Lo
que estamos observando en Brasil es un nuevo golpe neoliberal a la democracia.
Se une a los fraudes de 2006 y 2012 en México; al golpe de estado de junio de
2009 y al fraude en 2017 en Honduras; al golpe en Paraguay en 2012 y al golpe
en Brasil en 2016.
Carlos Figueroa Ibarra / Especial para Con Nuestra América
Desde Puebla, México
Ha
sucedido lo que se preveía: los tres jueces de la Corte de Apelaciones que
tenía que decidir sobre la inocencia o culpabilidad de Luiz Ignacio da Silva,
han terminado condenándolo. Este veredicto es una acción más de lo que se ha
llamado “la judicialización de la política”. Desde semanas antes, se preveía
una ratificación de la sentencia condenatoria emitida por el Juez
Federal Sergio Moro en julio de 2017. La razón es muy sencilla: la
sentencia de 9 años y medio de prisión en primera instancia no inhabilitaba a
Lula para ser candidato presidencial en las elecciones de octubre de este año.
En cambio una ratificación de la sentencia en una segunda instancia que es lo
que ha sucedido ahora, deja al popular ex presidente brasileño inhabilitado
para ser candidato y en camino a la prisión. Y esto acontece porque si Lula
hubiese sido exonerado de los cargos que le imputaban, hubiera triunfado en las
elecciones presidenciales de octubre de 2018.
El
desaseo en todo el proceso judicial contra Lula se evidenció en la parcialidad
del juez Moro y también en la que ha
mostrado el presidente de la Corte de Apelaciones Carlos Eduardo Thompson,
cuando adelantó que la sentencia emitida por Moro era “irreprochable”. No es la corrupción la
causa de la condena al presidente que redujo en un 55% la pobreza y en un 65%
la extrema pobreza en Brasil. La causa es política y es la continuación del
golpe de estado parlamentario que sufrió
la presidenta Dilma Rousseff en 2016. Ese año el Senado brasileño la
suspendió temporalmente del cargo
mientras deliberaba si era culpable o no de los cargos de malversación que se
le imputaban. Al decidir el Senado que era culpable procedió a destituirla en
agosto de ese año. Como es sabido, no era un acto de corrupción de lo que se le
acusó sino de una maniobra contable en el presupuesto que habían hecho sin
consecuencias otros presidentes brasileños.
En el
caso de Lula encontramos nuevamente un uso faccioso de la justicia. Se le acusa
de haber recibido de parte de la constructora OAS un lujoso departamento como
soborno para autorizar contratos que la beneficiaban. Pero no hay pruebas que
el departamento perteneciera a Lula o a su esposa, que lo hayan rentado o que
hayan estado en el mismo. Lo único que existe es un testimonio rendido por el
expresidente de dicha compañía José Aldemário Pinheiro Filho, el cual lo
expresó a cambio de que le redujeran la condena. Lo que estamos observando en
Brasil es un nuevo golpe neoliberal a la democracia. Se une a los fraudes de
2006 y 2012 en México; al golpe de estado de junio de 2009 y al fraude en 2017
en Honduras; al golpe en Paraguay en 2012 y al golpe en Brasil en 2016. Hoy, al
igual que lo intentaron en 2005 con López Obrador en México, se inhabilita a
Lula seguro candidato ganador en las
próximas elecciones. Juego sucio, nuevo golpe a la democracia.
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