario del comportamiento
de la mayoría de los mitrados de este lado de la Cordillera durante los años de
plomo.
Sin
embargo Francisco no encontró ya esa Iglesia prestigiada por pastores de la talla de Silva Henríquez,
Alvear o (Juan Francisco) Fresno Larraín, que tanto hizo por la salida
democrática y por la paz entre Argentina y Chile. En cambio escuchó quejas de los abusados por
sacerdotes pedófilos y pidió perdón por sus crímenes. Sin duda una parte de su
cruz es dar la cara frente a semejantes aberraciones del clero. Mientras que otra ha de ser la permanente crítica que recibe de sus
compatriotas argentinos atrincherados de un lado de la grieta. A ellos les resultan intolerables sus mensajes contra el neoliberalismo; la cara
de pocos amigos con que recibió al ajustador presidente Macri en el Vaticano;
su debilidad de siempre –desde que era cardenal y arzobispo de Buenos Aires- por
los curas villeros; su cercanía espiritual
con Milagro Sala, presa política desde
hace dos años del feudo jujeño del gobernador Morales, aliado de Macri; su
mirada solidaria para con los movimientos piqueteros y de derechos humanos y su magisterio por el
medio ambiente vertido en “Laudato si”, encíclica donde se debieran reconocer
como pecadores públicos los sojeros que desmontan en forma criminal y los
intereses petroleros que ocupan en la nuestra Patagonia territorios de los
pueblos ancestrales.
Bien
que les hubiera gustado a los poderosos de aquí, un Sucesor de Pedro
ultraconservador en todos los aspectos y sobre todo en el orden temporal. Alguien
previsible en sus tratos con la injusta organización del planeta según el
dictado de las grandes potencias y no el
hombre de blanco y con sandalias del pescador que propone a los jóvenes “hacer
lío” “contra la paz del mundo”, por decirlo con el título de un viejo
poemario del franciscano argentino Fray Antonio Vallejo, un par generacional de
Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez.
Cómo
se habrán desengañado los reaccionarios católicos preconciliares que se rasgan
las vestiduras porque homenajeó a Lutero en Suecia, al no hallar en Francisco al
amigable viajero a su patria gobernada por prósperos empresarios. Y
cuánta solidaridad de clase es la que demuestran por estos días con el
plutócrata Sebastián Piñera –al que no concedió audiencia privada-, reciente
ganador de la elección presidencial con la autorreconocida ayuda del Banco
Mundial que fraguó en su favor datos económicos del gobierno de Bachelet.
Sucede
que Francisco no reivindica para sí boato eclesiástico a lo Julio II Della
Rovere, ni una corte del tipo de la de Clemente VII Médici, ni el título pagano de “pontífice” en vez
del de Siervo de los Siervos de Dios,
que a todas luces debe preferir el pastor que desde el primer día de su elevación
a la Cátedra de San Pedro viene instruyendo
a sus hermanos en el episcopado que lo
sean “con olor a oveja”. Un mensaje, por
lo que se advierte, mejor recibido por las reclusas de la santiaguina prisión
de San Joaquín, a las que visitó ayer reclamando por su dignidad humana después
de escuchar que en Chile la pobreza se castiga con la cárcel, que por muchos de
los apoltronados obispos de los cinco continentes.
Sin
pretenderlo un revolucionario social, ni siquiera un reformador a ultranza de
la Iglesia y hasta admitiendo que la tensión entre ésta y la
modernidad no cede del todo en su pontificado; es evidente que el argentino Jorge Bergoglio demuestra con signos,
gestos y palabras que algo ha cambiado en la institución “santa y pecadora” que
dijera San Agustín. Un cambio que con marchas y contramarchas viene
anunciándose desde Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. Lenta transformación, es cierto, pero que permite
que muchos católicos del presente, con renovada esperanza, podamos sentir a nuestra Iglesia más próxima a las divinas enseñanzas de Jesús,
el carpintero de Nazaret, que a los
mezquinos intereses humanos que en tantas ocasiones gravitaron irrefrenablemente
en su seno.
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