No todos estos
movimientos “de masas” son iguales. Aquellos que son visualizados en la geoestrategia
de Washington como un peligro –por ejemplo en Latinoamérica todos los que se
oponen a la industria extractivista– tienen una lógica totalmente distinta a
aquellos que se levantan como “defensores de la democracia”, con un contenido
más clasemediero.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
“Los iraníes que se manifiestan contra su gobierno verán un gran apoyo
de Estados Unidos en el momento adecuado”.
Donald Trump, con
motivo de los actuales acontecimientos en Irán (enero 2018)
Partidos políticos en crisis
A partir de las dos
últimas décadas del pasado siglo, y en lo que va del presente, asistimos a una
gradual pero permanente decadencia de los partidos políticos tradicionales.
Esto se da tanto en la derecha como en la izquierda. Las poblaciones van
evidenciando un creciente hastío en relación a las formas tradicionales de la
“política profesional”, dada por tecnócratas, burócratas siempre alejados de la
gente, “mentirosos de profesión”. La política hecha a través de los partidos
(farsante, embustera, manipuladora) sigue siendo la forma en que se maneja la
institucionalidad de los Estados nacionales, pero cada vez más es la mercadotecnia,
el manejo “de mentes y corazones” –como pedía Zbigniew Brzezinsky, maestro en
estas artes–, la tecnología publicitaria, la que “hace” la política. O, al
menos, la que se encarga de “manejar” a las grandes masas. Las decisiones
fundamentales, por supuesto, se siguen haciendo en las sombras. Y no la hacen
los “políticos de profesión” precisamente, sino los que les financian las
campañas y para quienes, en definitiva, trabajan. Entonces, como acertadamente
dijera el francés Paul Valéry: “La política es el arte de hacer creer a la gente que toma parte en
los asuntos que le conciernen”. Deberíamos agregar: “pero sin
permitirle que realmente se involucre en nada”.
De ningún modo esos
partidos están agotados, pues continúan siendo correas de transmisión entre el
poder económico –los verdaderos amos– y las grandes masas, ofreciendo las capas
de burócratas que manejan los aparatos estatales. Pero la credibilidad de esos
partidos está por los suelos. De todos modos, el “credo” fundamental de la
politología oficial, de la llamada “democracia representativa”, está dado por
la existencia de esos partidos. El resguardo de lo que la ciencia política de
derecha funcional al sistema llama “gobernabilidad” son esos –aunque
desacreditados y un tanto aborrecidos– partidos políticos. Por así decir: un
mal necesario para el sistema.
En el campo de la
izquierda las cosas también están complicadas. Caídas las primeras experiencias
socialistas de la historia (desintegración de la Unión Soviética, extinción del
bloque socialista europeo, reversión del socialismo chino) el avance de las
fuerzas de cambio social quedó un tanto –o bastante– relegado. Hoy, una
pregunta clave en el campo de la izquierda es ¿cómo construir alternativas
válidas, consistentes, realmente efectivas? Los particos políticos clásicos,
con un esquema leninista si se quiere, en el momento actual no están en
crecimiento. Antes bien: han perdido credibilidad, no arrastran gente. Hoy por
hoy todo lo que suene a confrontación, como consecuencia de décadas de bombardeo
mediático-ideológico es visto como “peligroso”. O, cuando menos, como
desconfiable. De ahí que los partidos políticos de izquierda, los tradicionales
particos comunistas, no están hoy precisamente en crecimiento. Y si se trata de
partidos socialdemócratas, es decir: fuerzas políticas que hablan un lenguaje
capitalista “moderado”, no hay la más mínima diferencia con los partidos
políticos de derecha.
A decir verdad, hoy no
se ve muy claro ninguna propuesta real de transformación social. Ello no significa,
en modo alguno, que el sistema capitalista esté blindado ante los cambios. Son
incontestables los elementos que demuestran su inviabilidad a futuro: el solo
ecocidio (la monumental catástrofe medioambiental) que ha producido con su
alocado modelo de consumo, o el tener las guerras como una siempre posible
válvula de escape cuando se traba, deja ver su insostenibilidad. Pero solo, por
su propio peso, no case. Es necesario que alguien lo derribe. ¿Quién es el
sujeto revolucionario entonces en la actualidad? ¿Es posible hoy levantar las
banderas de partidos políticos revolucionarios?
Movimientos populares espontáneos
En ese sentido, en
distintas latitudes del planeta, y sin dudas en Latinoamérica con una
considerable fuerza, lo que sí se van dibujando como alternativas
antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (en general
movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios
ancestrales.
Quizá sin una propuesta
clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el
marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a
través de los años en el siglo XX), estos movimientos constituyen una clara
afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores
hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama
que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender
más llamas. De hecho, en el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del
futuro global”, del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos,
dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional
de ese país, puede leerse: “A comienzos
del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países
latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido
la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas
internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos
latinoamericanos de origen europeo. (…) Las
tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del
Amazonas”.[1]
Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la
región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington
cuestionando así sus intereses (¿quizá también la lógica capitalista en su
conjunto?), el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente
estrategia contrainsurgente: la “Guerra de Red Social” (guerra de cuarta
generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército
combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo
hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que
se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el
portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular
y latinoamericano en general, escrito antes de la desmovilización de la
principal fuerza guerrillera de Colombia pero igualmente válido ahora, “la verdadera amenaza no son las FARC. Son
las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y
campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados
Unidos, para el capitalismo como sistema]
proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios
donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo,
riquezas minerales], o sea, de los
pueblos indígenas”.[2]
Anida allí, entonces, una cuota de esperanza si de transformación se trata.
¿Quién dijo que todo está perdido?
No hay dudas que la
contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de
las contradicciones de clase, de trabajadores y capitalistas. Eso continúa
siendo la savia vital del sistema: la producción centrada en la ganancia
empresarial. En ese sentido, las premisas de trabajo asalariado y capital
siguen siendo absolutamente determinantes: los trabajadores generan la riqueza
que una clase, la poseedora de los medios de producción, se apropia. Esa
contradicción –que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia,
amén de otras contradicciones sin dudas muy importantes: asimetrías de género,
discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.– pone como actores
principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de
sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, campesinos
pobres, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales,
personal calificado y gerencial de la iniciativa privada, amas de casa,
subocupados varios, trabajadores precarizados e informales. Lo cierto es que,
con la derrota histórica de estos últimos años luego de la caída del Muro de
Berlín y los retrocesos habidos en el campo socialista, con el tremendo revés
que la clase trabajadora ha sufrido a nivel mundial con el capitalismo salvaje
de estos años, eufemísticamente llamado “neoliberalismo” (precarización de las
condiciones generales de trabajo, pérdida de conquistas históricas, retroceso
en la organización sindical, tercerización, etc., etc.), los trabajadores,
quienes viven de su ingreso, los verdaderos y únicos productores de la riqueza
humana, quedaron desorganizados, vencidos, quizá desmoralizados.
De ahí que estos
movimientos campesinos-indígenas que reivindican sus territorios son una fuente
de vitalidad revolucionaria sumamente importante.
La pregunta sigue
siendo: ¿por dónde ir si hablamos de transformación, de cambio social?
Evidentemente la potencialidad de este descontento, que en buena parte de
América Latina se expresa en toda la movilización popular anti-industria
extractivista (minería, centrales hidroeléctricas, monoproducción agrícola
destinada al mercado internacional), puede marcar un camino.
Inmediatamente surge
una pregunta, una preocupación, si se quiere ver así: por todo el mundo están
apareciendo movimientos populares. El abanico es amplio y da para mucho: junto
a estos movimientos campesinos-indígenas que vemos en Latinoamérica aparecen
otros grupos, habitualmente urbanos y más de sectores medios que, curiosamente,
levantan banderas “pro-democráticas”. Pero, por supuesto, no son lo mismo.
Movimientos “democráticos”
No todos estos
movimientos “de masas” son iguales. Aquellos que son visualizados en la geoestrategia
de Washington como un peligro –por ejemplo en Latinoamérica todos los que se
oponen a la industria extractivista– tienen una lógica totalmente distinta a
aquellos que se levantan como “defensores de la democracia”, con un contenido
más clasemediero.
Estos últimos deben ser
vistos y entendidos en su contexto. Como mínimo, podrían apuntarse varias
experiencias que se han venido dando desde hace algún tiempo: 1) las
revoluciones de color que surgieron en estos últimos años, básicamente en las
ex repúblicas soviéticas, más algunos movimientos similares en Medio Oriente;
2) lo que se llamó la Primavera Árabe, y 3) los movimientos supuestamente
“cívicos” que se dan en Latinoamérica (“estudiantes democráticos” en Venezuela,
movilizaciones anti-corrupción en distintos países –Guatemala fue el primer
laboratorio, en el 2015, seguido de iniciativas más o menos similares en
distintas latitudes: Brasil, Argentina, Bolivia–, “Damas de blanco” en Cuba).
¿Qué representan, en
realidad, estos movimientos? No son, en sentido estricto, movimientos
populares. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las
llamadas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia,
revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución
blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución Twitter en
Moldavia, revolución azafrán en Birmania, revolución del Cedro en Líbano,
revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes
democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela) son
fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal
oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de
Estados Unidos.
Inspirado
de alguna manera en los sucesos de Tiananmen, de China en 1989, el primer
laboratorio que sirvió a los estrategas estadounidenses para darle cuerpo y
definición conceptual a estas operaciones de clara intervención injerencista,
siempre disfrazados de revueltas populares pacíficas espontáneas, fue el
derrocamiento del primer mandatario servio Slobodan Milosevic, en Serbia y
Montenegro en el año 2000.
Son notas distintivas
de estos movimientos supuestamente espontáneos su gran impacto mediático
(llamativamente amplio, por cierto, y que no tienen los movimientos de defensa
territorial como los mencionados más arriba), siempre de nivel mundial
cubiertos espectacularmente (llamativamente) por cadenas internacionales, la
participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes
universitarios. Y también –esto es fundamental– el hecho de recibir, directa o
indirectamente, fondos de agencias gubernamentales estadounidenses, tales como
la USAID, la NED, la CIA o, en algunos casos, de organismos no gubernamentales,
como la Fundación Soros o la Freedom House,
financiamientos en general negados o escondidos. Y si se niega,
obviamente por algo será.
El ideólogo que le dio forma a
este tipo de intervenciones es el estadounidense Gene Sharp, profesor y
escritor visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la
acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”, nominado en el 2015 al
Premio Nobel de la Paz. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de
lucha no-violenta del hindú Mahatma Ghandi, este intelectual orgánico al statu quo estadounidense sentó las bases
para que la CIA desarrollase sus intervenciones en distintas partes del mundo,
siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington (¡en modo
alguno alejada de la violencia!). Las mismas, según Sharp, consisten en tres
pasos:
- Generación de
protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase:
manipulando) de la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de
un movimiento antigubernamental.
- Fomento del
desprestigio de las fuerzas de seguridad oficiales (policía o fuerzas del
orden), instigación a huelgas, a la desobediencia social, a los disturbios y la
provocación de sabotaje.
- Llamado al
derrocamiento no violento del gobierno.
En esta línea podría
inscribirse mucho de lo que sucedió en algunas de las ex repúblicas soviéticas
(no siempre con éxito, los planes a veces fallan), o con la Primavera Árabe,
que barrió el norte de África y buena parte del Medio Oriente, o lo que está
sucediendo en este momento en Irán (de ahí el epígrafe con que abrimos el
texto), que pueden haber iniciado como auténticas protestas populares,
espontáneas y con energía transformadora pidiendo algunas determinadas
modificaciones puntuales, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente
degeneran (porque son cooptadas) por esta ideología “democrática” –manipulada
desde este proyecto injerencista de dominación ligado a las tristemente
célebres agencias mencionadas–. O, es preciso no perderlo de vista, arrancan
directamente como plan urdido y financiado por potencias extranjeras, en
secreto obviamente, buscando la reversión (roll
back) de un gobierno “molesto”.
A
todos estos procesos de “rebeldía ciudadana”, a estas llamadas “revoluciones de
colores”, le suceden luego sistemáticamente gobiernos de “conciliación y
apertura”, en los que quedan excluidas las distintas fuerzas políticas que
apoyaron a la administración gobernante derrocada. Todo eso, la forma ordenada
y metódica que comportan estas “iniciativas”, permiten colegir que no son tan
espontáneas sino que, por el contrario, obedecen a guiones muy bien trazados.
Luego de las destituciones, de los cambios buscados, que nunca son
estructurales, que solo se quedan en el reemplazo de algún funcionario, el supuesto
“villano de la película”, –cambio realizado supuestamente a partir de esos
sentidos reclamos populares– continúan medidas económicas neoliberales,
produciéndose una fragmentación del espectro político del país o la zona donde
se intervino (balcanización), pudiéndose suceder también estallidos o
rebeliones territoriales de corte separatista, todo lo cual sirve para sumir
así al país en cuestión en complejos y prolongados estados de ingobernabilidad.
Nunca más oportuna que ahí la máxima maquiavélica de “divide y reinarás”.
Movimientos “democráticos” versus movimientos populares
auténticos
Estas supuestas
movilizaciones espontáneas de grupos civiles (revoluciones de colores) tienen
una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la
Casa Blanca (secundariamente también a los grandes capitales europeos), siempre
boicoteadores / obstaculizadores de proyectos con un tinte socializante o
popular. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los
movimientos populares antisistémicos a los que nos referíamos más arriba, los
cuales reivindican territorios ancestrales sentidos como propios y se oponen a
esta nueva camada de rapiña capitalista de recursos estratégicos que lideran
capitales globales en concordancia con capitales y/o gobiernos nacionales de
los países periféricos.
Esas movilizaciones
“democráticas” constituyen, en definitiva, un arma de dominación del sistema
capitalista, muy bien pergeñada, muy efectiva por cierto, que sirve casi sin
violencia (nunca son totalmente pacíficas, porque también apelan a actos
violentos llegado el caso, como pudo verse el año pasado en Venezuela, con 110
muertos) a los fines espurios de mantener el estado de cosas. Si se quiere
decir así: con la apariencia de un gran cambio en las formas, quitando
supuestas “dictaduras” o gobiernos indeseables, esas iniciativas ciudadanas son
un puro gatopardismo: hacer como que se cambia algo para que, en sustancia, no
cambie nada. O, peor aún, cambiar un gobierno díscolo a los dictados de los
grandes capitales globales. Pero ningún otro cambio más, haciéndole creer a la
población que fue artífice de una genuina transformación (“arte de hacer creer a la gente que toma parte en
los asuntos que le conciernen”).
Justamente por eso, porque se trata de un arma de control social, tienen tanta
pomposidad en las cadenas mediáticas de impacto global. Por el contrario, todos
los movimientos espontáneos indígenas-campesinos (y también los urbanos, si los
hay) son criminalizados, presentados siempre como “cuerpos extraños”, molestias
que vienen a interrumpir la “vida normal”. De ahí a actos terroristas, un paso.
Por otro lado, los
movimientos populares mencionados en principio, en muchos casos indígenas y
campesinos, en general espontáneos, no tienen claramente un contenido clasista,
y no en todos los casos hablan un lenguaje marxista. Son, por el contrario, una
expresión de un descontento que alberga en las grandes masas de damnificados,
en general rurales –en atención a la principal dinámica de los países latinoamericanos,
que son en muy buena medida agroexportadores con un fuerte peso de lo rural en
su composición económico-política, social y cultural–. Pero si bien no encajan
en lo que la teoría marxista clásica podría haber visto como el necesario
fermento revolucionario: un proletariado industrial urbano, o una masa de
trabajadores explotados que reivindica sus derechos mínimos, constituyen una
marea de protestas y rebeldía que perfectamente puede ayudar a encender ánimos,
mechas de transformación, calores revolucionarios. No se debe olvidar que las
revoluciones socialistas ocurridas durante el siglo XX: la mexicana que no
llegó a consustanciarse, la rusa, la china, la vietnamita, la cubana, la
nicaragüense fueron, en definitiva, movimientos populares con una fuerte
composición campesina, direccionadas luego por un partido (vanguardia) con
principios comunistas.
En
ese sentido, no se puede reivindicar ciegamente el espontaneísmo. Eso solo no
conduce a ningún lado. Ejemplos al respecto sobran. Solo para citar alguno,
valga el trágico diciembre de 2001 en Argentina. Allí, ante una brutal crisis
económica, la gente salió a la calle enardecida, espontáneamente, y al grito de
“¡Que se vayan todos!”, cinco
presidentes desfilaron por la Casa de Gobierno en unos pocos días. La furia
popular los sacó. Se podría decir que había allí una incendiaria situación
¿pre-revolucionaria?, pero la falta de conducción no pudo aprovechar ese
estallido de descontento popular. La gente en la calle espontáneamente no
necesariamente es sinónimo de cambio. De ahí la necesidad de poder articular
movimientos espontáneos, furias desatadas y ánimos honestamente caldeados por
situaciones de injustica con propuestas de largo aliento que tengan claro
contenido político revolucionario. Si no, no se pasa del descontento que,
lamentablemente, puede terminar en pillaje y saqueos, no más.
Ahora
bien: sabiendo el potencial que anida en esos auténticos movimientos populares
de descontento que se han venido dando en Latinoamérica, fundamentalmente
contra la producción extractivista (por explotadora, por ecocida, por atentar
con los territorios tradicionales), no hay que perder de vista la llama
encendida que puede significar la “Declaración de Quito” con la que concluyó el
encuentro continental “500 Años de Resistencia India”, realizada en julio de
1990, preparatorio de la contra-cumbre de celebraciones que tuvieron lugar con
motivo del “encuentro” (¿o encontronazo?) de dos mundos en 1492: “los pueblos indios además de nuestros
problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores
populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión
y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de
las clases dominantes de cada país”.
Si la política tiene
algo de arte, entonces de lo que se trata no es de “engañar”, de “hacer creer a la gente que toma parte en los
asuntos que le conciernen” sino en
propiciar realmente su inclusión como verdadero, como único agente real de
transformación. “Los libertadores no existen”, dijo el
Che Guevara. “Son los pueblos quienes se liberan a sí mismos”.
[1] En Yepe, R. “Los informes
del Consejo Nacional de Inteligencia”. Versión digital disponible en la página:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
[2] Boaventura Sousa, S. “Estrategia continental”. Versión
digital disponible en https://saberipoder.wordpress.com/2008/03/13/estrategia-continental-boaventura-de-sousa-santos/
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