En esta fase de la historia del mercado mundial emergen nuevas
potencias económicas, dos de las cuales al menos – China y la India – cuentan
con una enorme fuerza de trabajo en su propio territorio o en territorios
cercanos. Esa abundancia de fuerza de trabajo se ha convertido en una ventaja
comparativa decisiva en esta etapa de la transición, precisamente en la medida
en que solo el trabajo produce valor.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Como sabemos, fue el desarrollo del capitalismo el que creó por
primera vez en la historia de la Humanidad un mercado mundial, en un proceso
que se inició en el siglo XVI y todavía está en curso. El alcance y la
complejidad de ese proceso encontraron una síntesis clara y temprana en el Manifiesto Comunista redactado por
Carlos Marx y Federico Engels en 1848, y recibió especial atención en la obra
de los pensadores que fueron dando aliento a la filosofía de la praxis antes de
la década de 1930, desde Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin hasta Antonio Gramsci
y György Lukács.
Hoy estamos tan inmersos en las estructuras económicas, políticas y
culturales generadas por ese mercado que a veces olvidamos lo breve que en
realidad ha sido su desarrollo, y damos por naturales las contradicciones que
lo animan. Por lo mismo, conviene recordar que durante los cinco mil años que
precedieron a su formación diversas sociedades de desarrollo civilizatorio
avanzado crearon mercados – mundo, como los llamó el historiador francés
Fernand Braudel, constituidos por grandes unidades territoriales organizadas en
torno a un centro de poder político - militar, como Roma, en el Mediterráneo
antiguo; Beijing en el imperio chino, o Cuzco, en el imperio incaico.
Esos mercados – mundo se desarrollaron a partir de sociedades tributarias
de base agraria, unas de carácter primordialmente comunitario, otras de
carácter esclavista. Tendieron además a la autarquía, y limitaron sus intercambios
mutuos a bienes suntuarios de alto valor por unidad de peso, como la seda que
utilizaba la aristocracia romana para distinguirse de la plebe de su imperio.
No había relaciones de interdependencia entre ellos, y no se requerían
mutuamente para prosperar.
El caso del mercado mundial es muy distinto. En su núcleo no está la
autarquía, sino la interdependencia asimétrica. Así, dice el Manifiesto,
Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus
productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas
partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes. […] Las
antiguas industrias nacionales [son] suplantadas por nuevas industrias […], que
ya no emplean materias primas indígenas, sino materias primas venidas de las
más lejanas regiones del mundo, y cuyos productos no sólo se consumen en el
propio país, sino en todas las partes del globo. […] En lugar del antiguo
aislamiento y la autarquía de las regiones y naciones, se establece un
intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones.[1]
En su primera fase, el proceso de formación de ese mercado nuevo se
desarrolló en torno a la cuenca del Atlántico Norte, a partir de la lucha por
la hegemonía entre potencias económicas sucesivas. Holanda fue la primera;
Inglaterra, la segunda, y después Estados Unidos. Hoy, el proceso continúa, y
muchos piensan que China será la nueva potencia hegemónica en ese mercado. Es
probable, sin embargo, que eso no sea así.
Estas transiciones, en efecto, operan a través de las transformaciones
en el sistema mundial organizado en torno al nuevo mercado, y que hace posible
su funcionamiento. Así, en su etapa ascendente ese mercado se organizó como un
sistema colonial, en el que un puñado de países europeos controlaba la fuerza
de trabajo y los recursos naturales de enormes extensiones territoriales en
Asia, África y las Américas. En la fase culminante de aquel período - del siglo
XVIII hasta comienzos del XX-, Inglaterra fe la potencia dominante en el sistema
mundial.
Sin embargo, otras potencias – en particular Alemania – pasaron a
disputarle a Inglaterra esa posición hegemónica a lo largo de un período que fue
de la I Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, a la II, entre 1939 y 1945, e
incluyó además constantes guerras regionales en Asia, África y Europa entre
1918 y 1938. De todo ello resultó el paso de los Estados Unidos a una posición
hegemónica, pero – y porque – en el proceso el sistema mundial había venido a
ser muy distinto.
Entre 1950 y 1960, en efecto, el sistema colonial se desintegró y pasó
a convertirse en un sistema internacional integrado por unos 200 Estados nacionales
independientes. Esos Estados controlaban sus propios mercados nacionales, que
comerciaban entre sí – sobre todo – a partir del intercambio de materias primas
de los nuevos países independientes, por bienes industriales provenientes de
las economías más desarrolladas.
Estados Unidos pudo encontrar en esa transformación una situación
extremadamente favorable, como primera y única sociedad creada por el
capitalismo y para el capitalismo. Esto lo liberó a un tiempo del legado
parasitario de las sociedades monárquicas, y del enorme costo militar y
económico de la administración de un sistema colonial, y le facilitó invertir
sus recursos en la innovación tecnológica, industrial y gerencial.
Desde fines del siglo XX, sin embargo, esa situación está cambiando
otra vez. Hoy, el mercado mundial funciona sobre todo a partir del comercio
entre corporaciones transnacionales que cuentan con el poder suficiente para
acotar el poder de los Estados nacionales y abrir paso a importantes procesos
de desarticulación y rearticulación de las actividades productivas y
comerciales, buscando sin cesar la mejor relación entre el costo y el
beneficio.
Y aquí aflora un hecho singular. En esta fase de la historia del
mercado mundial emergen nuevas potencias económicas, dos de las cuales al menos
– China y la India – cuentan con una enorme fuerza de trabajo en su propio
territorio o en territorios cercanos. Esa abundancia de fuerza de trabajo se ha
convertido en una ventaja comparativa decisiva en esta etapa de la transición,
precisamente en la medida en que solo el trabajo produce valor. Tanto más, cuando
esa producción de valor se ve complementada con el aporte de la innovación
tecnológica y el cambio social, generando un impulso económico de apariencia
incontenible.
Eso no significa, sin embargo, que China o India puedan sustituir a
los Estados Unidos como potencia hegemónica en el mercado mundial. Con el paso
a su condición global, emerge también una nueva fase en el desarrollo del
sistema mundial que, sin perder su estructura internacional formal, acentúa y
facilita la interdependencia entre regiones económicas que se vinculan entre sí
mediante flujos comerciales y financieros cada vez más complejos. Vistas las
cosas en esta perspectiva, cabe pensar que una de esas regiones – probablemente
la de Asia-Pacífico, incluyendo a California – hegemonizará la nueva fase del
proceso en curso.
Estados Unidos está siendo víctima de la incapacidad de sus élites
para entender este proceso en toda su complejidad, y entender a partir de allí
que el sueño de un mundo unipolar es eso, un sueño. La ventaja política de China, en esta coyuntura,
consiste en su capacidad para plantearse su hegemonía relativa en el marco de
un sistema mundial multipolar.
Un mundo así presenta singulares oportunidades y retos para nuestra
América. Podemos intuir esas oportunidades, pero aún es difícil identificarlas
con precisión, entre otras cosas porque las formas y los medios del razonar de
nuestras elites son todavía son las del mundo que se desvanece. Superar esa
barrera cultural, entender y ayudar a entender el mundo nuevo de un modo que
nos permita aprovechar sus oportunidades y encarar los riesgos que pueda
plantearnos, es un importante reto cultural que enfrentan nuestras sociedades
en estos momentos.
Contribuir a superar un reto tan novedoso, sin precedentes históricos,
requiere de formas innovadoras del pensar y del hacer. Y el punto de partida de
esa innovación – que incluye formas nuevas de comprender y ejercer nuestro
legado histórico y cultural – consiste en que nuestra América nunca ha sido tan
importante para cada uno de sus pueblos, y para el mundo, como ahora. Desde
ella y con toda ella podemos contribuir a hacer de esta nueva transición del
sistema mundial - que opera a través de enormes costos humanos y ambientales –
el medio para abrir paso finalmente a la creación del mundo nuevo de mañana en
el Nuevo Mundo que anteayer desempeñó un papel decisivo en la formación del
mercado que ha generado ese sistema. Hoy, todos, podemos cambiar con el mundo,
para ayudarlo a cambiar.
Panamá, 9 de
enero de 2018
[1] Marx, Karl y Engels, Friedrich: Manifiesto
del Partido Comunista [1848] Obras Escogidas en tres tomos. Editorial
Progreso, Moscú, 1976. I, 114.
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